Pamemas
La cena estuvo bien. Los dos hombres hablaban nada menos que del remoto pasado de Andalucía. Yo lo había planteado con el libro de Schulten y ellos se apoderaron del tema y no lo soltaron ya. Además no me dejaban intervenir en favor de Schulten, porque según decían sus puntos de vista, eran disparatados tratando de situar la Atlántida entre Cádiz y Portugal.
—La Atlántida —decía Javier— era más grande que Australia y estaba entre las Azores y las islas Canarias.
—Pero Schulten estuvo buscando en las marismas de Cádiz —decía yo.
—Donde buscaba Schulten no podía encontrar nada, porque eran terrenos del período terciario.
Ahí yo tuve que callarme, porque no sé nada de geología. En cuanto a la duquesa, estaba comiendo como nunca he visto comer a nadie. Repetía de todos los platos. ¡Y luego dicen los médicos que es malsano comer demasiado, cuando se es viejo! La duquesa debía andar en los ochenta, por lo menos, y no ponía atención a lo que se discutía, sino a los alimentos y a los vinos. De vez en cuando miraba de soslayo a su hijo y decía con la boca llena:
—Pamemas.
Creo que es el nombre de unas islas sumergidas con la Atlántida, o tal vez sin sumergir, en el archipiélago canario, porque hay multitud de islas de esas. Y ellos hablaban de la Atlántida en aquel momento. Pamemas. ¿Las islas Pamemas?
A Laury le ha interesado siempre esa cuestión, como suelen interesarle todas aquellas cuyo esclarecimiento histórico es punto menos que imposible. Ahí parece que se sentía fuerte y contra lo que yo esperaba, también lo estaba Javier, el duque. Me alegré mucho de que tuvieran algo en común.
Los dos creen que la mitología griega es histórica y no legendaria y que tiene mucho que ver con la Atlántida. Cuando es leyenda (como Atlas sosteniendo el mundo a sus espaldas), es pura metáfora basada en un hecho real: Los atlantes dominaban el planeta entero y su cultura irradiaba por Oriente y Occidente, por el Norte y el Sur hasta encontrarse consigo misma en los antípodas.
En cuanto a la mitología, es historia y la parte histórica que llega por vez primera documentalmente a nuestros días, según Laury, es la batalla de los titanes con los dioses, que está pintada en las techumbres de todos los palacios del Renacimiento y en no pocas iglesias.
—¡Pamemas! —repetía la duquesa oyendo a su hijo.
Esa batalla se produjo entre los titanes (los de la Atlántida) y ciertos visitantes de fuera de nuestro sistema solar. Más tarde los dioses, vencidos, destruyeron la Atlántida desde el outer space, y los griegos, que habían contribuido a apoyar a los dioses contra los titanes atlantes ya que eran sus sometidos y Grecia una de tantas colonias rebeldes, tuvo con Egipto (otra colonia sometida, pero rebelde también) una gran parte de la gloria de los victoriosos.
Yo quería desinteresarme de aquella discusión y pregunté a la duquesa si el peinado que llevaba era de aúpa.
Ella me miró, displicente y sorprendida y no respondió.
En cuanto a la llegada de «dioses» a la tierra, decía el duque, hay testimonios de todas clases. El último libro «charriot of the Gods», de Erich von Daniken, lo dice con documentos a la vista. Eso repetía Javier. Su madre seguía comiendo y me miraba a mí para repetir:
—Esa sí que es una discusión de aúpa.
Yo no sabía qué pensar. Pero Javier estaba fuerte en la materia y decía que en los capítulos 1 y 3 de Ezequiel, en el Antiguo Testamento, se habla de naves extraespaciales. Y en el Génesis, 6, se dice que los hijos de Dios tuvieron conocimiento (sexual) con las hijas de los hombres. Es lo que hizo Poseidón en La Atlántida, según Solón, el griego, aprendió de labios de los hombres más viejos de Egipto. Eso dice, nada menos, Platón. El hecho de que los dioses fueran de la misma naturaleza física que los titanes no es raro, porque el duque creía en la teoría del panesperma. Es decir, creía relativamente, ya que, ante todo, era buen católico.
Laury, que había bebido un poco, escuchaba con interés y a veces con pasión, pero la que escuchaba con los cinco sentidos era yo. Nunca pude imaginar que el duque supiera tanto. Celebré que coincidiera en materia histórica con Laury, porque en todo lo demás eran opuestos y antípodas, como se puede suponer entre un yanqui y un andaluz.
Javier decía que en las islas Canarias y más concretamente en el lugar llamado Fuente de la Zarza, cerca de La Palma, hay signos misteriosos tallados en la roca que datan, según la prueba al carbono 14, de más de quince mil años. Es decir, mil quinientos antes de la desaparición de la Atlántida. Eso dice el duque.
De fechas parecidas son las señales famosas de las islas de Pascua, en Chile, y también las que fueron descubiertas en México en 1935. Ha habido más ciencia que ahora, en el pasado. No se puede concebir —decía el duque—, que los sumerians que levantaron las pirámides de Egipto, tuvieran cinco mil años antes de Cristo, por sí mismos, los cálculos de la dinámica mecánica de nuestros días sin los cuales esas pirámides no podían haber sido construidas nunca.
—Yo me pregunto —decía el duque— de dónde venía toda esa sabiduría que poco después perdieron y que era la misma que permitía a los primitivos aztecas levantar pirámides también monumentales y hacer lo mismo a los indios del Mississipi y a los arquitectos del imperio Inca en Machu-Pichu.
Yo miraba el florero en el centro de la mesa y volví a hablar de las amapollas con entusiasmo, pero se oyó una risita cerca del trinchero —Jeromo—, y la duquesa me corrigió:
—Amapolas. Amapolas.
Expliqué yo que en italiano era amapolas y que así como en ese idioma el-la y bel-la se pronuncia en español ella y bella, yo creía que con las amapolas era lo mismo. El duque me miró con una especie de ironía contenida y volvió al tema de la Atlántida:
—La Atlántida fue anterior al diluvio, naturalmente.
Añadía que el arca de la Alianza alrededor de la cual bailaba David, contenía documentos anteriores al diluvio también y tenía que ver con la Atlántida. Laury a veces se mostraba un poco escéptico, sólo por estimular al duque, creo yo.
Y decía:
—Bueno, todo eso y lo de los cíclopes con un solo ojo en la frente son cosas difíciles de tragar.
—No, señor. Esos Polifemos como los llama Góngora, existían y eran barcos gigantescos que vigilaban las islas sicilianas y que se decían gigantes de un solo ojo, porque llevaban en la proa, por la noche, una enorme linterna para orientarse entre sí. Y pelearon en favor de los griegos y por lo tanto de los dioses. Fue poco antes del hundimiento de la Atlántida. Los guanches de las Canarias son los únicos supervivientes de aquel tiempo glorioso, y son producto de la relación de los dioses extraespaciales con las mujeres de la tierra. Por eso son gente esbelta, hermosa, tranquila y, por ejemplo, en amores, nada celosa. Los dioses trajeron la sabiduría máxima (no hemos ido más lejos todavía hoy) y la electricidad controlada y los rayos magnéticos y Zeus-piter era el jefe de todo aquello. Zeus-dios, piter-padre, según el sánscrito: Júpiter. Luego se perdió todo eso, pero no del todo. La medida del tiempo de los Incas y de los Egipcios es la misma. El calendario maya y el egipcio son iguales. La medición del año, la misma. Y los atlantes hablaban ese idioma desaparecido que nos hace falta hoy para reconstruir la unidad antigua. Porque antiguamente había más unidad en el mundo que ahora.
Aquí el duque parecía perder la calma y se levantaba y salía y entraba con papeles y libros llenos de marcas y señales, y cintas colgantes. Se veía que todo aquello daba sentido a su vida.
—¡Pamemas! —repetía la duquesa y señalando las flores me gritaba como si yo fuera sorda:
—¡Amapolas! ¡Se dice amapolas!
Laury hablaba otra vez de que las dos vueltas al planeta le habían hecho ganar al duque dos días, a pesar de todo, pero Javier decía, cubriendo sus palabras:
—¿Por qué, sino por irradiar de la Atlántida toda la civilización de hace quince mil años, se encuentra la misma arquitectura ciclópea alrededor del mundo? Las armas primitivas como el arco y la flecha eran las mismas en todas partes y las otras, como armas de fuego y rayos magnéticos, se las reservaban los dioses. Además hay, por ejemplo, en la tierra de los mayas más de trescientas palabras griegas con el mismo significado que en Grecia, y entre los quechuas palabras que se usan hoy en Europa y en Inglaterra. Entre los indios del Mississipi hay pirámides y centenares de palabras iguales a las del arameo y otras lenguas de Mesopotamia. ¿De dónde venían?
—Sí, claro —concedía Laury un poco bebido—, pero en cuanto a sus viajes alrededor del mundo…
Yo pensaba en eso de que los puros guanches, a quienes llaman tontamente indios, no tengan celos pasionales. Si es verdad —que lo dudo—, ¿cómo es posible que los hombres y las mujeres de Tartesos que fueron la colonia más próxima de los atlantes, sean hoy tan mortalmente celosos? ¡Hay mucho que aclarar en todo eso!
Fue a levantarse otra vez Javier en busca de más papeles, pero la duquesa le puso la mano en el brazo:
—Mira, cuando te entra er hormiguillo de la Arlántida te pones que no te aguanta ni el Manús de la Jeró.
Era como si hubiera dicho el Baro Mucha Lacha o el mismo Bato Loco, expresiones arcaicas cuyo sentido yo creo conocer mejor que nadie entre los payos y que tal vez (yo no aseguro nada) procedan de los atlantes. Aunque Bato en griego quiere decir tartamudo.
La viejita no gustaba al parecer de discusiones como aquella. Yo creo que estaba impaciente por salir a danzar a la luz de la luna frente a las cochiqueras de aquel Gran Verraco, que me recordaba al tío de Curro. Pobre Curro.
Yo creo que si continuara mucho tiempo en Andalucía, me dejaría influir también por estos tartesos, que eran sin duda los nietos de los atlantes en tiempos de Salomón, y que tienen un cierto encanto inconfundible.
Laury y Javier seguían discutiendo. Nunca pude sospechar que Laury, aunque es hombre de sólida cultura, supiera tanta prehistoria. Le oía hacer preguntas a Javier, pero siempre con el aire y el acento del que conoce la respuesta exacta. Y era con esas cuestiones con las únicas que no soltaba a reír a carcajadas. Fuera del mundo prehistórico todo le salía por una friolera (esta palabra es pariente de otra que llaman fruslería y creo que es una fruta silvestre como el bledo). Todo le salía por una fruslería, menos yo, claro.
—Las señales de las islas de Pascua y de las Canarias como las pirámides de Egipto y las tallas ciclópeas de México —decía Javier—, eran señales para los astronautas que vinieron y establecieron en la Atlántida sus laboratorios. Desde allí impusieron su idioma, difundieron su ciencia y gobernaron durante algunos milenios el mundo. ¿Qué le parece?
Parece que el alcohol le afectaba por el lado antediluviano. Pregunté yo de dónde venía el nombre de las Islas Canarias. ¿Es que los antiguos encontraron allí muchos canarios? Mis amigos soltaron a reír, y Javier explicó:
—Era que encontraron muchos perros, del latín canis.
La duquesa, francamente impaciente y deseando marcharse, dijo:
—Ya están otra vez con la murga.
La murga es una orquesta con un bombo (aquí aparece el pariwata de donde viene paria y paripé, según Borrow, que es como siempre la gran autoridad). Pero yo volvía al tema de los celos y veía, en los cortos silencios meditabundos de Laury, que él seguía dando vueltas alrededor del mundo mirando el frutero y haciendo circular a veces en su torno el salero mientras que unas veces creía que Javier había perdido dos días y otras que los había ganado. Lo que le confundía era eso de que hubiera hecho el viaje en la misma dirección del sol o en dirección contraria.
Las explicaciones que le dio Javier cuando le preguntó, no le convencieron, porque el mismo Javier dudaba. Yo pensaba que, aunque los hubiera ganado, no los había vivido. Entonces, ¿de qué le servían? Ahí veía Laury, según me dijo más tarde, el misterio del tiempo, es decir, de nuestra relación con el tiempo. Se podía tocar ese misterio como el salero circunvalador.
Cuando Laury le explicó con el ejemplo del salero la razón por la cual había perdido dos días, yo, pensando que tanta insistencia resultaba demasiado, me puse a hablarle a la duquesa de los indios guanches que no tienen celos, y ella me respondió con una copla, lo que no me extrañó, porque era una señora muy andaluza:
Por el humo se sabe
dónde está el fuego…
Y el mayordomo que iba y venía, añadió por lo bajo cantando con aire de seguiriya manchega:
cuando el amor es fino
no faltan celos.
La duquesa alzó la cara:
—Cállate, zopenco.
El mayordomo sonrió, afable se inclinó y dijo:
—Con permiso de la señora.
Porque aquí, en Andalucía, nadie se ofende si el que insulta es un anciano con título del reino o sin título ninguno.
En eso, en su respeto por la vejez, los nietos de los tartesos son mucho mejores que nosotros, lo reconozco.
Y el insulto de la duquesa, más que señorial era —yo diría— casi maternal. Por eso el mayordomo en lugar de ofenderse, sonreía y se inclinaba, agradecido.