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Lydia Baranov estaba hablando por teléfono en su casa de Putney Hill. Estaba al teléfono desde su regreso de una entrevista, gritando por el auricular. Le dijo a quienquiera que estuviera al otro lado de la línea que era un incompetente. Que no podía comprender cómo una cosa tan sencilla creaba dificultades tan monumentales.

Abajo en el vestíbulo se abrió la puerta y entró Walter. La criada, Sylvia, estaba esperando como de costumbre para tomar su sombrero, sobretodo y paraguas.

La conversación telefónica continuaba. Walter miró hacia arriba, y luego a Sylvia levantando las cejas con aire interrogativo. Ella sacudió la cabeza. Walter hizo una mueca. Fue al salón, se sirvió un whisky y lo bebió de un trago.

Cuando subió, Lydia continuaba diciendo a gritos que su tiempo era demasiado valioso para perderlo hablando con empleados idiotas. Que esperaba que el gerente la llamara por la mañana, no antes de las diez y no más tarde de las once. Colgó.

—¿Y cómo has pasado tú el día? —preguntó en tono que minaba toda respuesta antes de que pudiera ser articulada.

—Muy frustrante —replicó Walter con énfasis—. Me merece muy poco respeto la gente que me hace perder el tiempo. Dos citas anuladas sin una palabra de explicación. Pienso que la gente podría tener la gentileza de avisar al consultorio. Supongo que no puedo esperar otra cosa de Lady Burke, que es tan conocida por sus olvidos. Seguramente aparecerá mañana muy agitada. Pero el segundo paciente, la señorita Webster, está en su sano juicio y debería comportarse mejor. La hemos citado ya tres veces a la misma hora y el mismo día de la semana y no aparece; me parece inexplicable.

—Si has terminado —gruñó Lydia— tal vez te interese saber lo que me ha sucedido a mí.

Con su formación dramática Lydia sabía todo lo que debía saber sobre actuación. Esa mañana había ido a una entrevista para un pequeño papel en el teatro Richmond. Tenía treinta y cuatro años y no actuaba en un escenario del West End desde 1914.

—Supongo que fue una desilusión —arriesgó Walter.

—¿Desilusión? Fue ridículo. Una burla. —Si un director hubiera a visto a Lydia en ese momento, le habría ofrecido papeles protagonistas por el resto de su carrera. La indignación la transformaba. Su piel, habitualmente pálida, estaba de un rosado febril. Los rizos negros bailaban con cada movimiento de la cabeza. Las aletas de su nariz estaban dilatadas y los ojos marrones ardían con pasión gitana—. El director está loco. No podría trabajar con él. Acabaría con mi carrera. Ese hombre no entiende el sentido de la obra, no, no entiende a Pinero.

—¿Quién obtuvo el papel?

—Una mujerzuela con una experiencia de seis semanas en alguna revista. Dijeron que yo podría hacer la sustitución. ¿Sabes lo que eso significa? Vender chocolatines en el entreacto. Les dije que había hecho The Second Mrs. Tanqueray.

—¿Y qué dijeron?

—Que esta era una comedia. Que mi experiencia no servía. Estuve de acuerdo con ellos. Dije que habían dejado bien establecido que la experiencia que necesitaban era la que se adquiría en el coro de Cochran y que estaba contenta de haber caído tan bajo.

—Tienes razón.

—Y luego abandoné el teatro. Estaba tan indignada que olvidé allí mi álbum de recortes.

—A lo mejor le echaban una ojeada y se daban cuenta del error que han cometido.

—No creo. De todas maneras el elenco ya está completo. No aceptaría el papel principal ni aunque me lo ofrecieran. Tengo mi orgullo. Pero voy a necesitar los recortes.

—Por supuesto.

—Walter, querido.

—¿Sí, amor mío?

—¿Irías a buscarlos?

—Mañana no tengo tiempo, estaré muy ocupado.

—Pues ve a buscarlos esta noche.

Hubo un instante de silencio.

—No tardarás más de una hora —aseguró Lydia—. Le diré a la cocinera que mantenga tu cena caliente. —Lo besó cariñosamente—. Sabes que no podría soportar la pérdida de mis recortes.

Sylvia le alcanzó su sombrero y sobretodo.

Desde la ventana Lydia lo miró bajar la cuesta en busca de un taxi, en la estación. Sus pacientes podían temerle, pero en su casa hacía lo que su mujer quisiera. Por gratitud. Sin su dinero y visión todavía estaría haciendo su ridículo número de adivinación en los teatruchos de provincia. Ella lo había persuadido de que no tenía condiciones para la escena. Le había hecho ver las ganancias que se podían obtener con la odontología y como prueba de su confianza se había casado con él, pagando su aprendizaje en Reading como mecánico dental y los tres años en el Hospital de Odontología de Newcastle-upon-Tyne. Walter nunca había sido tan feliz como al descubrir su vocación. En esa época se veían muy poco, porque Lydia estaba actuando en The Second Mrs. Tanqueray. Su actuación la agotaba y llenaba su vida.

El matrimonio había continuado ocupando sólo parte de su tiempo, hasta que Walter pasó sus exámenes finales en 1914 y obtuvo el título de cirujano dental. Volvió a Londres para la ceremonia de graduación y Lydia lo llevó a almorzar a Frasead. Desde la cocina llegaban continuos rumores y al final el camarero les preguntó si habían oído las noticias. Lloyd George había efectuado una declaración en la Cámara de los Comunes. El país estaba en guerra con Alemania. Se les pedía a los solteros menores de treinta años que se presentaran en el ejército. Walter estaba casado y tenía treinta y nueve años. De todos modos fue a la oficina de reclutamiento del Strand y durante los cuatro años siguientes arrancó dientes a los soldados por el Rey y la patria en el norte de Escocia. Lydia tuvo una guerra menos interesante. No había demasiadas buenas producciones en las que actuar y casi todos los actores decentes se habían enrolado. Actuó en The Harbour Lights en Woolwich con un actor tan decrépito que cuando se arrodillaba delante de ella para declararle su amor, tenía que ayudarlo para que pudiera volver a ponerse de pie.

En 1917 estaba tan desanimada que se tomó un descanso de las tablas. Pasaba el tiempo leyendo sus recortes de los días anteriores a la guerra de la gran casa que había heredado de su padre en Putney Hill. Se sentía sexualmente frustrada. Sintió una pasión secreta por el hombre de barba que atendía el mostrador del té en Fortnum & Mason. Nunca llegó a nada. La vida en Inglaterra se volvía difícil por la presencia de los submarinos alemanes, había escasez de comida y se hablaba de racionamiento. El acaparamiento era considerado una ofensa criminal y la criada de Lydia era una chismosa. Cuando registraron la casa, la policía encontró sesenta y ocho paquetes de té Fortnum & Mason. Se los confiscaron casi todos. Lydia tuvo que pagar diecisiete libras de multa y publicaron su nombre en los diarios. Era la primera noticia sobre ella que aparecía en The Times.

Walter subió al primer taxi de la fila. En menos de veinte minutos le estaba pagando al chófer delante del teatro Richmond. Eran poco más de las siete y el teatro estaba silencioso porque la primera función empezaba a las ocho y media, para que la gente tuviera tiempo de cambiarse y cenar antes. Estaban ensayando una revista. Lydia había tenido razón; el music-hall se estaba muriendo. La adivinación del pensamiento había desaparecido junto con los números de animales y Dan Leño.

Le dijo a la chica de la taquilla lo que necesitaba y ella lo envió al bar. Estaba lleno de gente y de humo. Los gestos de las manos y las voces bien impostadas le dijeron que se trataba de profesionales, el director y el entusiasta elenco de The Gay Lord Quex.

Esperó a que se produjera una pausa en la conversación. Jasper le preguntó a la chica si quería otro Martini y se dio la vuelta hacia el bar para ordenarlo. Walter se presentó.

—Un hombre encantador, querido —exclamó Jasper— pero no creo conocerlo.

—Mi mujer, Lydia, tuvo una entrevista con usted esta tarde.

—Otra ronda, George —pidió al barman.

—No obtuvo el papel.

—Mi querido señor, las pruebas de actores son una experiencia odiosa para todos. Estoy seguro de que cada tanto se cometen errores, pero nunca nos dedicamos a exámenes post mortem. Es algo que no se hace.

—Olvidó un álbum de recortes.

—Ah, ahora entiendo. Cielos, me pregunto qué hicimos con él.

La chica del vestido escotado se volvió.

—Está allí, tesoro. Estaba leyéndolo y debo decirte algo… tiene mucha más experiencia que la aquí presente.

—Yo no diría eso, Blanche —comentó una voz malintencionada.

—Algunas personas tienen mente de cloaca —comentó Blanche con aire mundano.

—Aquí está tu copa —la interrumpió Jasper. Luego tomó del brazo a Walter y atravesó la habitación hasta la mesa donde estaba el álbum—. La prueba de Lydia fue buena. Es una profesional, señor Baranov. Su mujer tiene talento. Si fuera por mí…

Walter lo interrumpió sin levantar la voz.

—He trabajado en el teatro. He oído hipocresías como esta desde que tenía tres años. Si de veras tiene algún interés en la carrera de mi mujer, hágale justicia diciéndome la verdad.

El reproche fue más eficaz por el tono empleado.

De pronto el ambiente quedó en silencio. Alguien gritó a través del cuarto: «¿Todo bien, Jasper?».

—Sí, perfecto —respondió Jasper. Se dirigió a Walter—. Si de veras quiere saberlo, le diré que es demasiado madura para estos papeles de muchachita y todavía no está lista para los de matrona. —Para suavizar el comentario agregó—: Y no lo estará por mucho tiempo todavía.

Walter no dijo nada. Tomó el álbum.

—Es siempre una etapa difícil en la carrera de una actriz —continuó Jasper—. Si se la pudiera persuadir a dedicarse a la producción creo que andaría bien. Con su experiencia debe saber mucho de maquillaje. O de vestuario, si tiene habilidad para coser.

Walter le dirigió una mirada incrédula.

—¿Cómo puedo conseguir un taxi?

—A esta hora, sólo en la estación. Saliendo del teatro a la derecha. Dele las gracias por haber venido, por favor.

Walter bajó y siguió las instrucciones. Una vez en la estación subió a un taxi. Mientras se alejaba sus ojos captaron algo. Golpeó el vidrio que lo separaba del conductor.

—¿Puede detenerse un momento? En la floristería. Quiero comprar unas flores para mi mujer.

—Será mejor que se dé prisa, amigo. Estoy obstruyendo el paso.

Una vez en la floristería miró los ramos en sus recipientes.

Desde el fondo se acercó la vendedora.

—Buenas noches, señor. ¿Puedo…? ¡Oh! —se detuvo, mirándolo.

—Sí, por favor, quiero… Pero ¡señorita Webster!

Alma contestó con un susurro.

—Sí.

—Soy Walter Baranov, su dentista. ¿Me recuerda? Hoy no ha acudido al consultorio. ¿Lo sabía?

Alma estaba roja de vergüenza y no pudo responder.

Él también estaba molesto.

—Lo siento. Parece que la estuviera controlando. Al verla así, de pronto, me ha cogido por sorpresa.

—Oh —tenía un tallo en las manos y lo estaba rompiendo en pedacitos.

—Mi mujer ha tenido hoy una audición en el teatro Richmond. Es actriz.

—Sí. Usted me lo dijo.

Walter todavía tenía en la mano el álbum de Lydia.

—Se olvidó esto. Todos sus recortes. Son muy valiosos y tuve que venir a buscarlos.

El chófer del taxi tocó la bocina.

—Quería unas rosas —pidió Walter—. Creo que con una docena estará bien.

—¿Algún color en especial? —Alma cruzó la habitación hacia donde estaban los recipientes con las flores. Había varios tonos de rosas rojas, amarillas y blancas—. Cuestan tres chelines la docena.

Walter apoyó el álbum en el mostrador y buscó el dinero en su bolsillo.

—No importa el precio. Que sean rosadas, por favor.

—Podría hacerle un ramo combinado.

La bocina volvió a sonar.

—Sí, por favor.

—¿Quiere elegirlas?

Walter se paró al lado de ella y seleccionó una docena de distintos colores. Alma las envolvió y recibió el dinero.

—Gracias. Creo que tengo que darme prisa. Tengo un taxi esperándome —levantó el sombrero—. Espero verla otra vez, señorita Webster.

Walter ya había salido de la floristería y se alejaba en el taxi cuando Alma se dio cuenta de que el álbum había quedado sobre el mostrador.