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Durante su última semana en Londres, Barbara cambió su modo de ser. Se volvió chic. Fue a Vasco y se hizo cortar su precioso pelo castaño y ondular las patillas. Se cubrió la cara de polvo blanco tiza y los labios de carmesí. Compró una capa de armiño y cinco vestidos de noche y para el viernes ya los había usado todos y comprado dos más.

La conferencia de Bertrand Russell había sido el punto de partida. De allí Barbara fue directamente a la peluquería. Su madre estaba estupefacta por la transformación; tuvo que beber un brandy doble y decidió que eso era lo mejor que le había sucedido en ese viaje. Le dijo a Livy que la filosofía debía de tener algo especial. Livy tenía una teoría diferente. Sospechaba que Paul Westerfield había demostrado más interés en la conferencia que en Barbara.

—Si anda detrás de Paul —comentó Marjorie— está arriesgándose peligrosamente. Esta tarde tiene una cita con un tal Forbes.

Forbes llevó a Barbara a bailar al café de París, donde ella conoció a Arnold, que usaba monóculo y era mucho más simpático. Arnold la invitó a comer pastel con café helado en las galerías Grafton, donde los cuadros estaban cubiertos de papel de seda para evitar que las jovencitas como ella se ruborizaran. Una orquesta de negros tocó jazz hasta las dos de la madrugada y Arnold al tratar de hacer un paso empujó a una mujer con el codo. Ella volcó el café helado en los pantalones de su acompañante y Arnold usó el papel de seda de uno de los cuadros para limpiarlo. Mientras sucedía esto, un muchacho llamado Rex le dijo a Barbara que era la criatura más hermosa que había visto en su vida.

Rex era muy apasionado. Durante el almuerzo en el Claridge al día siguiente, amenazó con suicidarse si Barbara no lo hacía feliz en la suite que había reservado arriba. Para convencerla sacó un revólver de plata del bolsillo y lo apoyó en la mesa. Barbara mantuvo su calma. Era chic, pero no fácil. Tomó el revólver muy finamente y lo arrojó dentro del balde del champagne. Más tarde Arnold le comentó que Rex era famoso por sacar su revólver en el Claridge.

En esa semana Barbara se cruzó dos veces con Paul Westerfield en el hall del Savoy. La primera vez estaba con Forbes y la segunda con Arnold. Estos encuentros casuales surtieron efecto en Paul. El viernes la detuvo en la escalera que llevaba al comedor. La felicitó por su peinado y le preguntó si tenía algo que hacer esa noche.

Barbara contesto que un amigo había mencionado algo del Café Royal, pero que la idea no la excitaba demasiado. Era su última noche en Londres y quería disfrutarla.

—¿Te vas mañana? —preguntó Paul—. ¿En el Mauretania? Qué casualidad. Yo también. ¿Qué te parece si esta noche nos divertimos en Londres?

—¿Qué sugieres? —preguntó Barbara con cautela. No aguantaba otra conferencia sobre filosofía.

—Hay una fiesta en el Berkeley. Son casi todos norteamericanos; de la embajada… el grupo joven. He oído decir que algunos de ellos son bastante divertidos. Me invitaron. ¿Quieres venir?

Barbara sonrió y aceptó.

Había logrado lo que quería. Se sentía sumamente atraída por Paul Westerfield a pesar de que tendía a rechazar a cualquier posible candidato en el que su madre hubiera puesto los ojos. Le gustaba el modo en que la miraba, valorando lo que decía. Le gustaba el modo en que una de sus cejas se levantaba cuando algo le interesaba. Le gustaban sus movimientos desenvueltos cuando atravesaba una habitación, tan lánguidos y sugestivos como los de un gato. De él emanaba una extraña fuerza.

Con cinco días por delante en el Mauretania, ella también podría ser desenvuelta. Esa noche llegó al hall veinte minutos tarde y lo llamó por el sobrenombre de sus días de estudiante. Quería que él supiera que trataba a los millonarios como a cualquier otro tipo.