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Lagartijo promete volver al hogar

Fuimos a vestirnos otra vez para la comida, pero antes estuvimos más de una hora en la sala de la zambra frustrada, con Lagartijo y la Zegrí, bebiendo manzanilla y tomando tapitas. Como allí no había servidumbre permanente del palacio, el que nos asistía era un viejo banderillero retirado, gitano también. Pariente de la Lolita y la Faraona, que tienen una cueva en el Sacromonte, en Granada. Son las que mejor bailan la seguidilla manchega y también la seguidilla gitana, que no es una verdadera seguidilla, según el banderillero.

Porque la verdadera seguidilla es castellana y más vieja que don Rodrigo, el de la Cava.

De paso nos informó el banderillero de que en las seguidillas manchegas las palmas a coro deben ser a contrapunto. El orgullo de la familia consistía en que la Faraona había bailado una vez la cachucha para su majestad Alfonso XIII y tenían una foto con el rey aplaudiendo. Eso era cuando el duque padecía una enfermedad incómoda, que al parecer quita la memoria a la gente, porque la Faraona que estaba con el banderillero, dijo al duque:

—Tú no te acuerdas de ná, porque para entonces eras (o estabas, no recuerdo), un mocoso.

Esa enfermedad es una especie de sinositis que en Andalucía, según parece, debilita la memoria.

Estando allí vino otro sirviente que cuida de las bodegas, con unas botellas en la mano para que el duque eligiera los vinos de la comida. Traía un cestito muy raro con varias botellas acostadas en forma de estrella. El duque eligió una marca que se llama Marqués de Murrieta, que dice que es mejor que el Riscal. Yo me pregunto si ese señor Murrieta fue el que le dio su nombre a la murria —una especie de abandono parecido al descanso de los yogas— y hubo choteo. Mi esposo es el que más se divierte cuando hay choteo y yo soy la víctima. Porque en el fondo es un poco sádico, según dije antes.

Hablando de la Zegrí, solía decir Lagartijo, su amante: «Esta es muy salada». En México, «salado» quiere decir estar sin un centavo, pero en España por influencia árabe, salada quiere decir «dulce». Misterios de los idiomas y contradicciones semántico-dialécticas. En árabe shala quiere decir miel. Probablemente los mozárabes decían a la mujer muy femenina shalada (como en inglés decimos honey), y de ahí ha quedado la expresión «salada», que no tiene razón de ser, porque las cosas demasiado saladas son desagradables e indigestas.

Cuando dije eso me miraban todos muy sorprendidos, y yo me apresuré a señalar la fuente, que es una vez más, Levi-Provenzal.

El duque se me quedó mirando y murmuró: «Esta señora es una Salomoncita». Yo se lo agradecí desde el fondo de mi alma y Laury, galanteador, añadió, haciendo el diminuto al estilo andaluz, en illo:

—Es un amorcillo.

Yo pregunté si no había que usar el femenino con las mujeres y decir: «Es una amorcilla», y el choteo volvió a comenzar. Parece que la morcilla es un calmante que les dan a los perros cuando se ponen agresivos. Viajar para ver.

Cuando estoy con andaluces yo no pierdo palabra ni detalle, ni gesto ni mirada. Y es que este es el pueblo más antiguo de Europa. Ya tenían leyes escritas hace seis mil años, según Schulten, en su «Tartesos». No acaba una de aprender. Los mocosos, la morcilla. Un misterio detrás de cada palabra. Es una raza depuradísima. A fuerza de estilo, caen, como creo haber dicho, en formas raras de decadentismo, sobre todo entre los aristócratas de la vieja escuela (quizá entre los descendientes de Gerión), lo que para mí no les quita atractivo.

Decidí plantear súbitamente con la Zegrí la cuestión del peinado de aúpa. Pero ella no supo o no quiso explicármelo por rivalidades de coquetería y yo miraba un caracolito de pelo que tenía sobre la ceja izquierda.

Luego hablaron los hombres de las dificultades entre Clamores y Lagartijo. El duque decía:

—Lagartijo, mira que Clamores lleva demasiado castigo y no aguanta una vara más.

El torero se disculpó diciendo que ella le daba achares con el Mosquito y que eso él no lo toleraba. Además el Mosquito, como había dicho el mayordomo, se había cambiado el apodo para los carteles de los colmaos, y se llamaba el Cínife, porque hacía más refinado.

—¿Qué más te da a ti?

—Ese Cínife trae su venenito en la barriga. Yo se lo voy a quitar.

Supongo que el duque es una especie de patriarca para los toreros y que ejerce sobre ellos una cierta autoridad.

El duque le dijo: «Yo la conozco a Clamores y todo el mundo sabe que entre ella y el cantaor sólo hay jarabe de pico».

(El jarabe de pico es una bebida dulce que dan en las rejas los enamorados a sus novias y con el que están horas y horas endulzándose el uno al otro, sin que suceda nada grave, ya que hay una reja por medio).

Quería decir el duque que Clamores era «decente». Lagartijo respondió:

—Eso está por ver.

—¿Dudas de mí? Yo te lo digo porque lo sé.

—No digo que no, pero da que hablar a la gente, y ya sabe usted el dicho: además de ser honrada hay que parecerlo.

En un país donde cada cual se hace su realidad, eso es especialmente importante, con las mujeres clamorosas y los bailadores cínifes. El duque le decía a Lagartijo:

—Tú, lo mismo que Clamores, habéis pisado una mala hierba el día que os echaron la bendición.

(Esa hierba es la mandrágora, que me dijo el Cantueso que crece debajo del árbol donde se ha ahorcado alguno. Una mala hierba. Se lo expliqué a Laury en voz baja, en inglés, mientras el duque seguía hablando).

—Los achares no traen nada bueno. Además, tus trucos, Lagartijo, son la carabina de Ambrosio.

(Ambrosio es el masculino de Ambrosia —como decimos en inglés—, que es un perfume que viene del ámbar, deyección de la ballena. Así, parece que la carabina de Ambrosio es un arma mágica que huele a ámbar, y que por estar construida con esa materia, suele estallar en las manos del que la usa y causarle daño, ya que el tiro sale por detrás. Yo se lo expliqué en voz baja a Laury, quien pareció no creer una palabra). El duque, después de dejar pasar un largo espacio en silencio, pareció dictar sentencia cuando dijo:

—Clamores y tú os queréis y estáis amargándoos la vida. Eso no es cabal y tú vas a volver mañana a tu casa.

—Ya se lo digo yo —se disculpó la Zegrí.

—Calla —amenazó Lagartijo— o te doy en la boca.

El duque preguntó:

—¿Cuántas corridas tienes este verano? Respóndeme y no mientas.

—Poca cosa, señor duque.

—Bien, yo hablaré con algunos empresarios y ellos llamarán a tu apoderado. ¿Sigue siendo el mismo, digo, el Cornigacho?

—Por mal nombre.

—Si vuelves con Clamores yo te conseguiré por lo menos tres corridas más. Y una de ellas en Sevilla.

Yo creí que Lagartijo se volvía loco y el duque tuvo que tranquilizarlo poniéndole las dos manos en los hombros. Luego dijo que, como condición para las corridas, debía volver a su casa con Clamores. Por encima de supersticiones y peligros y cínifes. Lagartijo estaba dispuesto a todo a cambio de la corrida en Sevilla. Parece que en esa plaza los toreros se gradúan de maestros.

En cuanto a la Zegrí, repetía: «Ya se lo digo yo».

Me pregunto si la relación de Lagartijo con esa mujer será sólo jarabe de pico. Se lo dije al duque y comprendo que fue una imprudencia, porque el duque me respondió:

—Aquí, señora, una distracción del marido no debe causar celos. El hombre es versátil. La mujer en cambio…, la mujer…

Hizo el Lagartijo un movimiento horizontal con la mano abierta:

—La mujer tiene pena de la vida.

Parecía otra sentencia. El duque añadió que tenía que estar seguro de que las cosas se arreglarían, y que en su presencia, Lagartijo iba a llamar a Clamores por teléfono y decirle que el día siguiente, antes de la noche, volvería a su casa.

Aunque yo me apasionaba con estas cosas, porque al fin soy amiga de Clamores, mi marido estaba pensando en otras muy diferentes y en un paréntesis de silencio le dijo al duque:

—Perdone, pero cuando dio usted la vuelta al mundo dos veces, lo que hizo fue perder dos días y no ganarlos. Lo he calculado bien.

El duque pareció no oírlo, y al repetirlo Laury, lo miró con altivez y no dijo nada.

Poco después, Clamores fue llamada a conferencia telefónica en Sevilla y Lagartijo le prometió, delante de nosotros, que la noche siguiente estaría en casa antes de las diez de la noche.

No sé lo que diría Clamores, pero Lagartijo insistía una y otra vez. De paso le dijo que iba a torear en la plaza de Sevilla y finalmente le ordenó a la Zegrí:

—Anda, coge el teléfono y dile que estás de acuerdo con mi regreso al seno del hogar. Para siempre.

Lo decía con una satisfacción de sí un poco excesiva.

El duque hizo un gesto de contrariedad. Luego, al oír la voz de la Zegrí, parece que Clamores colgó el teléfono.

El duque dijo al torero que el haber puesto al teléfono a la Zegrí había sido una salida de mala intención y con ganas de pelea. Añadió:

—Y ándate con cuidado, que las tres corridas y la plaza de Sevilla están todavía en el alero. De modo que oído al parche.

Quería decirle que eran inseguras las corridas si no se portaba bien.

Confieso que yo le agradecía al duque todas estas cosas, porque había tomado partido, como se puede ver, por la pobre Clamores. Además, lo mismo que el duque, yo creía que los duendes de la mala hierba y del mal bají despiertan fácilmente con los celos.

Yo tenía hambre con tantas cosas inesperadas y con tantos aperitivos y Laury debía estar desfalleciendo, porque ya no se reía. Al parecer seguía con los cálculos sobre las vueltas al planeta.

Por fin vino el mayordomo a anunciar que la señora duquesa había llegado. El duque despidió a Lagartijo repitiendo su promesa de las tres corridas si por su parte él cumplía la suya.

La duquesa había estado en una tómbola como presidenta. Era la tómbola a beneficio de los huérfanos de los toreros. Luego supe que no eran los toreros, sino los torreros de los faros de la costa, los que alumbran a los navegantes. Porque para los toreros hay una cosa que llaman Montepío, fundada al parecer por el Papa Pío IX.

Ella había entregado diez mil pesetas, lo que tiene mérito si recordamos, como ella decía, que no viaja nunca por mar y no necesita los faros que alumbren su barco. Parece que tiene del agua la misma idea que los calés.

Durante la comida los temas de conversación cambiaron. Después de contar la duquesa —que vestía su traje de minueto—, cada uno de los incidentes de la tómbola y todas las comadrerías sobre lo que habían gastado los unos y los otros, la conversación la condujeron Laury y el duque. Por cierto que no sabía cómo se llamaba el duque hasta que oí a su madre llamarlo Javier.

Bueno, Javier. No sé por qué ese nombre les va bien a los que tienen un pequeño bigote en cepillo, recortado y un poco amarillento.