La fiesta fue tan divertida como Paul había vaticinado. El champagne corrió ilimitadamente. Más o menos una docena de norteamericanos de la embajada y otros tantos amigos ingleses cenaron y bailaron hasta después de medianoche, cambiando de pareja todo el tiempo y abrazándose con una falta de pudor digna de amantes. Cuando el restaurante cerró, el grupo se trasladó a un puesto de venta de café en la esquina de Hyde Park y los chóferes de taxi les dejaron llevar sus tazas a los coches y quedarse allí durante horas.
Barbara compartió a Paul con una chica inglesa que se llamaba Poppy. No le importaba. Él las abrazaba a las dos y las mantenía entretenidas contándoles chistes mezclados con besos. Poppy se reía mucho. Se definía como una cockney elegante. Tenía el pelo rubio enrulado y ojos muy expresivos.
Hacia las tres todos se bajaron de los taxis y formaron un corro en torno a un farol. Cantaron Knees up, Mother Brown y Auld Lang Syne. Se intercambiaron besos y treparon de nuevo a los taxis para que los llevaran a sus casas.
Paul le preguntó a Poppy dónde vivía.
—En la calle Chicksand —contestó Poppy con una risita. Cada tantas palabras intercalaba una risa—. No debes de haberla oído nombrar. Y apuesto a que el chófer del taxi tampoco. Si quieres saber dónde queda, está por el East End.
—Perfecto —exclamó Paul—. Creo que el Savoy está en el camino. Podemos dejarte primero, Barbara.
Barbara asintió, pero no le agradeció la sugerencia. No podía entender por qué no dejaban primero a Poppy y volvían juntos al Savoy. Se suponía que Poppy no era su pareja esa noche. Pero se tragó las objeciones. Mientras le sonreía a Poppy, deseó que Paul se aburriera a muerte con esa estúpida risita y el ridículo acento.
—¿Y tú, Paul? —preguntó Poppy, inclinándose para arreglarle la corbata blanca—. ¿Cuál es tu hotel, cariño?
—Yo también estoy en el Savoy.
Otra risita.
—Diablos… no sabía que fuerais juntos en serio.
—Estamos en pisos diferentes —replicó Barbara secamente—. Es pura coincidencia.
Poppy se estremeció de risa.
—¿De veras?
—Por supuesto —replicó Paul; parecía un poco irritado. Pidió al chófer que los llevara al Savoy y luego a la calle Chicksand. Se volvió hacia Barbara—. No tiene sentido llevarte tan lejos cuando ya es tan tarde. Mañana tenemos que despertarnos temprano.
—Por supuesto —asintió Barbara, tratando de ser magnánima mientras pensaba en los cinco días en el Mauretania.
Al llegar al Strand, Paul la besó suavemente en los labios y luego la tomó por la nuca y la besó con más fuerza.
—Parece que estuviera por acabársele el mundo, tesoros —exclamó Poppy.
El portero del Savoy abrió la puerta del taxi.
—Gracias Paul, Londres ha sido una locura y me ha encantado.
—Te veré en el barco —respondió Paul.
Mientras el taxi se alejaba, Barbara pudo ver la mano de Poppy despidiéndola desde la ventanilla trasera.