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Otra mujer joven intervino en el caso. Se llamaba Poppy Duke.

El día de descanso del Señor funcionaba al revés para Poppy. Ella descansaba seis días y trabajaba el séptimo. Su puesto de acción estaba en el mercado de Petticoat Lane. Tenía dieciocho años, mirada alerta, una sonrisa que engañaba y hermosos rizos dorados. Era una brillante ladrona. Sus manos delgadas de dedos largos podían sacar una billetera del bolsillo de su dueño mientras tropezaba con él y le decía, «¿Me disculpa?». Podría abrir una cartera, localizar el monedero dentro y quitar el dinero en un solo movimiento imperceptible para el dueño o el vendedor que trataba de obtenerlo de manera más legítima. La toleraban en el mercado porque se decía que era una especie de moderno Robin Hood. Robaba sólo a los visitantes que iban más a husmear que a comprar. Y empleaba más de media docena de chicos como señuelos, pagándoles generosamente.

Esa mañana cuando apenas había empezado, vio a la presa perfecta, un joven vestido con traje elegante, sombrero y abrigo colocado sobre los hombros como una capa. Se había detenido en un puesto que servía té causando una cierta sensación por haber sacado un billete de una libra. Aseguraba que no tenía cambio.

—Bueno, ahora si tiene, tesoro —exclamó la mujer del puesto mientras dejaba caer en sus manos una cantidad de moneditas—. ¿No las va a contar? —le sirvió una taza de té.

El hombre todavía tenía la billetera en la mano. La metió en el bolsillo interior de su abrigo y bebió su té.

Poppy entró en acción. No iba a dejarse ese tipo a algún principiante. Se puso en la fila. Con la mano izquierda levantó la solapa del bolsillo y tanteó la billetera.

Para su horror, una mano agarró la suya desde dentro. No podía sacarla. El hombre se dio la vuelta y le sonrió. Todavía sujetaba la taza de té con la mano derecha. Era la izquierda, pasada a través de la división del forro del abrigo, la que sujetaba la mano de Poppy.

—Bien, Poppy, diría que esto ha sido como quitarle un caramelo a un chaval.

—Tengo la mano atascada.

—Por supuesto, y no pienso soltarla. Si no quieres problemas déjala así y sígueme. Tengo un taxi esperándome.

—¿Me está arrestando? Déme una oportunidad, compañero.

—Camina, Poppy.

Obedeció. Tenía miedo de que sus jóvenes cómplices trataran de detenerlos y fueran también capturados. Sola no la podría retener mucho tiempo.

Cuando llegaron a la parada de taxis en Whitechapel el hombre soltó su mano. Ella esperó que la esposara, pero no lo hizo.

—¿Usted es polizonte, verdad?

El joven la empujó dentro del taxi y se sentó a su lado.

—Poppy, querida —exclamó con otra sonrisa—, es tu cumpleaños.

—¿Qué diablos quiere decir? ¿Adónde me lleva?

—A elegir un regalo, tesoro.

—Pues no sabe qué clase de chica soy, señor.

—Calma. Te llevo a pasear, nada más.

Atravesaron la City y Holborn hasta la calle Oxford. Poppy echaba chispas, tratando de imaginar quién era su acompañante. No lo había visto jamás en el mercado antes de esta mañana. Vestía como un caballero, pero se veía que no lo era.

El taxi dobló por Bond y se detuvo.

—¿Por qué se ha detenido? —preguntó Poppy.

—Baja y te lo mostraré. Pero no me hagas pasar vergüenza. Es una zona muy elegante.

Guio a Poppy, que tenía los ojos abiertos como platos, hacia una tienda de ropa de la que ella sólo había oído hablar en las revistas.

—Elige uno —le ordenó el hombre—. Para una fiesta.

—Espere un momento… ¿qué es lo que quiere?

—Te lo diré, Poppy —le susurró mientras los dos contemplaban el escaparate—. Me han dicho que eres la mejor ratera de Londres y quiero contratar tus servicios por una noche. Es una fiesta, así que necesitas un vestido. ¿Qué te parece ese negro con ribetes plateados? Si trabajas conmigo obtienes un uniforme decente. Y lo conservas. ¿De acuerdo?