Para Alma el plan de liquidar a Lydia y escapar con Walter a Estados Unidos era más romántico que cualquiera de los libros de Ethel M. Dell. The Knave of Diamonds le parecía insípido. Era un plan perverso y audaz y los uniría más que una ceremonia matrimonial. El secreto sería un lazo indisoluble. Viviría con lujo en Manhattan y Walter se convertiría en el mejor dentista de Nueva York. Iban a viajar a Niágara y Nantucket y Nueva Orleáns y San Francisco. Todavía estaba recorriendo los hermosos paisajes de los Estados Unidos en su mente cuando Walter, firmemente anclado en Inglaterra, le dirigió la palabra.
—Tendríamos que pensar en serio lo que haremos con ella.
—¿Hacer?
—Lydia.
—Pero ya lo hemos decidido, querido.
—No, no me refiero a eso. Después. ¿Dónde la pondremos?
—Ah…
Estaban sentados en un banco de los jardines de Richmond Terrace. Era una de esas brillantes tardes de septiembre cuando cada detalle del valle del Támesis resalta a la luz del sol poniente. Los filamentos de nubes que atravesaban el cielo se volvían a cada instante más rosados.
—El doctor Crippen enterró a su mujer en el sótano —observó Alma.
—Y el inspector Dew bajó con una pala y los descubrió.
—El antipático inspector Dew.
Walter se encogió de hombros.
—Cumplía con su deber.
—¿Qué te parece el jardín?
Walter sacudió la cabeza.
—Es como un campo de golf. Tenemos un excombatiente que lo cuida cinco días por semana. Era oficial de la Guardia. No se le escapa nada.
—¿No puedes ponerla en la bañera y decir que se ahogó por accidente?
—Ya han tratado de hacerlo.
—¡Es desesperante! —Alma gritó de frustración—. Todo lo demás funciona a la perfección.
—Es un problema práctico, querida —aclaró Walter—. No sirve de nada enojarse.
A Alma le agradó su suave reproche. Walter ya estaba tratándola como a una esposa. Y su preocupación por perfeccionar el plan le quitaba cualquier duda que hubiera tenido sobre la decisión de Walter. Estaba tan sereno como si estuvieran discutiendo una simple extracción en el consultorio.
—Si tuviéramos un coche, podríamos arrojarla en algún acantilado.
—No, no serviría. Tarde o temprano alguien encontraría el cuerpo. ¿Has oído hablar de Bernard Spilsbury?
—¿El patólogo?
—Ese tipo hace más que determinar la causa de una muerte; dice la medida de sombrero del asesino, dónde compra sus camisas y de qué manera le gustan los huevos. No podemos arriesgarnos a dejar un cuerpo.
Alma sintió un estremecimiento al oír las palabras «asesino» y «cuerpo» y por su mente pasó el pensamiento de que Walter encaraba con fría realidad sus intenciones, mucho más de lo que ella se había atrevido a imaginar hasta ese momento. Trató de disimular su intranquilidad.
—Y no podemos arriesgarnos a llevarla con nosotros.
Walter se volvió y le aferró la muñeca.
—¡Sí que podemos! Esa es la respuesta, Alma. ¡Tú la tienes!
—No veo cómo.
—La podemos arrojar al mar, empujarla por un ojo de buey cuando oscurezca. Nunca la encontrarán.
—¿Pero cómo la meteremos a bordo?
Walter rio:
—Caminando. Es una maravilla. ¡Eres un genio!
—En este momento soy un genio muy confuso.
—Te lo explicaré. Olvídate del otro plan y escucha este. Le diré a Lydia que me niego a ir con ella a los Estados Unidos. Se pondrá furiosa y me mandará al diablo, porque nada puede interponerse entre ella y su maravilloso futuro en el cine. Venderá la casa, el equipo de mi consultorio, todo, y estará en el Mauritania el sábado próximo. Pero no va a enterarse de que tú y yo también estaremos a bordo. Voy a comprar un pasaje en segunda clase bajo un nombre falso.
—¿Para los dos?
—No. Tú estarás escondida en mi camarote.
—No es posible, Walter. Me descubrirán.
—Estoy seguro de que no lo harán. No olvides que ya he viajado en un transatlántico. El día de la partida se llena de amigos y parientes que van a despedir a los que viajan. Es el caos. Media hora antes de zarpar aparecen algunos muchachos con gongs para pedir a los visitantes que bajen, pero siempre hay algunos que se quedan, porque saben que pueden desembarcar en la lancha del práctico o en Cherburgo. Querida, es muy fácil esconderse la primera hora, y es todo lo que necesitamos. Después tendrás un camarote de primera para ti sola. Serás la señora Lydia Baranov.
—¿Quieres decir que ya habrás…? —a Alma le falló la voz.
Walter asintió. Empezó a hablar más rápido a medida que se convencía de las posibilidades del nuevo plan.
—Por supuesto que habrá que hacerlo lo más rápido posible. Iré a su camarote con una botella de cloroformo concentrado en el bolsillo. Cuando llame a la puerta, se sorprenderá al verme, pero me dejará entrar en seguida. La empujaré sobre la cama, no es un adversario serio para mí, y le aplicaré el cloroformo. Cuando esté completamente seguro de que está muerta, meteré el cuerpo en algún lado.
—¡En el baúl! —gritó Alma, muy excitada.
—Perfecto. Puede quedarse allí hasta que esté lo bastante oscuro como para arrojarla por el ojo de buey. El Mauretania zarpa a mediodía y el almuerzo se sirve a la una. Tú estarás en el comedor de primera clase diciéndole al camarero que eres la señora Lydia Baranov y pedirás una mesa para uno. Te aceptarán sin preguntas.
—¿Y tú qué harás?
—Sentado en el camarote de Lydia con el cartelito de «No molestar» en la puerta. Lo importante es lo que tú estarás haciendo. Tienes que dejar bien sentado ante los pasajeros y la tripulación que eres Lydia. Puedes almorzar con tranquilidad y después hablar con algunas personas mientras bebes el café en el salón. Pasea por cubierta y dile al encargado que te reserve una hamaca del lado que da el sol. Y asegúrate de que entiendan bien tu nombre. ¿Crees que podrás hacerlo?
—Estoy segura.
—Bien. Más tarde puedes venir al camarote.
—¡Querido, va a funcionar! —lo besó en la mejilla y apoyó la cabeza en su hombro—. Es de una hermosa simplicidad.
Walter todavía no parecía muy convencido de los resultados. Siguió hablando, reacio a dejar que el resto del plan hablara por sí mismo.
—Te daré la llave del camarote y podrás ir y venir cuando quieras. Pero tendremos que mantenernos separados. Tú irás a cenar y te acostarás tarde. Para ese entonces yo me habré ido, y también el cuerpo. Volveré a mi camarote de segunda clase y te veré cinco días después en Nueva York. Creo que todo saldrá bien.
—Estoy segura, amor mío.
—Me animo a decir que hasta nuestro amigo, el doctor Crippen, hubiera aprobado este plan. Ningún cuerpo en el sótano. Ni disfraces ridículos. Y todo pagado por mi previsora mujer, la víctima —los extremos de la boca de Walter se ensancharon en una modesta sonrisa.
—¿Has pensado en algún nombre para usar a bordo del Mauretania? —preguntó Alma.
—Todavía no. Lo mejor será algo simple. Ahora que lo pienso, mi antiguo nombre servirá tan bien como cualquier otro. Creo que sé dónde puedo conseguir un pasaporte… es un viejo amigo de mi padre, si es que todavía tiene el pulso firme. Mañana iré a verlo.
—Brown no suena como un nombre verdadero —dudó Alma.
—Pero es el mío.
—El doctor Crippen se hizo llamar Robinson, y eso tampoco suena muy convincente.
—¿Entonces qué sugieres?
—Algo corto y simple, pero no común —juntó las manos—. ¡Ya lo tengo!
—Dew —dijo Walter.
—¡Sí! ¡Leíste mis pensamientos!
—Walter Dew. Por cortesía a Scotland Yard —se rio entre dientes—. Me gusta bastante. ¿Quién sospecharía de un hombre que se llamara Walter Dew?
Echó a reír y Alma rio con él. Sus risas resonaron por la terraza. La puesta de sol era gloriosa y todo se volvía rojo, de un profundo y romántico rojo.