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El siguiente paso para la aparición del falso inspector fue dado en la primavera de 1921.

Sentada en el sillón de dentista, Alma Webster se concentró en la mano derecha del doctor Baranov e ignoró el instrumento que él sostenía. Estudió el vello fino y rubio de sus dedos y siguió su curso por el dorso de la mano hasta el puño de la camisa. En la muñeca crecían más espesos y salvajes.

Lo amaba hasta el punto de olvidarse de todo.

Esta era la tercera cita en el curso de un tratamiento que duraría por lo menos seis semanas. «Pero no necesita preocuparse por el estado de sus dientes —había explicado Baranov—, para una joven de… ¿Cuántos años tiene…? ¿Veinticuatro…? Están muy bien. Una caries aquí y allá, eso es todo. No habrá que extraerle nada. Yo soy de la opinión de conservar los dientes, señorita Webster, no de sacarlos. Trabajo lentamente, y no me disculpo por eso. Le haré perder algo de su valioso tiempo, pero tiene mi palabra de que los resultados no la desilusionarán».

Alma no lamentaba perder ni un segundo de su valioso tiempo. Al entrar al consultorio de Eaton Place su desagrado por los tratamientos dentales casi se había evaporado. El consultorio estaba amueblado como un salón del Palacio de Invierno, con una araña resplandeciente, el fuego ardiendo en una gran chimenea de ladrillos y bronce, cuadros con marcos dorados de cosacos salvajes cabalgando en sus caballos negros, una alfombra afgana color dorado y sillones tapizados en cuero de un tamaño adecuado para Chaliapin. Se sentía el aroma de cigarrillos balcánicos. Cuando ella entró el doctor Baranov estaba trabajando en su escritorio de ébano y, levantándose en seguida, le había sonreído haciéndole una pequeña reverencia. Al cruzarse con los ojos de él, Alma había sentido un cosquilleo bajo la piel, una sensación extraña.

No corrigió su edad. En realidad tenía veintiocho años.

A los quince había descubierto las novelas románticas de Ouida, que luego se convirtieron en sus más preciadas posesiones; le sorprendió notar cuánto tenía en común con Vere Herbert, la heroína de Moths. También ella sentía pasión por los libros y los hermosos paisajes y no era muy consciente de su propia belleza. También ella tenía una madre indiferente que apenas la tenía en cuenta. Y había comprobado con absoluta claridad que no había más que dos clases de hombres en el mundo… individuos ejemplares como el brillante y vulnerable tenor Corréze, o brutos como el príncipe Zuroff, rufián decidido a lograr sus inconfesables propósitos a costa de las desventuradas jóvenes. Se necesitaba una escritora con gran fuerza para destronar a Ouida del corazón de Alma, pero a su debido tiempo Ethel M. Dell había triunfado, gracias al clima logrado en The Way of the Eagle, cuando Nick se declara a Muriel en la cima de una montaña mientras un meteoro cae del cielo.

Eso había sido antes de la guerra. La guerra había cambiado todo. Tuvo que dejar de leer novelas, comenzar a trabajar y cortarse el pelo como las mujeres de las fábricas de municiones. No había sido reclutada en una de esas fábricas porque no había ninguna a distancia de autobús desde su casa, pero tuvo que ocuparse de la correspondencia del Richmond and Twickenham Times. Al ir a su casa después de cortarse el pelo se había mirado en el espejo y había descubierto su cara cambiada. Ya no era hermosa. Era heroica. Tenía ojos profundos con largos párpados oscuros, capaces de contemplar lo peor del mundo con compasión. Se había dado cuenta de que su nariz era un poco larga, pero como ya no agachaba la cabeza ni se ruborizaba ante la presencia del sexo opuesto, eso no le importaba en lo más mínimo. Su boca ya no parecía un arco de Cupido. Era menuda y decidida. Tenía la tez pálida y el cuello y las orejas sin adornos. Vivía sola en una casa blanca de tres pisos en Richmond Hill, una casa que antes había pertenecido a su tía Laura. Y por la noche tejía medias y pasamontañas para los hombres que estaban en el frente.

Cuando llegó el armisticio a Alma le costó mucho adaptarse. Había aprendido a comportarse en un país en guerra. No era pobre y no necesitaba trabajar, así que renunció a su puesto en el diario. Pero muy pronto aceptó un trabajo de pocas horas tres veces por semana en una floristería cerca de la estación del tren. De nuevo se sentía útil. Le daba la oportunidad de consolar a los acongojados cuando venían a encargar coronas y palmas. Les decía que su hombre no había vuelto de Francia. También le gustaba la floristería porque los caballeros con polainas y bastones entraban a comprar flores para colocarse en la solapa. Empezó a usar un poco de colorete. Parecía tan pálida entre las rosas…

Al quejarse Alma de dolor de muelas, la señora Maxwell, gerente de la floristería, le había recomendado acudir al doctor Baranov. En Richmond trabajaban varios dentistas, pero ninguno de ellos era recomendable. La señora Maxwell no entendía por qué tantas chicas modernas no eran más cuidadosas en la elección de sus dentistas. Si se le estropeaba una perla de su collar no iría a un joyero de Richmond High para que se la reemplazara. Iría a Londres, a Bond Street o Regent. ¿Y no eran los propios dientes más preciosos acaso que una perla?

El doctor Baranov le había causado una fuerte impresión a Alma desde el principio. Era completamente distinto a los jóvenes que siempre habían poblado sus sueños. Para empezar no era joven. Parecía tener por lo bajo cuarenta y cinco años. Su pelo y bigote estaban salpicados de plata. Sus párpados formaban pliegues allí donde la piel se superponía. Se podían adivinar sus penas y alegrías en las finas líneas que partían de su boca y en sus ojos celestes brillaba una mirada de profunda serenidad. Era extremadamente feliz con su trabajo.

En esa primera consulta había hecho sentar a Alma en uno de los sillones obteniendo con unas pocas preguntas corteses su historial dental. Habló de sus honorarios. Alma apenas escuchaba. Oía sólo la música de su voz, que era tan lenta y resonante como un preludio de Rachmaninov.

Estaba fascinada. Se sentaba con la espalda muy recta y sus manos enguantadas de blanco cruzadas sobre el bolso de cocodrilo, temiendo desmayarse de excitación si él llegaba a pedirle que se pusiera en pie. ¿Sería lo bastante rápido como para sostenerla? Y mientras se quejaba con la cabeza apoyada en su pecho, ¿podría sentir los latidos de su corazón?

—¿Está lista, señorita Webster?

—¿Lista?

—Para el examen… Por supuesto que si se siente nerviosa podemos conversar un poco más.

—Oh, no. Estoy lista, gracias.

—Perfecto. Veamos lo que hay que hacer.

En ese momento la cortina de terciopelo que estaba detrás del escritorio del doctor Baranov fue corrida por una enfermera, una mujer oriental de edad indefinida y facciones comunes, maquillada con meticulosidad y vestida con un uniforme celeste. Por sus modales solemnes no parecía ni la mujer ni la amante del doctor Baranov.

Detrás de la cortina había un sillón dental sobre un zócalo de mármol negro y rodeado de luces ajustables y aparatos dentales, además de un carrito de acero cubierto con una tela celeste. El doctor Baranov extendió su mano hacia el sillón con una sonrisa tranquilizadora. La tela celeste resultó ser un babero que extendieron sobre Alma cuando se sentó en el sillón. El carrito de instrumentos ya no estaba a la vista, y la enfermera tampoco. Sólo el doctor Baranov, ahora con una chaqueta de hilo blanco. Se acercó y permaneció mirándola con aire aprobador. Alma sostuvo su mirada sin ruborizarse. No estaba molesta. Sabía lo que era el sexo. Había leído a Marie Stopes.

—Por favor.

Alma lo miró a los ojos.

El doctor Baranov le señaló la boca.

—Ah, sí.

Mientras le insertaba el instrumento con la mano izquierda, Alma vio algo que brillaba a la luz de la lámpara: una alianza de oro. Pegó un respingo.

—Espero que no le haya dolido.

—No.

—¿Se siente bien?

—Perfectamente.

Debido al brusco movimiento, el doctor Baranov se había manchado la mano con el colorete de la mejilla de Alma. Ahora tenía una marca rosada sobre la alianza.

Alma se mantuvo tranquila. Probablemente la mujer de él estaría muerta, asesinada por los bolcheviques. O tal vez su frágil salud no había resistido el largo viaje al exilio después de la revolución. Pobre criatura. Y pobre doctor Baranov, solo con su pena en un país extranjero.

Alma sabía lo que era la tristeza. Ella también la había soportado durante cuatro años. Un lunes después de Pascua, en 1914, cuando tenía veinte años, había ido con su mejor amiga a pasear entre los narcisos de Kew Gardens. Ambas llevaban sombreros blancos con enormes alas blandas que se balanceaban al moverse. Habían ignorado las nubes de lluvia que colgaban sobre sus cabezas. Las primeras gotas pesadas atravesaron sus vestidos de algodón, cuando estaban sobre el lado oeste del lago, lejos de los edificios y de los invernaderos. Cuando comenzó el diluvio profirieron fingidos gritos de pánico corriendo bajo la lluvia hasta refugiarse bajo un árbol. Al llegar se miraron y empezaron a reír. Sus sombreros nuevos colgaban como flores marchitas.

De pronto quedaron heladas; alguien se había aclarado la garganta con discreción. Era un joven con gorra y tweeds que se hallaba del otro lado del árbol. Tenía un enorme paraguas, y era tan apuesto como el príncipe de Gales. Levantando su gorra se presentó como Arthur. Luego les ofreció acompañarlas hasta la salida si no les importaba apretarse un poco bajo su paraguas. Volviendo a reír, se situaron a ambos lados del muchacho.

Todavía llovía cuando llegaron a Victoria Gate. Arthur insistió en invitarlas a tomar el té en el salón del otro lado de la calle. Se sentaron junto a la ventana mientras la lluvia corría por los paneles de vidrio. Arthur les contó que estudiaba en Cambridge pero que en ese momento estaba de vacaciones. En su casa se aburría, así que casi todas las tardes iba a Kew. Al mencionar esto su mano rozó la de Alma. Por un instante ella sintió la presión de los dedos de él. Su pulso se aceleró.

Esa noche casi no durmió. Al día siguiente se puso su vestido rosa pálido con medias blancas de seda y tomó el autobús hasta Kew. Se paró bajo el mismo árbol. Y esperó allí dos horas. Recorrió los jardines buscando a Arthur hasta que sonó la campana. Estaba desolada. El viernes volvió a ir. Llovía y él no estaba allí. Empapada, lloró silenciosamente en el autobús de regreso.

Al llegar a su casa se dio un largo baño bajo el agua caliente, desilusionada con el amor, convencida de que el destino la privaba de la encantadora compañía de los hombres jóvenes. Cuando el agua se enfrió salió de la bañera y se puso una bata. Sonó el timbre. Era su amiga Eileen que quería saber si iría al ensayo del coro. Alma le dijo que estaba cansada tras su paseo por Kew.

Por amor propio y para satisfacer la curiosidad de Eileen, Alma inventó un cuento. En cierto modo se lo debía a Ethel M. Dell. Dijo que Arthur la había invitado en secreto a encontrarse bajo el árbol. Y que cuando llegó allí no había nadie a la vista. Luego le había oído llamarla con suavidad por sobre su cabeza. Estaba sentado en una rama del árbol. Saltando sin decir otra palabra y tomándola en sus brazos la había besado con salvaje pasión. Ella había quedado helada, pero en seguida su sangre se precipitó por las venas y sacando fuerzas de donde no creía tenerlas había logrado alejarlo. Pero no había escapado. Enfrentándose a él con los labios ardiendo y el pecho agitado, lo había avergonzado con la mirada. Con el rostro acalorado él se había disculpado diciendo que su belleza lo había trastornado. Era la primera vez que cometía un acto indecoroso, pero no podía asegurarle que no volvería a suceder, tan incontrolable era su pasión por Alma. Su honestidad la había sorprendido. Detrás de la fuerza bruta de su acción y del candor de sus palabras podía sentir la vitalidad del hombre circundándola. Se había calmado hasta el punto de dejarlo que la acompañara al salón de té. Allí Arthur le había pedido que fuera su pareja en el baile de Cambridge en mayo. Como hipnotizada por sus ojos ardientes, ella había aceptado.

Para darle más asidero a su fantasía, persuadió a Eileen a acompañarla al día siguiente a Gosling’s para elegir la tela para un vestido de baile. Eso alivió enormemente su desilusión.

Continuó con su engaño. A fines de mayo le contó a Eileen lo que había pasado en el baile. Arthur se había comportado de manera impecable hasta la madrugada, cuando en una barcaza, bajo el puente Magdalene, le había pedido que se casara con él, mientras rozaba la mejilla de ella con sus labios. En un súbito impulso, atrayéndolo hacia ella, le había entregado sus trémulos labios, casi olvidando decir que sí. Iba a ser un compromiso secreto hasta Navidad, fecha en que los padres de Arthur estarían de vuelta del Amazonas, donde estaban al frente de una misión.

Alma misma se sorprendió por su facilidad para inventar los detalles. Ya tenía pensado cómo explicaría la falta del anillo de compromiso en Navidad. Los padres de Arthur iban a desaparecer en la jungla. Arthur iría a rescatarlos y sería atacado por una enfermedad tropical incurable. O tal vez una flecha envenenada terminaría con él.

La vida real le proporcionó a Alma un argumento mejor. En agosto de ese año Alemania invadió Bélgica, y al día siguiente Inglaterra estaba en guerra. En todo el país miles y miles de jóvenes se alistaron. Los estudiantes de las universidades abandonaron sus carreras para pelear por el Rey y la patria. En la mente de Alma no existían dudas de que Arthur estaba entre ellos. En septiembre le dijo a Eileen que acababa de recibir una carta desde Francia. Arthur estaba en los Fusileros Reales. Se daba cuenta de que podía terminar el engaño cuando quisiera alegando que Arthur era uno de los caídos, pero no tenía ganas de hacerlo. Quería ser una de las valerosas mujeres que rezaban por la vida de sus hombres. Tejía pasamontañas para la Cruz Roja y les dijo a los miembros del comité local que la haría feliz que el marido o el novio de alguien se sintiera consolado en las trincheras por su esfuerzo. Cuando uno de ellos le hizo la pregunta, contestó sin vacilar que el hombre con el que estaba comprometida se encontraba muy lejos.

Y mientras promediaba la guerra, Arthur adquirió una distinción tras otra en el servicio. Estuvo dos años en las trincheras. Alma le concedió la Cruz Militar por su valentía en Neuve Chapelle. A fines de 1916 lo trasladó a la Real Fuerza Aérea, donde al mando de una escuadrilla realizó varias incursiones arriesgadas sobre Alemania. Una de las señoras de la Cruz Roja tenía un hermano que trabajaba en Handley-Page y le preguntó en qué tipo de avión volaba Arthur. Alma contestó que nunca mencionaba esas cosas en sus cartas. Escribía con pasión sobre los pocos y preciosos días que habían pasado juntos en Inglaterra antes de la guerra. En lo único que pensaba era en volver a casa para casarse.

Alma esperaba el armisticio con tanta ansiedad como los demás, pero cuando llegó, se dio cuenta que Arthur todavía estaba vivo. Eileen estaba encantada por los dos. Quería saber cuándo fijarían fecha. Alma consideró el asunto. Dijo que tal vez las cosas se atrasaran un poco. Arthur se encontraba en el hospital sufriendo de la gripe que asolaba Europa. En su carta se la había descrito como un caso leve, pero molesto.

Cuando Eileen volvió a ver a Alma, estaba de luto. Se comportaba con mucha valentía.

Alma sintió la muerte de Arthur de una manera que nadie podría entender. En su vida había un vacío. La gente era amable con ella.

La alentaban a salir más. Estaban en otra era, en la que los placeres eran públicos. Cines, salones de baile y clubs nocturnos aparecían por todos lados. Alma todavía era joven, pero se sentía como perteneciente a otra generación. No estaba lista para los años veinte. Los hombres jóvenes no la impresionaban.

—Abra un poco más, por favor —pidió el doctor Baranov—. Dígame si le duele.

Estaba segura de que no le dolería. El doctor Baranov era un maravilloso dentista. Sería un maravilloso amante, también.

—Algunos de mis pacientes me piden que los anestesie… con cloroformo, ¿sabe?… pero trato de convencerlos de que de esta manera no sentirán dolor.

El doctor Baranov pertenecía al mundo de los dignos años de la preguerra. No lo verían jamás en un baile público. Su ambiente era el de las cenas privadas, donde su conversación seguramente brillaría como cristal tallado. Todo lo que decía parecía resaltar al ser pronunciado con esa voz sonora. Para ser ruso dominaba muy bien el idioma. No se podía adivinar que era extranjero. Alma suponía que él había recibido una educación de aristócrata, casi con seguridad a cargo de un preceptor inglés.

—En el Strand hay un dentista —comentó el doctor Baranov—. Un norteamericano. Se especializa en trabajos de coronas y puentes. Todas las semanas hace propaganda en The Stage, el periódico de los actores. En su anuncio incluso publica una lista de sus pacientes más ilustres, los actores y actrices que han pasado por su consultorio. Supongo que lo hace con su permiso, así que no puedo objetar nada, aunque yo por supuesto no lo haría. Le prometo que no encontrará su nombre en el periódico de la semana próxima. Lo que sí encuentro mal en sus anuncios…, y en otros como ese…, es el eslogan que dice: Sistema Norteamericano Indoloro, como si por alguna misteriosa razón los norteamericanos fueran los únicos capaces de tratar a sus pacientes sin causarles dolor. Le contaré el secreto del «sistema norteamericano indoloro». Se trata de nuestro viejo conocido el cloroformo, señorita Webster. Personalmente yo lo uso como último recurso. Si se tiene cuidado se puede trabajar sin causar dolor. ¿Quiere enjuagarse, por favor?

Pusieron un vaso de agua en la mano de Alma y la enfermera le alcanzó un bol de porcelana.

—Echemos otra mirada —sugirió el doctor Baranov.

Alma le creía. Era incapaz de lastimarla. Podía sentir la leve presión del muslo y estómago de él contra su brazo derecho cuando se agachaba para examinarla. Trató de no poner tenso el brazo. Tarde o temprano tendría que encontrar alguna manera de hacerle saber que era el hombre más adorable que había conocido.

—Si me permite, algunas de las cosas que se hacen en nombre de la odontología son intolerables. Recuerdo haber leído algo antes de la guerra sobre un médico de Holloway que asesinó a su mujer. Un tal Crippen. No creo que usted lo recuerde. Supongo que en esa época usted aún llevaría trenzas. Pero produjo un cierto revuelo porque cuando la policía llegó a la casa… creo que los vecinos hablaron del asunto… el doctor Crippen y su… si me perdona la expresión… amante, se asustaron y compraron unos pasajes para el Canadá. La joven, Ethel no sé cuanto, se vistió como un muchacho y Crippen se afeitó el bigote y se quitó las gafas pretendiendo hacerse pasar por su padre. El disfraz no debió de ser muy convincente, porque el capitán del barco los descubrió durante el primer día de viaje. Mandó un mensaje y Scotland Yard envió un hombre en un barco más rápido para arrestarlos al final del viaje: el inspector Dew. Enjuáguese, por favor.

El doctor Baranov arregló la luz mientras la enfermera mezclaba una pasta para rellenar la cavidad. Volvió a acercarse.

—Está casi listo. Supongo que se estará preguntando qué tenía que ver el doctor Crippen con la odontología. Bien, antes de ese asesinato, él era socio de un norteamericano. Se hacían llamar «Los Especialistas Dentales de Yale». Crippen era médico, así que cuidaba el negocio y ayudaba de vez en cuando, y Ethel era la enfermera. Ethel sufría de agudos dolores de cabeza, neuralgias. Y este es el punto clave de la historia. Decidieron que el dolor era causado por sus dientes, así que se los extrajeron. Veintiún dientes de una vez. La pobre chica no era mayor que usted en ese momento. Fue un acto criminal. Me gustaría poder recordar el apellido de ella. Era algo exótico.

Alma trató de decir «Le Neve» sin mover la boca.

—Sí, señora Webster. Sé que es molesto. Aguante un poquito más.

Alma recordaba el caso Crippen. Había ocupado los diarios durante semanas. Fue en 1910, cuando ella tenía diecisiete años y solía leer a Ethel M. Dell. El caso la había afectado mucho. No había podido evitar sentir pena por los dos fugitivos recorriendo la cubierta de ese barquito durante diez días con su patético disfraz, mientras gracias al ojo agudo del capitán y al milagro del telégrafo cualquier tipo que pudiera leer un diario sabía que el inspector Dew estaría esperándolos en Toronto con las esposas listas. Había llorado por ellos cuando supo la noticia del arresto, tratando de pensar si hubiera podido enfrentar ese momento con dignidad y amor. El amor, y sólo el amor, podía haberles dado fuerzas.

—Ya está —el doctor Baranov extrajo los instrumentos de su boca. Trate de no masticar con ese lado esta noche. La enfermera le dará la próxima cita. ¿Pasa algo?

—Iba a decirle que el apellido de la mujer era Le Neve, Ethel Le Neve.

—Así es. Tiene una memoria excelente.

—El caso salió en todos los diarios de Inglaterra.

—Sí, lo recuerdo.

—¿Estaba en Inglaterra en 1910?

—He estado aquí toda mi vida —sonrió el doctor Baranov.

—Pero…

—Creyó que era ruso, ¿no? Es una suposición razonable y no es la primera que lo piensa. El nombre de mi padre era Henry Brown. Trabajaba en los music-halls como equilibrista —hizo una representación veloz, con los brazos extendidos—. El Gran Baranov.

Alma estaba estupefacta.

—¿Así que es inglés?

—Me bautizaron Walter Brown. Oiga, está usted muy pálida.

—¿Su padre se hacía llamar Baranov en el music-hall?

—Y yo lo adopté para mi profesión. En mi trabajo es una ventaja tener un nombre que suene a extranjero. Los ingleses no creen que un dentista pueda ser bueno si se llama Walter Brown.

Alma estaba sin habla.

—Está frunciendo el ceño —afirmó Baranov—. Lo que hice es perfectamente legal, se lo aseguro. Para mi padre no era más que un nombre de teatro pero yo decidí legalizarlo. Estaba por casarme y mi futura esposa lo aprobó, ya que ella también trabajaba en el teatro. Lydia Baranov… ¿no es un nombre para una actriz, no? Tal vez haya oído hablar de ella. Es bastante conocida.

Así que su mujer estaba viva… Alma se sintió mareada. Tenía que salir de allí. Se alejó de él y cruzó la habitación a tientas, y las lágrimas le nublaban la visión. La enfermera sujetó la puerta para que pasara y le entregó una tarjeta con la fecha de su próxima visita.

Una vez en la calle Alma la rompió y arrojó los pedazos al desagüe más cercano.