Inglaterra se reducía a una mancha grisácea entre mar y cielo al este del Mauretania. Sólo un débil trazo de vapor marcaba la estela hacia tierra de la lancha del práctico. En la cabina de mando, el capitán Rostron tenía los prismáticos apuntando hacia adelante listos para captar la primera imagen de Francia. La visibilidad era buena y el Canal estaba en calma para ser fines de verano. El oficial principal y los dos oficiales de guardia estaban junto al capitán. En realidad no había nada que lo retuviera en el puente. Podía bajar con toda libertad a almorzar con los pasajeros de primera clase; pero no lo haría.
—¿Sabían que los barcos de pasajeros tienen tres costados? —no se dirigió a nadie en particular.
Nadie contestó.
—¿Alguien puede nombrarlos? ¿A ver usted, oficial?
—No, señor, no tengo ni idea.
—¿De veras? Me pareció habérselo dicho la última vez que hicimos la travesía. Los tres costados de un barco de pasajeros, señores, son babor, estribor y social. En este barco asumo la responsabilidad total de los dos primeros y espero que ustedes y los otros oficiales me alivien el tercero.
—Sí, señor. —Ambos rieron.
—Si podemos confiar en la lista de pasajeros, nos espera un viaje tranquilo. No tenemos prime donne, ni boxeadores, ni políticos. Nada más que el habitual surtido de millonarios. Tengan paciencia con sus preguntas, caballeros. Si les preguntan —porque lo harán— por serpientes marinas, sirenas y el Mary Celeste, den respuestas cortas, amables y verosímiles. Cuando saquen a relucir el tema de los icebergs, no les cuenten sus aventuras, denles seguridad. Díganles que el peor riesgo que pueden correr en el Mauretania es el de caer en manos de los tahúres. Que no saben cómo se puede entrar de contrabando el licor comprado en Inglaterra. Y díganles lo que quieran de mí, salvo que contesto preguntas —hizo una pausa—. ¿Alguna pregunta?
El único sonido fue el de las turbinas.