VII

Las palomas agresivas

Dejé el grupo y andaba curioseando por las estanterías. Había libros muy antiguos. Cuando volví al lado de mi marido, vi que los dos hombres andaban discutiendo materias biológico-físico-matemáticas demasiado complicadas para mí. También Laury había bebido, pero no tanto.

Me quedé escuchando, aunque mi imaginación andaba lejos de allí.

Aproveché la primera ocasión para resbalar capciosamente al plano de las palomas agresivas, pero al parecer no me oyeron. Estaban metidos en costales de otra harina como se suele decir. Había al lado un mapamundi bastante grande, una esfera azul y cobriza y también otra estructura armilar con los doce signos del zodíaco. Ambas, muy antiguas.

—No estoy seguro —decía el duque— de que la vida comience por el lado de la materia, es decir, que en eso discrepamos.

Laury extendía los brazos con las dos manos abiertas:

—Usted sabe que comenzó con la célula inorgánica en el fondo de los mares. En las sombras del fondo de los mares.

—Sí, pero esa célula se hizo orgánica, es decir, capaz de moverse por sí misma, y de reproducirse bajo la influencia de algo que todavía no sabemos lo que es: el magnetismo. Cuando esas células recibían durante las tormentas una descarga eléctrica, adquirían la posibilidad de moverse, alimentarse y reproducirse. Llegaba la vida de arriba y no de abajo.

Al parecer habían cogido una borrachera científica. Bueno, una media borrachera, nada más. Y el duque añadía, exaltándose:

—Sí, de esa electricidad que nadie sabe aún lo que es. Y en esas estamos todavía. De Zeus-Piter, es decir, de los rayos de Júpiter.

—Zeus-piter…

—Sí, Dios padre. Tampoco sabemos lo que es. Eso no me lo negará usted, joven oceánida.

Ah, lo llamaba oceánida lo mismo que a mí cuando estábamos encerrados en la cabina.

Pero hablaban de cosas imposibles. Se quedó pensativo Laury y dijo:

—Confieso que su opinión me intriga, de veras. Nunca había oído nada semejante.

Lo bueno de Laury es que discute siempre de buena fe, aunque haya bebido, y con una mente abierta y sin vanidades ni resquemores. Por eso es un placer discutir con él. Carece completamente de prejuicios.

Yo volví a hablar de los celos, pero no me hicieron caso y como insistí y hablé del peligro de las palomas agresivas, el duque me miró un momento sin comprender y los dos volvieron a su discusión. Laury alzaba la voz:

—Pero antes que la célula inorgánica hemos tenido el vacío, la nada. ¿Cómo ha sido poblada esa nada? De una manera estrictamente mecánica. La velocidad de un fotón crea materia. Materia inerte, como se decía antes. Esa velocidad en el espacio, a medida que aumenta hace crecer la masa. Y esa materia es intercambiable con la energía, según creo haber leído, aunque no sé mucho de esas cosas. No hay velocidad superior a la de la luz, según Einstein.

Ah, los hombres con su física y sus manías sobre el origen del universo. Yo quería hablar de las palomas duendas, pero mis esfuerzos eran baldíos porque andaban enzarzados en las células y los fotones. Entretanto yo sospechaba y Dios me perdone si me equivoco, que la paloma había atacado y herido a Curro enviada por alguien.

—Hay una velocidad superior a la de la luz —dijo el duque con una sonrisa triunfal—. La hay.

—¿Cuál?

—El pensamiento.

—Entonces según usted el universo…

—El universo es obra del pensamiento de Dios dentro del cual actúa en una proporción ínfima, pero segura, nuestro propio pensamiento.

Yo, que estaba muy aburrida con todo aquello, metí baza a mi manera:

—No el pensamiento, sino el amor. El amor es magnetismo y por el amor-magnetismo se mueven los astros y las constelaciones.

Se quedaron estupefactos. El duque concedió, medio en broma:

—Bueno, el amor tiene una dimensión intelectual, también. Para mí eso es esencialidad, es decir, religión.

—Yo no podría amar a Nancy —dijo Laury riendo— por inducción matemática.

—¿Cómo que no? ¿Usted ha leído lógica simbólica?

—Algo he oído, pero no creo.

—Tampoco podría amar a un monstruo, de modo que al amor lo precede una especie de valoración estética inconsciente, que luego se hace firme en nuestra consciencia, es decir, se hace idea.

El duque no tiene nada de tonto y parecía querer ponerse de mi parte. Además, su borrachera se hacía genial. Yo se lo agradecía, de veras, y no quería dejarme escapar aquella oportunidad.

—Eso es, el amor. Y dentro del amor, los celos tienen una presencia misteriosa de resultados imprevisibles. Las palomas, por ejemplo…

Los ojos del duque se nublaron un momento, luego volvieron a iluminarse, entre sorprendidos y confusos.

Pero mi marido se adelantaba:

—Amamos lo que halaga nuestros sentidos. Pero hay ilusiones en eso, como en todo, y lo que nos salva de los errores de la ilusión y contra la ilusión es, como diría mi profesor de Los Ángeles, la preesencia glanglionar. La base o, más bien, el substrato fisiológico de nuestros primeros orígenes.

—Ya sé, ya sé lo que ese profesor quiere decir. Sin embargo, la ilusión de la que hay que salvarse no la veo.

Miraba yo al uno y al otro sin saber qué pensar. No me dejaban desviar el tema hacia lo que a mí me interesaba. Y yo no estaba segura de poder seguir el hilo dialéctico de su discusión. Y ellos seguían bebiendo y hablando:

—Pongamos otro ejemplo —decía Laury—. Según los últimos cálculos sobre la estructura esférica del universo y teniendo en cuenta la velocidad de la luz, podría ser que eso que llamamos la constelación de Andrómeda, sea nuestra propia Vía Láctea que ha dado la vuelta al universo, es decir, sus rayos luminosos que no pueden viajar, sino en círculo, y se nos ofrecen a la vista como una imagen en un espejo lejano. Por la misma razón, la mayor parte de las estrellas como Sirio, no están donde las vemos, sino muchísimo más a la derecha o a la izquierda. Y sin embargo, esas, que son meras ilusiones, nos producen emociones concretas, que los religiosos consideran sobrenaturales y los poetas inefables. Hay que desconfiar de esas emociones y buscar la realidad de los hechos inmanentes, es decir, todavía la piedra dentro del sombrero.

Como esto último no lo entendía el duque —que no había leído mi tesis—, yo me apresuré a explicárselo añadiendo que era a esa objetividad a la que se refería Laury. No se fiaba Laury, sino de las cosas comprobables y comprobadas. Dos y dos son cuatro y además tienen que ser cuatro cosas tangibles. La piedra en el sombrero es la sorpresa que explica la existencia de lo inmanente por sí mismo. De paso volví a hablar del amor como tendencia primaria y como solución última de nuestra existencia. Se puede llamar magnetismo o gravedad o electricidad estática o polarizada, o catódica, o lo que sea.

—Bien, eso… —dudaba Laury.

Y recordando tal vez que la célula inorgánica se animaba con la electricidad y que esta era la fuente de todo y que el amor era la primera y la última manifestación de lo existente, yo volví con mi tema. Comprendo que mi insistencia era excesiva, pero a ese exceso se le considera aquí un recurso retórico que se llama la monserga, como dije otra vez, y parece que está permitido en ciertos casos.

—Lo malo del amor —dije yo— es que engendra celos en todas partes, pero muy especialmente en esta tierra de los tartesos y que alrededor de los celos hay una peligrosa variedad de agentes de todas clases: activos y pasivos. Es decir, de los que actúan por presencia o también por ausencia (yo trataba de tomar aires de persona enterada). Y creo que en el caso de la paloma agresiva…

El duque miró al techo profusamente decorado de la biblioteca, y dijo con un suspiro:

—Señora, ¿se puede saber qué paloma es esa de la que trata de hablarnos desde hace dos horas?

Me apresuré a contar lo que le había sucedido a Curro, y el duque, después de quedarse un momento como paralizado por la sorpresa (una sorpresa falsa, porque estoy segura de que lo sabía), movió la mano abierta en el aire y dijo:

—Increíble.

Laury reprimía la risa por respeto no a Curro, sino a mí y yo veía coincidir por primera vez en su crueldad a un pragmatista y a un decadente espiritualista. Porque vi que también el duque tenía ganas de reír. ¡Pobre Curro! Cuando veo cosas como esa pienso que los hombres no merecen que los tomemos en serio. En todo caso, se les podría considerar únicamente como un mal necesario, un mal indispensable.

Querían reírse de la tragedia de un ser humano. Lo dije en voz alta y el duque, francamente jovial y divertido, quiso explicar:

—Pero es una tragedia grotesca, señora. Una incongruencia. ¡Una paloma contra Curro!

Mi esposo trataba de explicarle: «Es que Nancy cree en los duendes». Yo afirmé mirando de hito en hito al duque, y él dirigió una mirada disimulada hacia la puerta. Tuve yo la evidencia de que el mayordomo gitano estaba escuchando en el pasillo. ¡Y quién sabe si había por allí escondido algún magnetófono grabando nuestra conversación con fines que de momento no alcanzo a entender, pero que pueden tener alguna clase de relación con el leer bají! Repito que estoy convencida de que el duque lo sabía ya y es más que probable que influyera en ese sortilegio de la paloma. Y si no estoy convencida, al menos mis sospechas son vehementes.

Para remate de pleito vi en la barandilla de una terraza (las puertas estaban abiertas de par en par) posarse una paloma negra con pintas amarillas. Esas palomas no son frecuentes ni mucho menos. Y no es necesario creer siempre en las casualidades. ¿Sería aquella la del accidente? Si es así, no se había equivocado. Y yo hablaba del accidente para que el duque no creyera que estaba sospechando de él. Es decir, de su intervención por medio de algún agente calé. Al darse cuenta el duque, creyó que aquello era gracioso y no pudo evitar una risa discreta. Laury me explicó:

—No lo entiendas mal. Es que aunque compadecemos a Curro y yo quiero demostrárselo enviándole una botella de licor y una caja de cigarros habanos, la verdad es que el amor, los celos, el abejorro con una ala menos, el brazo en cabestrillo de Quin y ahora la paloma de pintas amarillas me parecen el mejor vaudeville que he visto en mi vida. Pure nonsense.

—Vaudeville en el sentido inglés, claro —dijo el duque, para evitar las implicaciones del vaudeville francés, donde siempre hay maridos engañados.

—En el sentido universal —volvió a reír Laury—. Porque la creación entera con su universo sacado de la manga con un fiat lux o evolutivo, me parece una incongruencia, como decía usted antes, de las que hacen reír.

—¿El universo entero? ¿Incluido Dios? —preguntaba el duque, asustado.

—¿Qué Dios? —incluida nuestra idea de Dios. ¿Quiénes somos nosotros para inventar un dios y atribuirle esta intención o la otra, y este código de justicia o el otro?

Y volvía a reír. El alcohol era ahora antirreligioso. A veces oyéndolo reír, yo siento enfriarse las raíces de mis cabellos, la verdad.

En aquel momento volvió a entrar el mayordomo y preguntó al duque:

—¿Ha llamado el señor?

Lo vi mirar a la terraza. Miraba sin duda la paloma negra de pintas amarillas con cierta expresión ambivalente que yo no podría describir en este momento.

No hay duda, profesor, de que existía en alguna parte un gato encerrado. Es como cuando decimos en los Estados que hay un esqueleto en un closet. Pensaba yo que tal vez en mi ausencia Curro intentó algo contra el duque, pero este, que tiene más medios a su alcance, pudo hacerse ayudar por expertos colaboradores y ganó la partida enviando una paloma de pico acerado. Una venganza colombina, diría yo. ¡Y todo contra mi voluntad y Dios lo sabe bien, que nunca he querido suscitar conflictos ni rivalidades entre mis novios!

El mayordomo estaba allí y el duque le dijo:

—No te llamé, pero ya que has venido, ¿no te habías enterado de lo que le pasó a Curro, el sobrino del Verraco?

—Corre el run-run de que está en el hospital por un mal paso que dio en el Alcázar de Sevilla. Parece que iba con sus candelitas en los ojos y fue a darse contra la esquina de un banco o cosa así. Es lo que yo digo: eso no lo hace el agua.

El duque explicó que lo que decía el mayordomo era que Curro había bebido, y no precisamente agua, ya que si no hubiera bebido vino, no habría caído contra la esquina del banco. Y añadió:

—Pues anda, llámalo por teléfono de mi parte y dile mis buenos deseos en relación con su salud.

Se le veía satisfecho de su propia generosidad, como todos los culpables triunfadores. Y yo tenía otra mosca en el oído.

Como hablaban español, la mayor parte de lo que dijeron escapó al entendimiento de Laury, que como digo, lee muy bien este idioma, pero lo habla con cierta dificultad.

De momento el duque desviaba otra vez la conversación aprovechando un libro de H. G. Wells que había sobre una mesita próxima. Al duque le distraía Wells, pero no le convencía. Y le preguntaba a Laury qué opinaba.

A Laury le pasaba lo contrario y como el duque le preguntara por qué, Laury se despachó a su gusto. Todo eso lo hacía el duque, supongo, para desviar mi atención de la paloma agresora. Wells le interesa a Laury incluso en el terreno de la magia, porque tiene Wells dotes proféticas y la profecía es parte del repertorio bají. He aquí lo que vino a decir mientras el duque lo escuchaba con la boca abierta y el mayordomo desde la famosa cabina tapizada al estilo pompeyano hablaba tal vez con Curro.

—La profecía de Wells consistió en decir y publicar en 1927 que pronto habría en Alemania un fuerte movimiento nacionalista de revancha y que la segunda guerra mundial comenzaría en 1939. Las dos cosas fueron verdad. Según Wells, el hombre es un ser violento y maligno que ha avanzado lentamente sobre ríos de sangre y millones de asesinatos. Yo no puedo menos de darle la razón. Los más importantes adelantos de la ciencia se han logrado gracias a dos tremendas guerras devastadoras: aviones, cohetes espaciales, química destructora, la física nuclear. Sin embargo, y por encima de la admiración que siento por Wells, todo eso me da risa, no lo puedo remediar. Sin que yo comparta del todo sus ideas, coincido con él en la perspectiva de un futuro con el planeta entero bajo un solo mando y las naciones todas federadas. Creo que llegará pronto esa federación mundial en la cual habrán desaparecido las naciones políticas tal como existen hoy y se habrán creado otras muchas de carácter tradicionalmente cultural: Bretaña, Provenza, el Piamonte, Galicia, Vasconia (el lado francés y el español, juntos) y la Ucrania rusa o la Silesia alemana o esta misma Andalucía. Será interesante, ¿verdad Nancy? Más que naciones serán zonas culturales. ¿No le parece, duque? El mundo será más atractivo y tal vez nosotros (digo, ella y yo), lo veremos. Lo más curioso es que Wells dice que a esa federación mundial precederá un largo período de crímenes internacionales. El mundo entero (decía) será víctima de grandes corporaciones o maffias que explotarán los vicios y llevarán a cabo su política sobre la base del asesinato y otras cosas no menos salvajes. Ya estamos viendo cómo se descubren cada día empresas que explotan el opio y sus derivados, bandas de ladrones internacionales a mano armada (por medio de aviones desviados de sus rutas), o asesinatos en masa (Munich), o secuestros de grandes industriales en Sudamérica o en Europa. A mí todo eso me divierte y es también una profecía de Wells que se está cumpliendo. Llega a hablar Wells de una era de caminos desiertos por el pánico de los viajeros, bancos fortificados como blocaus de guerra en las ciudades, hogares con trincheras alrededor y barricadas cerrando o abriendo el acceso a los edificios públicos. Espero que viviré bastante para gozar de todo eso. ¡Cómo nos vamos a divertir!

—Se divertirán ustedes —dijo el duque con una mueca rara—. Yo gracias a Dios no podré presenciarlo.

Había escuchado yo a Laury con verdadera admiración. Nunca le había oído expresarse con tanto calor y tan aparentemente en serio sobre materias morales y políticas aunque fuera a través de las opiniones de un novelista. Pero para él las novelas, según dice, son más valiosas que la mera historia, es decir, como testimonios.

El duque no quería a Wells:

—Era —dijo agriamente— un pillo de siete suelas.

Lo decía en español y mirándome a mí. Tal vez quería decir que usaba zapatos de tacón alto y varias suelas superpuestas porque era de estatura muy baja. Lo de pillo quiere decir pícaro, y se refería tal vez a sus cualidades donjuanescas. Era terrible en eso Wells. Y además socialista.

Luego sin transición el duque preguntó al mayordomo por el Trianero, y el mayordomo le dijo que la noche anterior había estado en una juerga y se pasó la noche borracho y yendo y viniendo a cambiar la peseta. Es una costumbre de los borrachos en los colmaos, que van al rest room a cambiar la peseta frecuentemente. No comprendo la finalidad, porque una peseta son cuatro reales y hoy no se puede comprar nada con ellos, o tal vez sí en estos lugares campesinos, donde el vino es tan barato. Añadió el mayordomo que la niña del Trianero estaba enferma con la escarlatina, y que el Trianero lo atribuía al nombre que le pusieron en el bautizo.

Mi marido seguía diciendo que lo que más le divierte es que la gente tome en serio la vida: «Todos se han olvidado de que hace sólo unos años millones de personas inocentes y honradas se mataron a tiros y a bayonetazos siguiendo las órdenes que desde sus oficinas daban dos locos paranoicos declarados tales por todos los siquiatras del mundo: Hitler y Stalin». Eso le daba a Laury una risa incontenible. El destino de la especie humana le parece del todo insensato.

No creía el duque que fuera cuestión de risa. Aunque no le interesaba gran cosa Wells como pensador ni profeta, ni Hitler ni Stalin como políticos, coincidía con Laury en algunas cosas. Y dijo con una altiva condescendencia:

—Es cierto que el novelista es el verdadero creador y plasmador y orientador de las sociedades futuras. Atrapa el menor síntoma y la más leve sugerencia y los desarrolla. De los novelistas depende el mañana más que de los sociólogos y los economistas. Y desde luego, más que de los políticos, cuya acción pasa y se disuelve en el tiempo. Yo lo creo también, aunque Wells no sea santo de mi devoción. En el principio fue el verbo y el arte de la palabra es el arte de la comunicación. No en vano vate quiere decir en latín profeta. (El duque se contagiaba de la seriedad de Laury, olvidando que era una seriedad falsa). En fin, todas las religiones, lo mismo las de Odin en los países hiperbóreos que la de Mahoma en el Asia africana y el catolicismo en Mesopotamia, comienzan con un libro. Si las profecías de Wells han de cumplirse al pie de la letra, la verdad es que los que hemos alcanzado cierta edad nos marcharemos sin desagrado. Algo es algo. Pero ¡ah de los que queden! Los hippies parecen presentir su desventura, ciertamente. Usted que no lo es, está de acuerdo con ellos, según veo. Yo no digo que Wells no tenga razón, pero soy hombre de creencias religiosas. Creo en la vida eterna y en la resurrección de la carne. Más que Wells en el socialismo.

Laury soltó a reír una vez más y esa risa ante el misterio es la que a mí me inquieta:

—¡Pero eso es absurdo!

—Por eso creo. Porque es absurdo. Y es una de las bases más sólidas de mi vida.

Ahí es donde se ve la diferencia de dos civilizaciones, una ascendente —la nuestra— y otra declinante o decadente. Sólo una civilización decadente puede creer en lo que es absurdo y por el hecho precisamente de serlo. En eso yo estoy completamente de acuerdo con mi esposo.

En aquel momento yo habría dicho de buena gana algo contra el decadentismo de los príncipes gazules, pero volvía el mayordomo y se inclinó hacia el duque para decirle algo al oído. Sin duda, la respuesta de Curro. El duque consideró aquella manera secreta de hablar como una descortesía y dijo mirándome a mí:

—El mayordomo no se atreve a hablar en voz alta porque Curro ha dicho una palabra malsonante. Jeromo, ¿qué te ha dicho Curro?

—Que se meta vuecencia la lengua donde le quepa a vuecencia.

—Bien, anda y a pesar de todo, dile que me alegro de verlo bueno.

Pero lo decía con ironía.

Yo había observado que entre el duque y el mayordomo se hablaban más con gestos y guiños que con palabras. Más tarde me dijo Laury:

—Estos hombres todo se lo dicen con muecas, como los chimpancés.

Comprendí que delante de Laury el duque no hablaría francamente sobre el accidente de Curro y me levanté diciendo que tenía algo que hacer en mi cuarto. Es decir, algo que deshacer: los equipajes.

Al quedarse solos el duque y Laury creo que también se sintieron más a gusto y volvieron a sus discusiones sobre los cerros de Úbeda, según me dijo luego la doncella. Por cierto, que no sé hacia dónde caen esos cerros.

Pero el accidente de Curro lo llevaba yo clavado en la imaginación, como él llevaba clavado el pico —es un decir—, de la paloma.

La doncella se había puesto a mis órdenes. Pero tenía sus curiosidades también.

—¿Es verdad lo que me dice el mayordomo? Dice que su señor esposo es en las Californias rey de algo.

—¿Rey de qué?

—De unos señores que les llaman algo así como los Capones.

—¿Cómo?

Los Capones de Chicago con pistolas debajo del sobaco o algo así.

Yo no sabía si era ironía o inocencia. Nunca se sabe con estas doncellitas, lo mismo aquí que en casa de la coronela. Me limité a sonreír y a pensar en los huevos fritos con sal, recordando el bigote del duque y viendo la sonrisa y los labios finos de la chica, que era bastante linda.

Con todas estas cosas tenía la impresión de que no había pasado el tiempo. El año de mi ausencia se borraba y el entierro del padre de Soleá parecía haber sido el día anterior. Este es uno de esos misterios de la eliminación del tiempo, que se dan a veces en nuestro mundo inconsciente, donde actúan los mengues buenos y también los malos.

Pensaba yo entretanto en lo que estarían hablando el duque y Laury y qué sucedería en los cerros de Úbeda. No tardó en venir mi esposo para descansar un poco y vestirse para la noche y me dijo que el duque estaba algo irritado, aunque disimulaba.

—¿Irritado por qué?

—Por mi risa, supongo. Pero ya sabes: a mí todo esto, el día, la noche, el mundo aristocrático y el plebeyo, la riqueza y la pobreza, el cielo y la tierra, el tiempo y el caos, me parecen cosas sin justificación en sí mismas.

—Laury —le dije yo mirándolo fijamente—. Si no te conociera, a veces creería que estás loco.

—¿Qué clase de locura?

—Eso es lo malo, que no la puedo definir. No es ninguna clase conocida.

—Entonces cuando una cosa no se puede definir, es que no existe.

—¿Puedes explicar la muerte?

—Claro que sí. El fin de la oxidación en el motorcito de las dos válvulas.

—¿Y también te hace reír?

Después de una pausa que a mí me pareció dramática, pero que a juzgar por su expresión seguía siendo cómica, eludió la respuesta:

—¿Quieres algo, por ejemplo, más estúpido que el sistema digestivo?

—No cuando me duele el estómago.

—Se arreglan esos dolores con un poco de cualquier producto procedente del opio.

—¡Qué raro, tantos productos saliendo del cáliz de la amapolla!

—O de la coca de los quechuas.

—¿Y el amor?

—Yo no creo sino en la amistad y el sexo, y ya es bastante.

Yo me enfadé y me fui al cuarto de baño. Es bastante grande, con pila azul celeste y losetas del mismo color en las paredes. Ah, y una ducha con violencias graduadas, que es lo que me gusta en las duchas. Desde la puerta me volví a mirar a Laury, que estaba haciéndose el lazo de la corbata y le dije:

—¿El dolor de los hombres también te divierte?

—El hombre que sufre es porque quiere. Siempre hay una ventana cerca por donde saltar de cabeza. O un revólver a mano.

Diciéndolo señaló su propia maleta, lo que me intrigó tremendamente. Yo no había visto revólver alguno. Luego supe que era un revólver en forma de pluma estilográfica. Eso me ha encogido un poco el ombligo.

Lo curioso es que su risa, por estridente y loca que parezca, me gusta. Es como la de un niño. O del famoso loro que imita la gaita del gaitero desde el balcón.

Más curioso es, todavía, que me gustan sus enfados aunque no he tenido la suerte de gozar de uno verdaderamente serio. Y tengo curiosidad, de veras. Pero ahora me pregunto si esa pluma estilográfica dispara o no dispara. Es cuestión a considerar y no lo digo por mí. No querría que un día, por un simple dolor de dientes, se diera un tiro en el corazón. (Tampoco le creo capaz, la verdad).

Supongo que cuando conozca al Cantueso y me vea discutir con él, Laury comprenderá que detrás de toda esta realidad aparente que él desprecia, hay otra mucho más grave. Allí es donde espero atrapar a este Bato Loco. Allí recibirá su lección definitiva y aprenderá a tomar mi tesis en serio.

Cuando salí de la ducha me dijo Laury:

—Cree el duque que la cultura americana es bastarda. ¿Y la española? Al menos nosotros vamos deportivamente a la Luna y ganamos deportivamente también y sin provecho las guerras. La cultura de ellos es árabe, romana, visigótica, fenicia, gitana, musoliniana, hitleriana con incrustaciones inglesas en Gibraltar y gringas en el resto de la península. ¡A mí con esas!

Vamos, al parecer Laury borracho podía tener sentimientos patrióticos. Yo que he adoptado con entusiasmo a España como mi segunda patria, me ofendí un poco, y mi ofensa le parecía a él más cómica que las bastardías culturales. (Siempre la risa).

Quise saber cómo seguía Curro y llamé por teléfono a la clínica. Teníamos teléfonos en nuestras habitaciones, es decir, líneas privadas e independientes de la del duque. Eso de que pudiéramos llamar a Australia o a Hong-Kong, sin dar cuenta a nadie, es un detalle de veras noble y Laury lo reconoció. Porque como he dicho otras veces, Laury carece por completo de ideas preestablecidas y mira las cosas con los ojos desnudos, y por decir así, vírgenes.

—El duque es alguien —le dije yo—, a la manera española.

—¿Quién lo niega?

Ya digo que llamé a Curro. Como, por teléfono, el hablar cerrado de los andaluces me hace perder la mitad de lo que dicen, puse el pequeño dictáfono que llevo conmigo y gravé el diálogo. Digo diálogo, pero en realidad el que habló fue Curro, porque en cuanto oyó mi voz estalló como una bomba y no me dejó hablar a mí. He aquí lo que dijo:

—«Mardita sea undivé, que tenía ganas de echarte la conversa a ti sola, sin el malange de tu busnó er chalao ese de la risa que debía arrimarle candela al Garambo y no lo ha hecho porque a él le farta lo que me sobra a mí. Que aquí me tienes pasmao por la ocurrencia del Alcázar y reparao del derecho para toda mi vida, si es que no la diño antes de salir de la clínica, porque parece que la palomita esa (mardita sea la lechuza que la parió), llevaba en er pico el veneno de las porquerías que comen por esos basureros y me lo ha puesto a mí en la sangre. Si salgo de aquí tengo que hacer una soná y no del estilo bají como tú piensas, que ahora con un solo ojo me saldría el tiro por la culata, sino del teje maneje del calé con el poca lacha que tú sabes y en cuya casa estás y si mañana por la noche estuviera yo ahí como va a estar Clamores en la juerga que os organiza el Garambo, tú sabrías lo que estoy pensando en este momento. ¿Qué dices? No, no se trata de tu marío, que al fin te conoció al otro lado de la mar y es demasiado asaura para haber pasado por el aro del matrimonio, sino que estoy hablando del hijo de la duquesa bailaora, la de los zapatitos. A ese le tengo más ganas que al arguacil de mi tío el Verraco (la confusión de Curro era tal que aceptaba ser sobrino del Verraco, olvidando que lo había negado otras veces). Le tengo que hacer comer la paloma con plumas y todo. Yo sé que esa paloma vino de Los Gazules y a mí no me la da el Garambo, que se la guardaré hasta el último alentar de mi vida. A él y no al Quinito. Esa paloma duenda me vino desde Los Gazules (yo pensaba en la que había visto antes en la terraza) con er pico como un punzón de guarnicionero, que por poco me pasa la cabeza de lao a lao. Al Garambo se la juro por la Giralda viva y poco se me da que me lleven al tablao entre dos guardias civiles. Sí, al tablao y no al de las bulerías, sino al del garrotín. Pero aquella noche del desavío en el parque yo estaba pensando en ti y en la noche del velorio en casa de Soleá, y en todo el malange que ha caído sobre mis espaldas hasta este momento. No te digo, venadita del coño de Donata, digo del coto de Doñana (porque Curro caía en metátesis o hipérbaton frecuentes a causa de su desarreglo nervioso) que me las va a pagar todas juntas… y güeno, aquí viene er gachó de la jeringuilla (el médico) diciendo que ya basta de conversa y que es hora de ponerme otra inyección contra las malas pulgas. Ojalá duermas tú mejor que yo, venadita de Torre La Higuera, donde tan bien lo pasamos, bendita sea la madre que te parió en las Californias y rézale a la Macarena para que le mande al Garambo no un palomo, sino el lechuzo del kirieleison».

Dicho esto, colgó. Yo fui al cuarto de Laury que estaba poniéndose la chaqueta del tuxedo y le dije:

—Hay noticias importantes. Por Curro acabo de saber que el duque nos dará mañana una fiesta a la cual asistirá Clamores como bailaora y quién sabe qué otros artistas. No le digas nada al duque, porque parece que quiere darnos una sorpresa. Mañana podré hablar más con Clamores del asunto de Curro y sobre todo de esas lechuzas que llama kirieleisones y que deben estar embrujadas. Porque lo que yo decía en mi tesis…

Pero Laury bostezaba. No puede tolerar que le repita algo que le he dicho antes, aunque sea tres meses antes, porque tiene una memoria fabulosa. Es un genio del tipo memorativo. Eso lo acepto y, además, ve las raíces de mis sentires y de mis ideas y por todo eso es muy superior a mí. De otra forma yo no me habría casado nunca con él. Porque no basta que yo ame a un hombre para casarme con él. Además tengo que admirarlo.

Ya digo que lo llamo el Bato Loco, pero podría llamarlo también el Baro Manús o el Superfaraón de las tres pirámides. Para Curro es una especie de superpanoli, es decir, un príncipe oriental que merece mandar en todos los clanes y tribus de las Alpujarras. Es Laury como una estrella que cuando más lejos crees que está, resulta que te quema en el brazo o en la mejilla como esos rayos que los chicos concentran con una lupa, a veces. Y si de vez en cuando se ríe a contracabello, hay en su risa como una ventanita abierta a una locura inocente como la de un niño que quisiera cazar un elefante con una redecilla de mariposas, o sumo pontífice romano que quisiera aprender a bailar flamenco para inaugurar un concilio con un buen zapateado al estilo de Jaén. Nada de eso es dañino para nadie, pero choca y hace reír y la risa no es mala ni buena y tiene una tercera calidad, algo así como del género hermenéutico trimegista. Esto último requeriría explicaciones que por el momento me parecen ociosas, pero si llega el caso se las escribiré en otra carta, profesor. Son del bají salomónico más genuino.

Ahora que soy doctora puedo expresarme de un modo más académico y por otra parte escribirle a usted no es como escribirle a Betsy. Todo hay que tenerlo en cuenta.

Ahora siempre que voy por los barrios populares, donde hay mucha gente poco higiénica, voy en el coche y digo que soy doctora, porque aquí me han dicho que a las personas importantes no les tose nadie. Y yo suelo atrapar los resfriados fácilmente. (Falta de vitamina C).