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En el camarote 377 de segunda clase, Alma oyó el gong. Sintió un escalofrío y trató de disimular el movimiento cambiando de posición en la silla.

—No tienes por qué ponerte nerviosa —afirmó Walter, con el tono de voz que usaba con todos sus pacientes—. Te aseguro que va a resultar. Cuando mostré mi pasaporte en el tren, nadie puso en duda mi identidad. Soy Walter Dew. Y nadie pensará que eres otra que la señora Lydia Baranov. No tienen por qué dudarlo, querida.

—Por supuesto —le dirigió una sonrisa confiada—. Mi parte es fácil.

Él le brindó una sonrisa sincera.

—La mía no es difícil. No es la primera vez que le suministro cloroformo a alguien. El único peligro de la anestesia es el riesgo a dañar al paciente. Y en este caso no importa.

—No va a sufrir, ¿no?

—Para nada. Todo habrá acabado en seguida.

Desde la noche en Richmond Terrace, cuando habían decidido la manera de hacer desaparecer a Lydia sin dejar rastro, Alma había notado un cambio en Walter. Ya no era tan apocado. Se comportaba con mayor seguridad y decisión y sonreía más. La perspectiva de librarse de Lydia lo había convertido en otro hombre.

Alma tomó su bolso.

—Te he preparado unos bocadillos; como no vas a almorzar…

—Qué buena idea —tomó el paquete y lo desenvolvió—. Lechuga y tomate. No podrías haber elegido mejor.

Alma sacó otro paquete.

—También hay pastel de chocolate.

—Mi preferido. ¿Lo hiciste tú?

—Necesitaba ocupar mi mente en algo. Qué tontería. No sé por qué me pongo tan nerviosa cuando tú estás tan tranquilo.

—Es cuestión de entrenamiento. Sé exactamente lo que tengo que hacer. Estos bocadillos son excelentes. ¿Quieres uno?

Alma sacudió la cabeza.

—Ya me será bastante difícil lograr tener hambre a la hora del almuerzo.

Walter se encogió de hombros.

—Si no puedes comer mucho, pide algo ligero. No te dejes intimidar por los mozos. Recuerda que están aquí para servirte y no para espiarte. Pero será mejor que no pierdas peso porque, de lo contrario, la ropa nueva de Lydia no te va a quedar bien.

Alma logró sonreír con gratitud ante la tentativa de él de hacerla pensar en algo que no fueran los sucesos siguientes.

—Traje algunas de mis cosas en la maleta que cargaste por mí y tengo hilo y aguja por si hay que hacer arreglos, pero creo que tenemos el mismo talle.

—No creo que tengáis el mismo gusto. A Lydia siempre le gustaron las cosas llamativas. A propósito querida… el vestido que llevas puesto es ideal… estoy seguro de que llamará la atención.

Alma le dio las gracias. Había elegido el vestido más colorido que tenía, de mangas cortas y en georgette rojo y blanco. Usaba un sombrero blanco de paja con una cinta roja a juego.

—El collar fue el regalo de despedida de la señora Maxwell.

—Es muy atractivo. ¿Qué razón le diste para dejar el empleo?

—Le dije que me iba a París a estudiar pintura. Le pareció muy imprudente de mi parte. Lo mismo opinó la gente a la que le alquilé la casa. No van a sorprenderse mucho si no vuelvo. El gerente del Banco hasta me previno contra los traficantes de blancas.

—Debes de haberlos convencido, Alma —Walter sonrió.

Antes de que pudiera responder, el camarote vibró con un ruido ensordecedor que puso a prueba cada remache del barco.

—La sirena —exclamó Walter—. ¿No es un sonido maravilloso?

—¿Ya nos vamos?

—Dentro de muy poco.

Alma se puso de pie y le tendió los brazos. Él la abrazó.

—No te vayas —murmuró Alma.

—Está bien. Todavía puedo esperar un rato. Tengo la intención de ir a su camarote cuando los demás estén almorzando. Tenía miedo de marearse, así que le aconsejé que no comiera nada.