VIII

Sobre el ser duque o el no serlo

Mientras nos avisaban para la cena, pensaba en la paloma. He comprobado que el maligno bají del parque de María Luisa sucedió precisamente cuando Venus asomaba por el horizonte y la Luna estaba cerca de ella, de tal forma que el triángulo famoso se puede formar desde Los Gazules, por ejemplo, y proyectarlo sobre Sevilla. Pero no quisiera ir demasiado lejos con mi imaginación.

Me propongo plantear la cosa sin reservas antes de que llegue Clamores, aunque dudo que venga, es decir, que salga de Sevilla sin haber visto a su adorado tormento. También podría ser que vinieran juntos. Y es posible que venga Soleá, e incluso Quin.

De esto último no estoy segura, porque así como el duque odia a Curro (lo que es un honor para el sobrino del Verraco), a Quin lo desprecia nada más, lo qué resulta para el abejorrito rubio denigratorio y humillante.

Me gustaría mucho que viniera Soleá, porque ella sabe casi tanto como el Cantueso, de arte bají. Si viene, la cocinera del duque me dará miel sobre hojuelas que es un postre exquisito, según dicen. No lo he probado todavía.

Estuvimos hablando de muchas cosas durante la cena. Yo recordando los incidentes de la noche del velatorio —el año pasado—, trataba de plantear una vez más el tema de los celos, pero con mucho cuidado, porque no quería ser indiscreta. Como al desgaire, dije:

—En Mallorca la bailarina Clamores me hablo sobre los misterios gitanos y dijo que hay un duende que despierta a tres mujeres viejas que cortan el hilo de la vida. Se llaman Pacas, las tres.

—Parcas, Parcas —rectificó el duque—. En inglés no existen, al menos con ese nombre, sino que las llaman Euménides. Ciertamente tienen que ver con los sortilegios. Eso sí.

—¿Pueden las Euménides enviar desde Córdoba una paloma negra con pintas amarillas al parque de María Luisa con intenciones agresivas?

Hubo un silencio que yo llamaría electrocardio-vasculatorio. Cerca, pero fuera del comedor, se oía el tintineo de bandejas y cristales (el butler preparaba los postres y calentaba las copas del brandy) y yo insistí:

—Porque al parecer eso es lo que han hecho con Curro.

Nos miraba el duque, a Laury y a mí, como si no pudiera creer en lo que estaba viendo. (Y tratando de averiguar hasta qué extremo mi marido compartía mis sospechas). Se decía: «He aquí un matrimonio en viaje de novios discutiendo sobre el protagonista de un affaire reciente de la novia». No podía creerlo, aunque él es hombre moderno y conoce las costumbres de Inglaterra y de los Estados Unidos. Y las del Japón, incluso, donde las hijas de familias distinguidas van a las tea houses —prostíbulos— a aprender a hacer el amor antes de casarse. Y al fin una mujer humanitaria, como yo, se puede interesar por un hombre gravemente herido por las Euménides.

El duque parecía confuso y desorientado, aunque luego vi que su conducta era sólo la extrañeza de mi interés por el estado de Curro una vez casada con Laury. Tal vez el duque lo había hecho todo —digo, lo de la paloma—, pero lo consideraba tan poco interesante y tan natural, que le parecía menos raro que mi curiosidad y mi deseo de plantear lo que podía considerarse como un antecedente desairado. Laury se dio cuenta de las ideas que circulaban por el meollo (así se llama el cerebelo, en España) del duque. Y dijo exactamente:

—Niña, tu interés por Curro comienza a ser un poco fuera de programa. ¡Déjalo en paz de una vez!

El duque parecía de acuerdo con Laury, y cambiando de tema comenzó a explicar por segunda vez la razón de que su madre no estuviera presente en la comida. Había sido invitada por su hija la marquesa de X. (no recuerdo el nombre), al bautizo de su primogénito. Parece que la vieja duquesa se pasa la vida apadrinando bautizos, y poniendo el nombre del día a los recién nacidos. Yo me atreví a preguntar cuál era el nombre del día en que nació ese baby y el duque conteniendo las ganas de reír, dijo secamente:

—Ciriaco. No Bartolomé, sino Ciriaco.

Un día esa niña será la marquesa Ciriaca. Pobrecita. En todo caso era mejor que la Bartolomea del Trianero.

Cuando vi que no se podía averiguar nada importante con el duque, decidí apresurar el final de la comida. No quise brandy ni café. Pero los dos hombres se entretenían en la sobremesa y discutían las cosas más raras. Ya dije que al duque le gusta hablar inglés. Cuando vio que yo me quedaba al margen de la conversación, me preguntó por cortesía, aunque sin interés verdadero, por las amigas mías americanas que él había conocido el año anterior durante el velatorio del padre de Soleá.

Yo le dije que Mrs. Adams había ido a vivir a una pequeña ciudad marinera del sur, donde alquiló una casita para el invierno. Le gustaba aquella ciudad pequeña, blanca y rodeada de espumas marineras. Así decía ella. Pero cometió el error de alquilar no un apartamento, sino una casita con jardín, y el jardín necesitaba cuidados diarios. Es mucha tarea esa del jardín.

Al lado de Mrs. Adams había otra casa con jardín también, y la dueña era una andaluza viuda y sola con una sirvienta pizpireta y locuaz. Mrs. Adams se lamentaba, con la sirvienta, de que tendría que buscar alguien que cuidara el jardín y la sirvienta le dijo:

—No se preocupe, señora, que nosotras le prestaremos una o dos veces a la semana nuestro maricón, y él cuidará muy bien el jardín por unas pesetillas.

—¿Quién?

—El maricón que trabaja para la señora.

Cada vez que yo decía esta palabra el duque palidecía o parpadeaba y con el labio inferior atrapaba una parte de su bigote, yo creo que reprimiendo la risa, porque lo percibía en su mirada. En todo caso —contaba yo—, días después el jardinero de la casa de al lado llamó a la puerta de Mrs. Adams y ella al abrir le dijo:

—¿Es usted el señor Maricón?

El hombre no sabía qué responder, y Mrs. Adams añadió:

—¿No es usted el que trabaja para la señora de al lado?

—Ezo, sí, pero sin faltar.

—¿El señor Maricón?

—Pues, señora, la verdá, esa es una manera de señala que mardita sea la Estrella Polar y la Osa Mayor.

—¿Pero no es usted?

El hombre se enfadó y se fue caminando despacio, de espaldas, con la mirada fosca y repitiendo:

—Mi santa madre me puso un nombre honrao cuando me cristianaron.

Aquí el nombre importa mucho, como se ve.

Total, que no volvió a acercarse a Mrs. Adams, y que algunos días, al caer la tarde, se veía al jardinero en la esquina de enfrente, con otros dos o tres, mirándola como si tuvieran algún propósito siniestro. Ella cogió miedo —es decir, la sabida jindama—, y acabó por marcharse antes de acabarse el primer mes que había pagado de antemano. Parece que conoció antes a unas señoritas de Villadiego y que salió con ellas. Es lo último que he sabido.

Al terminar de contar este episodio añadí: «Debió ser alguna clase de malentendido». Laury no le encontraba sentido ni interés, porque no había conocido a Mrs. Adams, pero el duque parecía saber más, aunque no trató de explicar nada.

Es que estaban los dos en vena de cosas más importantes, creo yo. Y el duque hablaba de que su abuelo había conocido al padre de Ruskin, quien como buen protestante, se burlaba de las procesiones de Semana Santa en Sevilla, considerándolas paganas y refiriéndose a la Macarena añadía: «Como es la única virgen que hay en Sevilla, todo el mundo la adora».

Luego, según el duque, Ruskin entró en negocios de importación de vinos de Jerez y fue el fundador de la marca Dry Sac, que es una redundancia, porque quiere decir seco-seco.

En todo caso es un vino estupendo y de altísima clase.

Todo esto lo hicieron los Ruskin con los Domecq, que ya entonces eran grandes productores de jerez seco o dulce y de brandys de varias clases.

Y parece que Ruskin, el abuelo, crió a su hijo con jerez, en lugar de leche. Así salió el hombre de sutil e inspirado.

—Y de ambivalentino —añadió el duque con intención—. Aunque entre los esteticistas no es novedad mayor.

Eso creo que me dio una pista, pero no me atrevo a afirmarlo con toda responsabilidad.

Acabada la comida, el duque nos llevó a un corredor donde había vitrinas de cristal con joyas antiguas, algunas de verdadero valor histórico. Seguía hablando de Ruskin, el gran crítico de arte, quien solía decir: «Los vapores de ese vino de don Pedro alejan de mi mente todas las vulgaridades y tonterías de la vida».

Eso yo lo comprendo, también, porque me sucede a mí.

Hice yo una pregunta boba. Al parecer por no haber bebido aquella noche Dry-Sac:

—¿Cómo se siente usted siendo duque?

—¿Qué quiere decir? —y alzaba las cejas sorprendido.

—¿Qué impresión le da a usted el ducado? Es decir, el ser título del reino con grandeza.

El duque se quedó paralizado y se rascó una ceja con el índice:

—Esa es la pregunta más graciosa que he oído en mi vida. Sólo puede hacerla una gringuita como usted. Pues, mire, yo no soy duque. Ustedes me hacen duque a mí, en su imaginación y se hacen una idea u otra del ducado. Entonces yo lo soy únicamente mientras ustedes me miran como tal duque. La cuestión sería la contraria: tratar de imaginar qué es lo que ven ustedes en mí para decidir que soy duque: ¿Es mi nariz? ¿La oreja izquierda? ¿Mi manera de estornudar? Porque yo no veo en mí nada que me distinga de los demás.

Disimuladamente Laury me tiró de la cadena de platino que llevaba como cinturón. (Regalo suyo). Quería decirme que me callara. No porque creyera que la pregunta era impertinente (a él le tienen sin cuidado esas cosas), sino porque, según me dijo después, estaba yo dando a mis palabra cada vez que me dirigía al duque, un tonillo superior y burlón. Tenía razón Laury. Yo no le perdonaba al duque que negara su participación en la criminal intriga con Curro.

En el pasillo nos detuvimos frente a una vitrina en la cual había, entre otras cosas de mérito, un brazalete fenicio de seiscientos años antes de la era cristiana. Al ver esa indicación en una cartulina dorada no pude evitar una exclamación de asombro y el duque comentó:

—Antiguo lo es, pero no tiene gran valor artístico, porque los fenicios no eran originales en cuestiones de arte y lo que hacían era imitar el arte egipcio.

Aquel desdén del duque por un pueblo que no le parecía bastante artista a una distancia de veintiséis siglos, me parecía de veras ducal. Comenzaba a hacerme una idea de lo que era ser aristócrata. Por si eso no bastaba, añadió el duque con desdén:

—Los fenicios eran gente de comercio: viajantes, cambistas, fabricantes de tejidos, de salazones. Málaga, por ejemplo, era una colonia fenicia dedicada a la salazón y venta de pesado.

Salimos a la terraza. La noche era espléndida, y cuando lo dijo Laury, mirando al cielo, el duque añadió complacido:

—Aquí, el cielo es color violeta diáfano, por la noche. En ninguna otra parte del mundo lo es y he podido comprobarlo porque he dado dos veces la vuelta al planeta. Es un violeta que yo llamaría vidriado. Y un poco escarchado, o glacé.

Eso me pareció una tontería, la verdad, a pesar de don Pedro Domecq. Y Laury comentó tan gracioso como siempre:

—Si ha dado usted la vuelta al planeta dos veces, su vida habrá sido dos días más larga de lo que habría sido su vida natural.

—¿Cómo?

—Quiero decir dos días más que si se hubiera quedado siempre en el mismo meridiano.

Se quedó un momento dudando el duque (solía hacerlo levantando un poco la cabeza como si escuchara una voz secreta y lejana), y rectificó:

—No. Será dos días más corta, porque viajé al revés, digo, contra la dirección del Sol.

—Lo siento —insistió Laury—, pero creo que son dos días más.

Luego nos fuimos todos a dormir. Es decir, el duque se fue a la biblioteca a ver la TV, y nosotros, que queríamos madrugar para hacer algunas excursiones por la comarca, nos acostamos.

Bueno, Laury fue un momento también a la biblioteca y estuvieron los dos discutiendo aquello de los meridianos y haciendo girar el mapamundi en una dirección y luego en la contraria. Se separaron sin ponerse de acuerdo.