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—Lydia, ya está aquí el taxi.

—¿Ya? Tendrá que esperar.

—Son las ocho —avisó Walter.

—Se tarda menos de una hora hasta Waterloo. ¿Por qué lo has llamado tan temprano? El tren no sale hasta las nueve. ¿Estás tan ansioso por librarte de mí?

Pero hablaba sin demasiada malicia. Toda su furia se había descargado sobre él dos días atrás, cuando Walter le había anunciado con frialdad que no pensaba acompañarla a los Estados Unidos. Ella le había arrojado un plato de sopa de lentejas, y la mostaza y la salsa de arándanos. Lo había insultado ante Sylvia. Pero después de reflexionar un poco empezó a verlo bajo otro aspecto. Walter sería una carga en los Estados Unidos. Era demasiado insípido para Hollywood, y como su agente teatral hubiera resultado un fracaso. En lugar de él contrataría a algún emprendedor joven norteamericano.

Por supuesto que la perspectiva de viajar sola a Hollywood no era divertida, pero ya había sobrevivido a otros viajes aburridos y largos. Los actores se pasaban la vida haciendo maletas y tomando trenes hacia lugares lejanos. Era una frase que podía decirles a los periodistas cuando la entrevistaban.

Y en cuanto a Walter, ese maldito egoísta y desagradecido, muy pronto se daría cuenta de lo que era la vida sin el colchón de plumas de una mujer devota y generosa. El consultorio ya estaba vendido y tenía hasta el lunes para sacar sus cosas de la casa. Era un misterio lo que pensaba hacer para conseguir dinero y alojarse, a menos que esperara ser mantenido por su mujerzuela. ¡Qué iluso!

Walter estaba en la puerta del dormitorio, mirándola.

—¿Puedo llevar algo abajo, querida? —inofensivo hasta el fin. La otra noche, con su mejor traje cubierto de sopa de lentejas y salsa había seguido disculpándose por haber cambiado de idea respecto al viaje.

—Puedes tomar mi maleta, si insistes —los baúles con el grueso de la ropa ya habían sido despachados el martes y para ese entonces debían de estar en el barco—. Dile al chófer que no tardaré mucho.

Lydia miró a su alrededor y sintió una súbita oleada de alegría. Se estaba yendo para siempre. ¡Qué alivio era escapar de la endurecida Inglaterra, donde ya no se apreciaba el talento, hacia las oportunidades del nuevo mundo!

Cuando bajó, Walter la estaba esperando al pie de la escalera.

—¿Estás segura de que tienes el pasaje y el pasaporte?

—Por supuesto.

—¿Y el dinero?

—No soy una criatura, Walter. Cuando tengas una dirección permanente no dejes de enviármela al Banco de California. Pero no te equivoques escribiéndome para pedir dinero. Has elegido ser independiente y, en lo que a mí se refiere, este es el final. Eso no quiere decir que te dé el divorcio, ya sabes que no soy chapada a la antigua, pero no tengo intenciones de pasar por todo eso nada más que para que puedas legitimizar tus tristes andanzas con la persona que me telefoneó.

—No he hecho nada indecoroso, Lydia, te lo aseguro —parecía muy molesto por la sugerencia.

—Adiós, Walter.

—Adiós.

—¿Ni siquiera me vas a desear bon voyage?

—No se me ocurrió, lo siento.

Caminó hasta el taxi. Así era como recordaría a Walter, siempre disculpándose. El apuesto dentista de moda, idolatrado por sus pacientes, seguro y tranquilizador, era un calzonazos. Hasta el final Lydia había esperado, casi deseado, que reaccionara ante sus agresiones, mostrándole los dientes y mordiéndola, pero ya era demasiado tarde.