Livingstone Cordell y familia llegaron al hotel Savoy de Londres el sábado y Marjorie recibió un masaje de un hombre que lo llamaba «fricción» y que dijo ser el masajista de un equipo de fútbol. Nunca había sentido la piel tan irritada, pero esa noche bailó con la orquesta del Savoy hasta el final de la actuación y luego persuadió a Livy para que la llevara al Silver Slipper, donde continuó bailando hasta las tres sobre el famoso suelo de cristal. A causa de esto Livy perdió su desayuno inglés el domingo. Para calmarlo, Marjorie compró entradas para un espectáculo que acababa de estrenarse, The Co-Optimists.
—Conseguí tres entradas en primera fila para el próximo viernes —anunció el lunes.
—¿Hay chicas guapas?
Marjorie le guiñó un ojo a su hija Barbara.
—Me han dicho que hay un tenor, un tal Gideon, cuya voz es pura miel…
—Mami, no quiero ser desagradecida, pero si no te importa prefiero no ir —Barbara retorció la servilleta.
—¿Ah, sí? Livy, ¿no vas a decir nada?
Livy no levantó la vista del Daily Mail; le gustaban bastante los diarios ingleses.
—Bien, lo haré yo —aceptó Marjorie—. Me gustaría decirte, jovencita, que de esta manera la vida te dejará de lado. Tienes la cabeza tan llena de logaritmos y ollas viejas que ya no sabes conversar. Tal vez el espectáculo no te atraiga, pero si vas a verlo por lo menos tendrás de qué hablar. Estoy segura de que debe de haber algunos encantadores jóvenes ingleses a los que les gustaría oírte hablar de eso, aunque lo hagas pedazos. Supongo que el viernes por la noche tendrás algo mejor que hacer.
—En realidad, sí.
—¿Y de qué se trata?
—Una conferencia sobre filosofía que da Bertrand Russell.
—Dios mío. ¿Ahora te dedicas a la filosofía?
—No, se trata de Paul Westerfield. Me invitó a ir.
Livy levantó la vista de su diario.
—Te has apuntado una, mocosa.