Poppy compartía un colchón de estopa con su hermana Rose en el cuarto familiar sobre la lechería de la calle Chicksand. Rose tenía siete años. Le gustaba despertarse en cuanto amanecía y bajar a ver cómo los lecheros ataban los caballos a los carros. Esa era la oportunidad de Poppy para estirar los brazos y las piernas y rodar hasta en centro del colchón. Caía en un profundo sueño, lejos de las movedizas rodillas y codos de Rose. Casi siempre dormía hasta las once, menos el domingo. No sentía remordimientos por dormir hasta tan tarde. Mantenía a su familia vestida y alimentada con sus ganancias en Lane.
Aquel lunes por la mañana se sintió sorprendida y molesta al ser despertada por Rose, que tiraba de las mantas. Eran las nueve.
—Pop, despierta.
—Vete o te mato.
—Un hombre te busca.
—¿Qué hombre? —se sentó maldiciendo y miró hacia abajo—. ¡Oh! —pegó un salto hasta quedar fuera de la vista del hombre y se abotonó la camisa que usaba para dormir.
—¿Qué quiere? —preguntó Rose, interesada.
—Dile que en seguida bajo —fue a buscar su ropa. Casi había olvidado su aventura del día anterior. El desconocido del mercado con sus misteriosas amenazas de que no contara nada de sus «negocios» se había alejado de tal manera de su mente que esa mañana sólo recordaba que se sentía fatal por la enorme cantidad de cerveza bebida la noche anterior.
De todas maneras pensaba que ese tipo era raro y sentía que había escapado por un pelo de algo malo, aunque el comportamiento de él fuera tan correcto. Y aquí estaba, cumpliendo su promesa de llevarla a una tienda elegante.
Le gritó a Rose.
—Dale un té —se sacó la camisa y se detuvo a pensar en lo que podría ponerse. Cuando bajó, él estaba sentado en la silla del padre de Poppy. Era bastante apuesto, con grandes ojos azules y pelo color miel bien alisado. No le importó que la mirara. Se había puesto un vestido de crêpe supuestamente usado en el Savoy y comprado de segunda mano en el mercado. Poppy sabía manejar muy bien el hilo y la aguja. Los azules estaban un poco desteñidos, pero de todos modos le quedaba perfecto.
—¿Qué llevas debajo de eso?
Después de todo era raro. Le lanzó una de sus miradas torvas y se sirvió té.
—Lo menciono —explicó el hombre—, porque vas a tener que sacarte el vestido para que te tomen las medidas.
Ella no lo había pensado. Volvió al cuarto y buscó la ropa interior.
Cuando dejaron la casa, Poppy se sintió desilusionada al no encontrar un taxi esperándolos. El automóvil estaba a la vuelta de la esquina en la otra calle. Ella rio y él le preguntó qué encontraba tan gracioso. Poppy cantó un estribillo que había oído en la calle sobre el «maldito y misterioso Pimpernel». El hombre no pareció apreciarlo.
—Me llamo Jack —replicó secamente.
El taxi recorrió un corto trecho y se detuvo. Poppy miró por la ventanilla y en ese mismo instante Jack le puso algo en la mano. Era jabón de lavanda. Estaban delante de los baños públicos de Aldgate Street.
—¡Demonios! —pero pensó en esa elegante tienda y dijo que no tardaría.
Cuando al final llegaron a Bond Street, se sentía agradecida por la ocurrencia de Jack. Después de tener la satisfacción de que desenrollaran metros de telas preciosas delante de ella, sentada en una silla dorada, se la llevaron para tomarle medidas. Una era la encargada de dar conversación en forma de elogios a la figura y el aspecto de Poppy; otra usaba en centímetro y la tercera anotaba las medidas. Poppy casi no habló. Había elegido un crêpe-de-chine dorado que le formaba un nudo en la garganta ante el anticipado placer. La modista le pidió que volviera el miércoles a probarse.
El viernes estaba listo. Por una vez las empleadas dijeron la verdad: la señora estaba preciosa.
—Ahora —dijo Jack cuando se alejaron de la tienda con el vestido envuelto en papel de seda dentro de una caja negra y dorada— iremos a comprar medias y zapatos. Después te llevaré a mi apartamento.
Poppy era joven pero no ingenua. Sabía lo que quería un hombre cuando la invitaba a una a su apartamento. Hacía rato que sospechaba que eso era lo que estaba detrás de la generosidad de Jack. Sin embargo, pensó mientras caminaba al lado de él por Regent Street, era una manera bastante gratificante de empezar. Nadie podría decir que se vendía por monedas.
Y era un tipo bastante varonil.
La llevó a un apartamento con terraza y vista a Hyde Park. Las paredes estaban empapeladas en blanco y dorado, las alfombras eran orientales y los muebles de laca chica. Delante de la chimenea había una mujer con un spaniel en brazos. Llevaba puesto un vestido de seda plisado, con un ramito de violetas de Parma en el hombro izquierdo. Era muy elegante.
—Poppy, ella es Kate —la presentó Jack y sonrió al agregar—. Mi adorada esposa.
—Así que tú eres la ratera —gruñó Kate en una voz que no correspondía a su apariencia—. No lo pareces en absoluto.
—Es por eso que es la mejor —aclaró Jack. Tenía un botellón en la mano—. ¿Qué prefieres con el gin, Poppy?
—Lo tomo solo, gracias.
—No puedes hacer eso, querida —interrumpió Kate con firmeza—. Deja que lo pruebe con agua tónica, Jack.
Poppy agarró su vaso y estornudó a causa de las burbujas.
—Nunca voy a pasar por alguien de la clase alta, si es eso lo que esperan —les dijo.
—Estarás perfecta como eres —Jack se dirigió a Kate—. Con el vestido queda divina.
Kate quiso verla y Poppy lo sostuvo delante de ella.
—Es muy audaz —comentó Kate—. ¿Lo elegiste tú?
Poppy decidió ignorar la pregunta. Sentía olas de celos de Kate, pero no podía entender sus razones. Guardó el vestido.
—¿No van a decirme para qué me quieren?
—Ya verás —contestó Jack—. Elige una —surgido de la nada apareció en su mano derecha un mazo de cartas formando un perfecto abanico.
Poppy sacó una carta.
—¿Digo lo que es?
Jack asintió.
—Siete de corazones.
Cerró el mazo y lo cortó.
—Vuelve a ponerlo.
Poppy vio cómo él cubría la carta con parte de mazo y lo mezclaba varias veces.
—¿Ahora puedes decirme dónde está?
—¿Es la de más arriba?
—Te engañó —rio Kate—. No está allí.
Poppy tomó el mazo y buscó el siete de corazones. Pasó las cartas lentamente. No estaba.
—¡Fantástico! Así que es jugador…
—¡Demonios!
—Tendrías que haber vigilado su mano izquierda —le aclaró Kate con voz hastiada— la escondió en la palma.
—Mira esto —pidió Jack. Dio dos manos de cinco cartas sobre la mesa de vidrio—. Mira la tuya.
Poppy tenía el ocho, nueve, diez, jack y reina de picas.
—Te acabo de dar una escalera servida. ¿Cuánto apostarías a eso, Poppy? ¿Tu nuevo vestido? No lo hagas, la mía es una escalera real —dio vueltas las cartas y descubrió un as, rey, reina, jack y diez de diamantes—. No, no soy prestidigitador. Sé algunas triquiñuelas, pero no las hago para divertir a la gente. Me gano la vida jugando a las cartas, lo mismo que Kate. Cuando puedes trabajar el mazo estás muy cerca del dinero.
—Oh, no —dijo Poppy molesta.
—¿Qué pasa?
—¿Me han comprado ese vestido porque necesitan ayuda?
—Pues, sí.
—¿Saben?, no pudieron haber elegido peor. No podría jugar a las cartas ni aunque me fuera la vida en ello.