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Lydia todavía estaba arreglando sus cosas cuando sintió que el barco se movía. Se acercó al ojo de buey. Ya no se veía la grúa, sino gaviotas bancas contra el cielo azul. Agitaban las alas, pero no parecían avanzar hasta que una voló hacia arriba como si hubiera roto un hilo invisible que la sujetara. Al hacerlo chilló triunfante y Lydia sintió un escalofrío de excitación.

Volvió a dedicarse a vaciar el baúl. Algunos de los vestidos necesitaban plancha, así que más tarde tendría que llamar a la camarera. En ese momento se contentaba con pasar una o dos horas tranquila en su camarote; no sentía la menor necesidad de pararse en la cubierta a mirar cómo Inglaterra desaparecía de la vista. Inglaterra no la había apreciado, pero en cinco días esperaba estar delante de la baranda junto con los otros para echarle el primer vistazo a los Estados Unidos.

El barco pareció detenerse un instante. Podía oírse el estruendo de la sirena o como se llamara. Las máquinas volvieron a vibrar con fuerza. Lydia las sentía a través de la suela de sus zapatos. No le molestaban pero decidió sentarse en la cama hasta que su cuerpo se acostumbrara a la novedad. Tenía miedo de marearse. Walter había tenido razón; era una buena precaución quedarse sin almorzar. Pobre Walter, tan comprensivo, tan timorato. Tomó el diario intentando eliminar de su mente a su marido.

No tendría que haberse preocupado por la posibilidad de marearse. No estaba mareada. Debe transcurrir por lo menos una hora antes de que el vaivén del barco perturbe el equilibrio del oído interno hasta tal punto. Y a Lydia le quedaba menos tiempo.