XIV

El baúl

Quería yo que viniera Soleá con nosotros a ver al Cantueso, pero no lo conseguí. Ella dijo que había ciertas malquerencias entre el Cantueso y su marido.

En todo caso, fuimos Laury y yo, y el viejo gitano, después de decir que tenía la canal maestra demasiado seca y que le caería bien un trago, mandó a buscar media docena de botellas de manzanilla a nuestra salud y por nuestra cuenta «si no había inconveniente». Añadió que sólo con tres o cuatro traguitos en el alma podía comenzar a ver claro, lo que no me extraña, porque ha habido pueblos sabios como los alemanes, que en los tiempos de Tácito trataban las más graves cuestiones dos veces: una sobrios y otra borrachos.

Después de decirle yo lo que sucedía y beber él media botella, me explicó que necesitaba Clamores un solícito y un procura, este último que le fuera al Lagarto con las noticias que Clamores me daba en la carta, antes de que se vieran por la noche.

—De otra manera —dijo el Cantueso secándose los bigotes con el dorso de la mano— puede suceder un desavío.

¡Qué razón tenía! Pero yo no podía haber evitado nada de lo que sucedió, como se verá luego.

Incidentalmente la desgracia de Curro le parecía al Cantueso una catástrofe peor que el diluvio universal y, sin embargo, natural e inevitable. (Como el diluvio, también).

Así lo dijo, muy serio. Porque los gitanos son solidarios entre sí y cuando uno de ellos pierde un ojo, se quedan todos mohínos por algún tiempo, como el otro ojo del que lo ha perdido.

Aunque yo, la verdad, cuando veo cosas como esas (una paloma agrediendo a Curro), creo todo lo que dicen y hacen los gitanos por mucho que mi Bato Loco se quiera burlar. Como la risa habitual de Laury ofendía un poco al gitano, este se dirigió a mi esposo y le dio una verdadera conferencia. Yo lo escuchaba y miraba a Laury como diciendo: ¿Qué te parece? Lo más curioso fue que el Cantueso sabía mucha historia del mundo gitano y conocía el caso del librero de Logroño del que hablé en mi tesis. Y decía que la amante gitana que salió ilesa de la batalla, y se llevó a su amante prisionero, sin que se volviera a saber nunca nada más de él, vestía un traje de faralaes, pero con pequeños bolsillos de cuero prendidos en la falda, y en cada uno de ellos llevaba el corazón ya seco y amojamado de un amante muerto, que no eran pocos. Tal vez el corazón del librero de Logroño pasó a ocupar su puesto en la falda.

—Esto de la cubrición de la gachí por el manús —añadía el Cantueso—, se trae mucho intríngulis. Lo primero es el encastar, porque para desligar el maleficio que se pone en el encaste, hace falta mucho de aquí (se señalaba la cabeza).

Viéndonos a los dos en silencio y sin acabar de entender, el Cantueso dijo, como dudando, que nuestro magín se calentaba despacio y se enfriaba por el respective (esto no lo entiendo), y que con permiso se iba a beber el resto de la botella antes de aconsejar lo que debía hacer Clamores.

Me dijo que yo debía llevar a Clamores a verlo, pero ella se negaba, no había tiempo para convencerla y las cosas iban a suceder aquella misma noche. ¡Y qué cosas, profesor!

Faltaban sólo algunas horas y desde Sevilla al pueblo donde vivía el Cantueso cerca de Carmona, había demasiado camino.

Por otra parte, yo comenzaba a pensar, desde que Clamores me había convencido en su carta de que Lagartijo la quería, que todo se resolvería bien. Lo de la Zegrí era tal vez jarabe de pico, igual que lo de Clamores con el Cínife. Jarabe de pico, es decir, un intercambio de vanas apariencias. Porque a pesar de la mala fama, como he dicho otras veces, los gitanos y las gentes influidas por ellos, pueden ser muy square.

He visto ejemplos de castidad realmente obscenos.

De lo que no hay duda es de que los gitanos viejos saben más que nosotros sobre el tejemaneje (así dicen ellos) del martelo. Y como el Cantueso veía que Laury seguía escuchando escépticamente (y el escepticismo de Laury puede ser terriblemente insultante, aunque esté callado), el gitano volvió a la carga, y aunque me hablaba a mí, lo hacía para que le oyera él:

—El incite al amor no es cosa de risa. Hay la provocación (hembra) y el aguijón (macho), el apetito de ida y vuelta, porque se da en los dos, la tentación que es a la recíproca y que se manifiesta con el toque, luego con el impulso (del hombre) y el rechazo con hostigamiento (de la hembra), el incentivo aumenta entre los dos, luego viene la ahincadura callada que llega después (todo sin hablar), y los dos pares de ojos que comienzan a echar chispas. Ella se levanta de cascos y entonces el hombre se pone salamero, es decir, dulce (del árabe shala, miel) y envolvedor y comienza el salirse la hembra de escuadra y el declive sesgado. Entonces la cosa está lista para el cubrimiento, que no es cosa sino de hambre atrasá y encendida. El amor viene después con la costumbre y el agradecimiento de la carne por la carne. Eso es.

Mi marido escuchaba como quien oye llover, aunque yo le traducía los pasajes más originales. Estaba Laury envuelto en su indiferencia cargada de hilaridad.

Cuando salimos, Laury volvió a su risa: «¿Quieres decirme —preguntaba—, qué hacen esos tipos en la vida? ¿Para qué han nacido? ¿Para qué han nacido el chimpancé y el cocodrilo? ¿Y la vieja duquesa?». Y seguía riendo.

Abrió la ignición en el coche dispuesto a volver a Sevilla. Yo le dije, un poco resentida:

—Tú no entiendes, Laury. El amor es una cosa seria. ¡Por el amor dan vueltas las galaxias en sus órbitas!

—¿Y qué necesidad hay de que giren las galaxias? ¿El orden del universo? Ese orden me tiene sin cuidado, como todo lo que no depende de mí.

—¿Y Dios? —dije yo, gravemente—. Hay que conducirse bien.

—Y eso, ¿en qué consiste? Unas iglesias dicen una cosa y otras, la contraria. Y la verdad es que hagamos lo que hagamos, nunca podremos salir de la fatalidad que lo preside todo.

Yo me quedaba dudando.

—Bueno, lo que es eso…

Viéndome confusa, Laury reía una vez más. Yo pensaba a veces que a Dios debía gustarle aquella risa, no sé por qué. Como debe gustarle la de los niños. Otras veces creía que era satánica, tampoco sé por qué. Añadía Laury: «Por un lado dicen que Dios es implacable. Por otro que su misericordia es infinita. ¿En qué quedamos? Cada uno hace uso de él según sus necesidades de misericordia o de justicia. Lo único seguro es que hay que dar dinero al cura protestante, católico o budista». Y reía otra vez, el condenado. Reía como un loro oyendo la gaita, o un ángel, un hereje, o un santo, o un sabio, o un loco. El caso es que a pesar de todo yo lo quiero, y que su risa me da escalofríos gustosos a lo largo de la columna vertebral. ¿Estaré yo endemoniada?

Él dice que sí, en broma, pero mis padres eran también presbiterianos, de la iglesia escocesa, de esos que creen que oír música es pecado. Nos quedamos callados. Lejos se oía croar una rana y después se oyó el uh-uh temprano de un búho. Pasábamos por tierra de olivares y a los búhos les gustan los ratones de los olivares y también las aceitunas.

Con un hombre como el mío no hay manera de tratar en serio problemas como el de la paloma y Curro, aunque el de Clamores y Lagartijo le ha llegado al fondo del alma, como se verá luego.

En aquel silencio que comenzaba a ponerme melancólica, la luna apareció grande y amarilla y cerca de nosotros se oía un grillo. Yo pregunté, como tantas otras veces:

—¿Qué piensas?

—He pedido por teléfono fotografías de las marcas estelares de las islas de Pascua, en Chile. No creo que tarden en llegar más de quince días, en avión. He dado la dirección de Las Palmas.

Tenemos habitaciones reservadas en un hotel en Canarias, como creo haber dicho.

Pero a mí todo eso de la Atlántida me tiene ahora sin cuidado y al duque le interesa, pero creo que recela de nosotros y nos considera tal vez un poco incómodos. Y le sobra razón.

El coche volaba por la carretera desierta. Es lo bueno de algunas carreteras españolas, que están a veces desiertas. Más a menudo que en otros países, al menos. Confieso que, a pesar de mi amor por Laury, pienso a veces en él como en un bandido desalmado, hereje, campeón de todos los diablos en las olimpíadas del infierno, pero cuando lo recordaba en el bar 1-2-3 poniendo en la gramola «Aniversario», de Marlene, para hacerle al doctor Blacksen más llevadera su melancolía, no podía menos de exclamar: «Oh, my darling!». Porque en el fondo Laury es bueno. Lo difícil es llegar a su fondo, claro. Hay que pasar antes bajo las horcas caudinas pisando la mandrágora que crece debajo de los ahorcados.

Al llegar aquí (usted sabe, que escribo estas cartas en varios días, así es que hay trozos de la realidad de una página en los que no puedo presentir lo que escribiré en la próxima, según el suceder de los días y los acontecimientos), al llegar aquí, digo, no tengo más remedio que cambiar de acento. Es como lanzarse de cabeza al pozo, igual que Soleá.

Las cosas que sucedieron aquella noche fueron las más inesperadas de mi vida. ¡Qué razón tiene usted cuando dice que la tarea más difícil es hacer verosímil la realidad! Porque raras veces lo es. ¿Es verosímil lo que Soleá contaba del fondo del pozo? ¿Lo es la prisión voluntaria de su padre, por más de veinticinco años?

¿Era verosímil la proposición amorosa que me hizo el duque o lo que pasó entre Curro y Quin la noche del velorio? ¿Y los cuentos verdes que contaban los que acompañaban en su dolor a Soleá y a Juanito junto al cadáver? Lo que sucedió aquella noche en casa de Clamores está mucho más lejos de toda posible lógica.

Sin embargo, lo que voy a contarle es la pura verdad y lo he presenciado yo. Es decir, lo he comprobado yo. Porque presenciarlo no lo presenció nadie.

Por el momento, Lagartijo III está en la cárcel.

He ido a verlo con Laury, que tampoco puede comprender y que ha adelantado la fecha de nuestra salida para Las Palmas. Se puede calcular la gravedad de lo sucedido si le digo que Laury lleva más de cuarenta y ocho horas sin reírse.

Después de varias horas de hablar con Lagartijo III y con el duque que lo conoce bien, y con algunas vecinas de la casa de Clamores, he llegado a las siguientes conclusiones. Es decir, a una manera que yo considero exacta de entender los hechos. De esas conclusiones puedo responder, porque tenía toda clase de antecedentes por mis conversaciones previas con Clamores. Aunque la evidencia completa no podría ofrecerla, claro.

Lo sucedido fue, sin embargo, como lo voy a contar.

La noche en que Lagartijo iba a ver a Clamores, ella estaba muy nerviosa, como se puede suponer. Fingió una carta del Cínife diciéndole que la esperaba «dónde ella sabía». Como el Cínife no sabe escribir y cuando tiene necesidad de hacerlo escribe otro por él, no existía el problema de la identificación de la letra, que ella disimuló.

Clamores dejó la carta encima de la mesa, bien visible. A las nueve de la noche perfumó el aire del cuarto con un aroma que decía Lagartijo que era especialmente encalabrinador, dejó el cuarto en desorden, un sostén por aquí, un par de medias por allá, como si hubiera tenido que salir deprisa, y buscó un lugar donde esconderse. Se metió en un closet —cuartito ropero—, volvió a salir pensando que su marido lo abriría, como es natural, luego en el armario de luna donde cabía ella de pie, pero también le pareció infantil. Y oyéndole subir las escaleras miró alrededor, muy nerviosa, y sólo se le ocurrió abrir un baúl de esos que llaman de camarote, con cierres metálicos, donde ella suele llevar sus vestidos de bailaora, y meterse dentro. Al cerrar lo hizo despacito, para evitar el ruido, porque estaba oyéndose la llave de la cerradura en la puerta.

Lagartijo estaban entrando en la casa.

Acurrucada Clamores en el baúl, escuchaba conteniendo el aliento. Quería saber cuáles eran las reacciones del amado. Y de veras la pobre debió darse un festín, porque según el mismo Lagartijo me contó, aquello fue para él la más grande mortificación y descalabro de su vida. Un choque y una amargura muy honda, con la desazón de los celos. Así es que Lagartijo leyó la carta del Cínife y comenzó a dar voces y a echar espuma por la boca:

—Ah, este Mosquito viejo cabra, hijo de la gran cerda y esa puta pasada (quería decir cancelable), que no vale sino para menear las caderas en el tablao, esa vieja que le he matado la carpanta mil veces, juro por esta que las va a pagar todas juntas. (Y seguía dando golpes contra las paredes y rompiendo sillas a puntapiés). Que la corrida de Sevilla me importa a mí un carajo y juro que me las va a pagar y al duque y a la puta de su madre, que se los lleven con el empresario a la sacramental.

Siguió dando golpes y voces, y por fin, cogiendo la carta del Cínife se la guardó en el bolsillo y salió dando un tremendo portazo y jurando que se la iba a hacer comer al cantaor. Bajaba las escaleras de dos en dos y de tres en tres y decía que a ella y al Mosquito les iban a cantar el gori-gori antes del alba. Esto lo declararon después los vecinos.

Entonces Clamores bien contenta y satisfecha, fue a salir del baúl para llamarlo a él desde la ventana, pero aquí llega el Gran Baro con sus maldades. Al cerrarse el baúl camarote, que estaba forrado de metal, y cuyas junturas ajustaban muy bien para que las polillas no entraran y para que los perfumes de los vestidos no se desvanecieran, resultó que las grapas de la cerradura se habían ajustado ellas solas, porque estaban sólo abiertas a medias, y una vez cerradas, el baúl no se podía abrir por dentro. Y aquí comenzó la tragedia. Allí estaban todos los mengues convocados por los achares recíprocos del torero y la bailarina.

La pobre Clamores se había dado el gran placer de su vida oyendo a su marido hecho un basilisco de rabia. La gran fiesta de su vida de mujer encelada, según las leyes humanas y diabólicas.

Pero ahora no podía abrir el baúl. No podía salir.

Y aunque dio voces nadie la oía, porque el baúl estaba cerrado herméticamente y acolchado por dentro, con sedas de lujo, que todas sus amigas se lo envidiaban. No era un baúl cualquiera, sino el baúl de los periplos de Ulises, el cofre de los peregrinos antiguos, a lomo de camello, el mundo —porque también lo llaman así— de las emigraciones definitivas, la valija sellada de los embajadores del Pakistán y hasta las alforjas (todo junto) de los excursionistas. Aunque hay excursiones para las que no hacen falta alforjas, según dicen. Y esta era —¡horror!— una de ellas.