El letrero en la puerta de la floristería decía «Cerrado». Las cortinas estaban bajas, la caja limpia y el dinero seguro en la caja fuerte. Alma estaba terminando con su última tarea del día; arreglando el ramo que llevaría al día siguiente una afortunada novia. Tenía la mente puesta en Walter Baranov de tal manera que casi había olvidado lo que tenía que hacer. Sus dedos temblorosos rompieron un clavel mientras le ponía el alambre. Buscó otro.
Estaba más excitada que nerviosa. La había tomado por sorpresa al entrar así en la floristería. Era tan asombroso y romántico como la llegada de Everad Monck al campamento del desierto durante la triste luna de miel de Stella en The Lamp in the Desert. Lo que Walter había dicho no podía significar mucho, en cambio el hecho de que hubiera aparecido decía a las claras que Alma le importaba tanto como para buscar el lugar en donde trabajaba.
Debió de haberle costado mucho. Ella no le había mencionado nunca la floristería. Ni siquiera se había referido a ella en la ficha que llenara para enfermera. Walter… —en sus pensamientos ya había eliminado el apellido— la había localizado para volver a verla, después de que ella no se presentara a su cita. No podía haberle dicho con más claridad cuánto la deseaba. Era un hombre casado, pero eso no importaba, la deseaba más que a su mujer.
Se sentía halagada, intrigada y excitada. Estaba poseída por esa especie de temeridad que tantas veces era característica de las heroínas en sus libros. Tiempo antes se había prometido a sí misma que en una situación como esa se dejaría llevar por el destino. Tendría que ser ingeniosa, vivaz, agradable, exuberante, todos esos atractivos adjetivos utilizados al hablar de las heroínas.
Pero su primera reacción no había estado muy bien. Se le había trabado la lengua al verlo entrar en la floristería. Necesitaba adquirir confianza. Estaba convencida de su importancia en la vida de Walter Baranov, así que no tenía por qué comportarse como una colegiala nerviosa. Resistiría el impulso salvaje de dirigirse a casa de él esa misma noche con el álbum de recortes que había dejado con tan poco disimulo en el mostrador. Iba a esperar hasta la hora del almuerzo al día siguiente para llevarlo al consultorio.
Esa noche se lo llevaría a casa para ojearlo con atención.