10

Walter llegó a buscarla a las siete y media. Alma le había pedido a la criada que se quedara para abrirle y estaba delante del tocador cuando oyó voces abajo. Se puso un poco de perfume en el cuello y poniéndose de pie alisó su vestido de crêpe amarillo oscuro y las cuentas de su collar de ámbar. Estaba lista. Era la noche más importante de su vida y se sentía tranquila y serena. Walter se sentiría impresionado ante tanta serenidad.

Se puso la capa sobre los hombros y bajó a recibirlo. Bridget le había servido un jerez seco. Walter, que tenía un aire formal, se adelantó un paso, inclinó la cabeza y la llamó señorita Webster. Esa noche el celeste de sus ojos era más profundo y con la corbata blanca y el traje de noche podía haber pasado por un pianista o un diplomático. Tenía un rubí en cada uno de sus gemelos de oro.

Había reservado una mesa en Black Grape, a sólo cincuenta metros de distancia de su casa. Alma pasaba por allí todas las mañanas cuando las persianas estaban cerradas. A veces cuando volvía del trabajo por la noche veía velas en las mesas y saleros y pimenteros de plata y servilletas rojas en forma de nenúfar. Nunca había entrado.

Los acompañaron hasta un rincón y les retiraron las sillas para que se sentaran. Mientras el camarero las volvía a poner en su lugar, Alma tuvo el extravagante pensamiento de que no era muy distinto a acomodarse en la cama. Les alcanzaron el menú. Entendía el francés, pero dejó que Walter la guiara. Él le preguntó su nombre al camarero y le pidió que informara a chef que esa noche cenaban allí la señorita Alma Webster y el señor Walter Baranov.

—Oh, no creo que me conozcan aquí —susurró Alma cuando el mozo se hubo alejado con su orden.

—De ahora en adelante la conocerán —replicó Walter sin bajar la voz—. A mí tampoco me conocen, pero piensan que deberían, y eso marca la diferencia entre un servicio de primera clase y una mera atención. Y ahora, tengo que agradecerle su tacto y consideración.

Frunció el ceño.

—No sé lo que quiere decir.

Él la miró con severidad.

—No se atreva a negar, jovencita, que podría haber leído el menú sin mi ayuda.

Alma se ruborizó como una chiquilla culpable. Le gustaban sus modales autoritarios. Parecía salido de The Way Of The Eagle.

—¿Cómo lo adivinó?

—No lo adiviné. Le miré los ojos. Antes de la guerra me ganaba malamente la vida como adivinador en el music-hall El noventa por ciento del número estaba basado en artimañas, pero se pueden aprender muchas cosas observando. Por ejemplo, ¿sabe que alguien ha estado hablando de nosotros?

—¿Oh?

Acababa de aparecer un camarero y les dirigió la palabra desde detrás de Alma.

—El gerente le manda sus saludos, señor Baranov. Le gustaría ofrecerles a usted y a la señora una copa de champagne.

—La aceptaremos con gusto —respondió Walter—. Dele las gracias, por favor —se dirigió a Alma—. ¿Ya ve?

—Estoy impresionada.

—Estaba por decirle que estudiando los ojos de la gente y la manera en que reaccionan y se anticipan a mis comentarios, puedo descubrir cosas que no pensaban decirme.

Alma rio.

—Tendré que tener más cuidado.

—No tiene por qué preocuparse. No descubro demasiadas cosas, de otro modo ya hubiera hecho una fortuna jugando al póquer.

—¿Cómo se convirtió en adivinador del pensamiento?

—Fue porque no tenía sentido del equilibrio. No podía caminar como mi padre por la cuerda floja. Ni andar en motocicleta, ni hacer malabarismos, ni arrojar cuchillos. La vida que se lleva en los music-halls hace que los hijos de los que trabajan allí terminen delante de las luces del escenario. No hay muchas probabilidades de aprender otra cosa. Yo era la planta de un mago cuando tenía ocho años.

—¿La planta?

A Walter le brillaron los ojos.

—Nada que ver con los geranios, por cierto. Una planta es un ayudante que simula formar parte del público. No es muy fácil para un chico quedarse sentado quieto con un conejo y dos palomas bajo el traje. Hice eso un par de años hasta que fui lo bastante mayor como para que me admitiera un adivinador del pensamiento. Seguí siendo una planta.

—¿Pero no un geranio?

—Más bien un nomeolvides, supongo —exclamó Walter sonriendo—. Era un trabajo más agradable y aprendí lo suficiente como para montar un número propio al cumplir diecisiete años: «Walter Baranov, Clarividente y Extraordinario Adivinador del Pensamiento».

—Suena impresionante.

—Ojalá el número hubiera sido la propaganda. Tengo que confesarle, Alma, que nunca fui muy bueno. Algo me pasaba cuando estaba frente al público. No era miedo a la escena, sino más bien al revés. Me volvía demasiado seguro y me equivocaba. En lugar de limitarme a mi charla, improvisaba, y nueve de cada diez veces me hacía un lío con ciertos trucos mecánicos esenciales en la actuación. Los mejores son los que tiemblan como flanes antes de salir a escena. Yo nunca fui así.

—Estoy segura de que no fue tan mal como cuenta.

—Querida, era grotesco. Seguí durante años, pero sólo gracias a la generosidad de los gerentes del music-hall que le debían favores a mi padre. Así fue cómo conocí a Lydia. Su padre era el dueño del Streatham Empire. Lydia había acabado su actuación en una obra y esperaba otra y para divertirse se unió al número como mi asistente. En una semana lo transformó. ¡Qué éxito tuvimos! —los ojos de Walter brillaban. Sacudió la cabeza mientras sonreía ante el recuerdo.

Alma sintió celos, pero los reprimió.

—¿Cómo hizo para cambiar el número?

—Dijo que necesitaba dramatismo, así que se sentó entre el público e hizo como que no creía en mis poderes. Anunció que yo era un tramposo. Tendría que haber oído a la gente cuando se levantó de su asiento y caminó por el pasillo hasta el escenario para desenmascararme. Y cuando mi primera tentativa de clarividencia fracasó, se pusieron de pie par aplaudir a Lydia. Y luego, el silencio, cuando funcionó la segunda prueba. ¡Qué dramatismo! Las reacciones de Lydia eran magníficas, dignas del mejor melodrama. Mientras ella permanecía con la boca abierta, incrédula, yo me concentraba en mi actuación y terminaba con gran estilo. Al final de cada número me aplaudían a rabiar.

—Y se casó con Lydia…

Walter volvió a su ensoñación.

—Hubo más que eso.

Alma esperó, no queriendo parecer tan intrigada.

—Trabajé una semana con Lydia en el Empire y nos separamos —siguió Walter—. Tenía otro trabajo en el teatro dramático. Así que yo volví a mi número de adivinación sin ella. Era bastante deprimente, pero tenía que vivir, y no sabía hacer otra cosa. Entonces murió el padre de Lydia, dejándole una considerable fortuna, cuatro teatros y dos music-halls. Estaba muy ocupada como actriz y la dirección de esas cosas era demasiado para ella, pero lo tomó con ánimo. Se acordaba de mí y me contrató para el Canterbury —se rio—. Debo de haber sido terrible. Me convenció de que abandonara la escena y me casara con ella. Financió mi carrera de dentista. Decía que el mundo necesitaba más dentistas que clarividentes.

Alma no pudo contenerse.

—Perdóneme por decir esto, pero su matrimonio suena más como arreglo de negocios.

Walter echó pimienta a su escalope de ternera.

—Sí, eso es lo que es.

Se hizo un silencio. Alma no se animó a seguir adelante, pero su mente volaba.

—Al final Walter habló.

—Tal vez piense que me casé con ella por su dinero.

—Por supuesto que no —Alma se ruborizó—. Estoy segura de que se aman.

—¿Amor? Muchas veces me pregunto qué quieren decir con eso.

—Es como algo mágico, ¿no cree? Es un poder que todo lo avasalla.

—Nunca fui bueno para la magia.

—Estoy segura de que cuando ocurre es inconfundible.

—Entonces tengo que pensar que nunca estuve enamorado de Lydia.

Al ver su sonrisa no pudo estar segura de si estaba haciendo el ingenuo.

—Es una mujer muy bella —exclamó Alma—. Y tiene una gran vitalidad.

—Es muy generosa con ella en vista de las circunstancias.

—Para ser justa, le diré que tenga razón en ofenderse. Vio su cuaderno en mi bolsa. Pensó que me lo había llevado a casa para examinarlo —hizo una pausa—. Tenía razón. Creí que podría haber algo sobre usted.

O ignoró o no oyó lo que Alma había dicho.

—Hace tiempo que Lydia está muy tensa —comentó—. No ha tenido un buen papel desde 1914. Va a las pruebas, pero le dan los papeles a actrices más jóvenes, con menos experiencia. Eso me hace sentir culpable.

—¿Por qué?

—Mientras su carrera languidece, la mía se consolida día a día. Ella me metió en esto, pagó mis estudios, compró mi equipo y me instaló en Eaton Place. Todavía paga el alquiler del consultorio. Es mucho dinero.

—No tiene que culparse por tener éxito —le espetó Alma con ímpetu—. Usted justificó su confianza. Tiene que estar contenta.

—Sí, estoy seguro de que así es —su voz era generosa, hasta tierna.

Alma recordó su determinación de mantenerse tranquila.

—¿Entonces por qué se siente culpable?

Walter la miró.

—Usted es muy buena. No le he explicado bien por qué la atacó en la floristería. La noche anterior tuvimos una discusión. Suele ocurrirle. Sufre muchas desilusiones y alivia sus tensiones volcando su furia sobre mí. Casi siempre puedo aguantarlo, pero esta vez salió con algo tan asombroso que no estuve a la altura. Dijo que está completamente desilusionada con el teatro inglés, así que piensa irse a los Estados Unidos para convertirse en estrella de cine.

Alma sintió palpitaciones.

—¿Lo dice en serio?

—Temo que sí. Ya he hecho averiguaciones en la compañía naviera. Una vez trabajó con Charlie Chaplin, que es el dueño de una compañía cinematográfica llamada United Artists, junto con Mary Pickford y Douglas Fairbanks. Lydia confía en que Chaplin se acordará de ella y la ayudará a comenzar una carrera en el cine.

—¡Qué idea tan extraordinaria! ¿Y usted? ¿Qué supone que hará?

Walter se encogió de hombros.

—Ni siquiera se ha preocupado por mí. Está obnubilada con la perspectiva de Estados Unidos. Para Lydia es el fin de estos últimos siete años penosos. Da por sentado que iré con ella.

—Pero usted tiene carrera…

—Se supone que debo dejarla y empezar de nuevo en los Estados Unidos.

—«Odontología Indolora Norteamericana».

La miró con sorpresa.

—¿Se lo conté? Sí, tiemblo ante la sola idea de irme.

—¿Se lo ha dicho?

—Lo intenté. No parece importarle si voy o me quedo. Ya estuvimos separados antes, por la facultad y la guerra. El nuestro nunca fue un matrimonio convencional. Pero ya ve, le debo todo a Lydia. A cambio siempre he tratado de darle mi apoyo, aunque no sea más que un oído dispuesto. Esta vez quedé asombrado al oírla. Y para colmo, había perdido su álbum de recortes. Más tarde recordé dónde estaba, pero para entonces Lydia ya había subido al piso de arriba furiosa. Temo que las consecuencias las sufrió usted.

Alma sonrió.

—¿Así que es culpa suya?

—Sí, por supuesto.

Hablaron de otras cosas; floristerías, jardines, los paseos favoritos. El camarero limpió la mesa y llegaron los quesos y el café. Walter pagó la cuenta y dejó una generosa propina. Cuando salían, se acercó el gerente y le entregó una rosa roja a Alma, que se la acercó graciosamente, mientras cambiaba una mirada cómplice con Walter. Una vez fuera le confirmó que su floristería era la proveedora del restaurante.

Baranov la acompañó el corto trecho hasta su casa y ella le dio las gracias en la puerta por la velada. Expresó su deseo de que no se fuera muy pronto a Estados Unidos y cuando él le preguntó por qué, ella le recordó con buen humor que su tratamiento estaba sin terminar. Walter sonrió y las numerosas arruguitas que rodeaban sus ojos constituyeron un verdadero espectáculo. Le dijo a Alma que le había hecho bien pasar una noche sin actitudes teatrales y que, en lo que se refería a los Estados Unidos, todavía no estaba decidido.

Mientras Walter hablaba, Alma no había dejado de mirarlo. Esa velada le había enseñado mucho de él. Su calma externa era falsa; en realidad estaba en medio de un torbellino. Desde su infancia las circunstancias de la vida lo habían atrapado y las había sufrido con resignación. Para satisfacer a su padre había dedicado su juventud al music-hall, para el que no estaba hecho. Su matrimonio carecía de amor, pero lo había soportado por la oportunidad de una nueva carrera. Ahora su mujer, frustrada y amargada, se proponía destruir su vida, su tranquilidad, el respeto que sentía por sí mismo. Necesitaba ayuda urgente.

Alma lo amaba más que nunca y supo que no podría pasar mucho tiempo sin decírselo. Pero todavía no había llegado el momento. Tendría que conformarse con que él ejerciera sus poderes de clarividente para concertar otra cita.

—Ese paseo del que me habló —preguntó él—… en Richmond Park. Estoy tentado de probarlo el domingo. ¿Cómo era el nombre exacto, Alma?

—Sidmouth —ella tuvo la suficiente discreción como para dudar antes de seguir—. Puedo mostrárselo si quiere. ¿A qué hora piensa ir?

Walter hubiera podido mencionar cualquier hora del día o de la noche; Alma estaría allí.