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Al segundo oficial le correspondía hacer sacar la última pasarela. Ya habían bajado los visitantes y cientos de ellos se alineaban en el muelle, esperando la partida. Gritaban y saludaban a los pasajeros que se apretujaban contra las barandas de cada cubierta. El último personal de tierra había abandonado el barco, el clarín sonó y los oficiales se dirigieron a sus puestos. El comandante apareció en el puerto.

El capitán Arthur H. Rostron era un hombre delgado, de pelo blanco. Hubiera pasado por un comerciante a no ser porque los años pasados en el mar habían endurecido su piel y dado a sus ojos esa mirada penetrante, obtenida seguramente tras muchos años de otear el horizonte en cualquier tiempo que los elementos dispusieran. En 1915 se había hecho cargo del Mauretania, y para ese entonces su nombre ya era una leyenda en la línea Cunard. En una noche helada de 1912, cuando comandaba el Carpathia, había recibido un mensaje de un barco en peligro. Otros barcos estaban más cerca, pero Arthur Rostron cambió el curso y corrió con el Carpathia hasta la escena del desastre. Logró velocidades que nadie creía posibles en esas aguas peligrosas, llenas de icebergs. Rescató a setecientos supervivientes del Titanic.

El capitán miró hacia donde el segundo oficial esperaba la señal del puente para levantar la pasarela. Levantó la mano ceremoniosamente. Era exactamente mediodía. La última pasarela bajó y los cabos se recogieron. Los remolcadores tensaron sus cables al límite y empezaron a alejar al Mauretania del muelle. El encargado del puerto, con sombrero hongo, supervisaba el equipo de tierra, que siguió al barco a lo largo del muelle hasta que se soltó el último cabo.

Los remolcadores arrastraron el barco fuera del puerto hasta donde podía girar por sí solo. El piloto manejaba la rueda del timón. En menos de cinco minutos estaban apuntando hacia el mar. Los remolcadores se soltaron.

—Haga sonar el clarín —ordenó el capitán Rostron.

El Mauretania estaba en camino, primero a Cherburgo para recoger más pasajeros y de allí a Nueva York.

En seguida se inició la búsqueda de los polizones. Buscaron en todos los sitios tradicionales, los botes salvavidas, los depósitos, las salas de máquinas, la lavandería y la cocina. Era más que nada una búsqueda para satisfacer los reglamentos de la compañía. Todo el mundo sabía que un polizón con algo de sentido común a esta altura debía de estar mezclado con los pasajeros. Así que Alma, tratando de mantener la calma en el camarote de Walter, y Poppy en los brazos de Paul, pasaron inadvertidas.