Pastel de nupcias
Desde el día que recibió Nancy su grado de doctora, no volvieron a verla por el bar 1-2-3. Nadie ponía en la gramola el vals de Marlene Dietrich. El profesor finlandés, en lugar de sus tres vasos de whisky, bebía cuatro o cinco. Ya se sabe lo del refrán: Dos vasos son bastante. Tres vasos no son bastante. Y el profesor bebía a veces seis.
Tampoco venía Laury, lo que me confirmó en mis sospechas, y al decírselo a Blacksen comprendí que esas sospechas le producían algún malestar.
—Nosotros no podemos rivalizar con un hombre de treinta años —le dije.
—Y millonario. Sobre todo, millonario.
Me extrañó ese rasgo de inocencia en Blacksen, quien prefería pensar que Nancy amaba el dinero de Laury más que a Laury mismo.
Bueno, el que no se consuela es porque no quiere.
Yo recordaba que el día de su graduación Nancy vino al bar después de elegir en el campus una toga y un birrete a su medida, y con ella vino también Laury. Blacksen los miraba con melancolía (comenzaba a sospechar) y yo miraba a Blacksen con humor.
Con un humor disimulado, claro.
Así y todo, Laury fue a poner el vals. Yo, queriendo ayudar a Blacksen, traté de poner a Nancy en evidencia y le dije algunas vaguedades para propiciar —como diría ella— duendes adictos al viejo profesor:
—Esto de los doctorados, las togas y los birretes me parece una comedia un poco boba.
Esperaba que Laury defendería a Nancy, pero el chico estaba de mi parte:
—Todos los mitos prestigiadores son pura estupidez —confirmó él.
Blacksen, que tenía una mentalidad un poco más a la antigua, trató de protestar:
—Usted es doctor —me dijo a mí—. Usted se está acusando a sí mismo.
—No, yo no soy doctor. Nunca terminé la carrera de Filosofía y Letras en mi país —dije con cómica arrogancia.
Se quedó Blacksen asombrado.
—Entonces… ¿cómo permite que lo llamen doctor? Eso no es honesto.
Ah, Blacksen desviaba hacia mí sus rencores contra Laury. Yo le dije que tenía dos o tres doctorados honoris causa. Entonces podían llamarme doctor sin agraviar a la verdad. Y ningún duende entablador debió intervenir, porque Laury me dijo con cierta clase de entusiasmo abrupto:
—¡Esos son los únicos doctorados aceptables!
—¿Y a quiénes se les darían? —preguntó Nancy un poco desorientada.
—A cualquiera que pudiera convencernos de que merecía nuestra atención intelectual, bien fuera conductor de autobús, vagabundo, artista, filósofo natural, santo… Sobre todo, santo.
Yo pregunté, asombrado:
—¿Usted tiene ideas religiosas, también?
—No necesariamente, pero respeto la filosofía moral de esa iglesia que llaman unitaria.
—¿…?
—Es una iglesia que dice: ¿Crees en Dios? Entonces Dios existe. ¿No crees en Dios? Entonces Dios no existe. Esa actitud me parece inteligente.
Yo quería llevarle la contraria aunque fuera de soslayo:
—Esa manera de pensar es mucho más antigua que la iglesia unitaria. Confucio pensaba así en China seiscientos años antes de Cristo.
Esto pareció interesarle a Laury, quien un poco sorprendido dijo:
—Yo creí que esa iglesia unitaria venía de Michaelis Servetus.
Ah, mis duendes trabajaban. Servet era un aragonés pariente de mis antepasados que discrepaba de Roma y de Lutero, de Erasmo y de Calvino y que, huyendo de las hogueras de la inquisición española, fue a dar en las de los ominosos calvinistas suizos que lo quemaron vivo. Calvino había leído su libro «De Trinitatis erroribus» publicado clandestinamente en París y, después de discutir ásperamente con Servet, mandó quemar el libro y al autor con gran escándalo de herejes y ortodoxos.
Servet le rogó que emplearan leña seca (lo que habría acelerado la agonía, y acortado, el martirio), pero Calvino no quiso usar sino leña verde. Su agonía y muerte duró algunas horas y los suizos tuvieron el espectáculo gratis y a la medida de su sadismo.
Todas estas memoraciones pasaron por mi mente en un minuto y dije a Laury con cierta arrogancia, no tanto por él mismo, sino porque quería que me oyera Nancy:
—Ese Servetus, cuyo nombre verdadero era Miguel Servet, fue un hombre excepcional e incongruente, que como místico descubrió la circulación de la sangre y como médico la unidad de Dios. Nació cerca de mi aldea aragonesa, en Villanueva de Sigena, y tengo motivos para pensar que era pariente mío.
—Yo he leído a Servetus —dijo Laury, displicentemente— en traducción inglesa y no he hallado novedad alguna.
—¿Pero usted ha estudiado seriamente religión? —preguntó Blacksen con una expresión que pareció de ira.
—¡A ver! Si no, ¿cómo podría burlarme de las religiones?
—De la fe de la gente, cualquiera que sea, —intervine yo otra vez— no debe burlarse nadie. «Christianismi Restitutio» era una prueba de fe, realmente, admirable.
Blacksen quería apoyarme, de modo que Laury quedara en mal lugar, pero el finlandés veía a Nancy pendiente de sus labios y no sabía qué decir.
Realmente era difícil discutir con Laury, que parecía situarse por encima del bien y del mal, de la vida y de la muerte.
Yo creo que estaba un poco loco, Laury.
O lo simulaba, lo que no dejaba de ser meritorio, porque su simulación hacía de él un genio escénico o dramático.
Todavía no sé cómo clasificarlo y por eso me interesaba entonces, porque a través de todas esas cosas se podía entrever lo que hay en nosotros, los hombres, de vaguedad inaprensible, de misterio indescifrable, de consigna secreta de doble o triple fondo. De lo que yo no dudaba era de los amores entre Nancy y Laury. Y si alguna duda me quedaba, bastaba con mirar al profesor finlandés y ver la adusta melancolía de su mirada que no sabía a veces dónde posarse. Era aquella una tarde también mefítica, al menos en la calle donde estaba el bar. Se oía discutir fuera a dos mujeres viejas y negras con ese desgarro de voz incontrolada de los pobres y los borrachos. Y dentro del bar, las luces de neón rojo hacían más densa la oscuridad en lugar de reducirla.
Pensaba yo que Nancy y Laury, cuando salieran de nuestro lado, entrarían en una avenida radiante, de azules, bajo un cielo cuajado de estrellas plateadas a pesar de ser de día. Y me dije: «Eso es lo que le hace falta a Laury, un amor apasionado». Tal vez con él cambiaría radicalmente y la realidad, objetiva o no, es decir con la piedra en el sombrero o sin ella, le parecería digna de atención.
Tuve ocasión de convencerme un poco más tarde.
Porque —esto es lo asombroso— Nancy y Laury se casaron.
Ya sabemos que Nancy no tenía tampoco nada de tonta y exigió a Laury el matrimonio. Pero para desvanecer sospechas y por delicadeza no quiso una boda civil (que le daría derecho a participar en la fortuna del marido), sino una boda religiosa en la iglesia unitaria, en la del pobre Servet quemado por Calvino. Es decir, una ceremonia pública que le diera a Nancy constancia de su victoria femenina, como el doctorado se la daba de su capacidad intelectual.
Un doctorado erótico bajo los resplandores —más bien la humareda— de Michaelis Servetus.
En cambio, Laury, después de pensarlo un poco, le puso también su condición: no tener hijos. Aceptó Nancy con entusiasmo, esperando más tarde hacerle cambiar de opinión.
Pensando en aquella pareja, yo me preguntaba qué clase de duendes mediadores, solícitos o furcos había intervenido en aquello. Porque me parecía increíble.
Antes de la boda sucedieron algunas cosas. Nada realmente importante. Laury me preguntó sobre la iglesia unitaria, aunque parecía estar ya dispuesto a la ceremonia. Yo no sabía nada de esa iglesia, pero me puse a refrescar mis memorias sobre Miguel Servet y lo primero que me trajeron fue la imagen del monasterio de Sigena. Es un monasterio que no tiene nada que ver con el mártir de Suiza, ya que es una residencia de monjas nobles, pero está cerca del lugar donde Servet nació (Villanueva de Sigena, como dije) y lo he visitado más de una vez. Desde luego ese monasterio de Sigena es un lugar inolvidable, como un museo vivo y activo de la baja Edad Media.
Tal vez un lugar único en Europa.
—Lo que pienso yo sobre Servet —dije a Laury— representa una dimensión del mundo interior muy diferente, aunque no opuesta del todo, a la de los gitanos con sus supersticiones orientales. Naturalmente, los gitanos tienen una tendencia a hacer de la realidad subjetiva (que ellos se fabrican) un repertorio de cosas prácticas con las cuales ganan algo engañando al prójimo. En cambio, se podía decir más o menos en serio que Servet hace de la realidad objetiva algo esencial con lo cual quiere servir virtuosamente a Dios.
Escuchaba Laury sonriendo sin entrar en el problema. Pero aunque parezca raro, en algunas cosas coincidíamos Laury, los gitanos y yo, lo que demuestra hasta qué punto nuestro universo moral, lo mismo que el físico, se desarrollan y actúan por identidad de contrarios, es decir en esfera. Lo digo por lo que más tarde sucedió en Sevilla y Nancy me contó en una de sus largas cartas.
Pero cada cosa a su tiempo y no quiero dejarme contagiar por esa tendencia de Nancy a lo incongruente, que nos ha dejado a Blacksen y a mí con sentimientos de culpabilidad después de haber aprobado su tesis. (Ya no tiene remedio).
Viendo las cosas como son, es importante una boda en nuestros tiempos.
Lo cierto es que se casaron y fueron en viaje de novios nada menos que a Europa. Primero a París, luego a Mallorca. Finalmente a Sevilla.
El regreso a Sevilla fue un año después de haber salido Nancy de allí con el borrador de su tesis, dejando, según recordarán los que hayan leído los volúmenes anteriores, a Curro, a Quin y al duque envueltos en las malas artes de toda clase de duendes gitanos, especialmente a Curro y a Quin.
El duque tenía una piscina en el parque y pasaba en ella la mayor parte del día. No dije nada en el volumen primero porque era un detalle que no tenía importancia, pero después de leer la tesis de Nancy supongo que el duque la tenía para inmunizarse ocasionalmente contra el mal de ojo.
Esta tercera parte de «La tesis de Nancy» la he titulado Bato Loco porque se refiere más a Laury que a ella y Nancy había oído esa expresión a hippies y a chicanos (mejicanos nacidos en USA). No dejaba de extrañarle que tanto los unos como los otros coincidieran en algunas expresiones con los gitanos y también en algunas costumbres, como el vagabundaje, la oposición a toda norma, la tendencia anarcoide. Bato se dice entre los gitanos para designar al poderoso. Y Loco le iba muy bien a Laury porque, como sabemos se reía a carcajadas con el menor pretexto y era una risa incontrolada y orgiástica.
Entre alguna clase de locos hay también esas explosiones de euforia. En el caso de Laury supongo que lo hace para llevarle la contraria a su padre, quien, como buen presbiteriano, no se ríe nunca.
Yo creo que a Laury le tenía todo sin cuidado, incluida su riqueza, porque nunca hacía alarde de ella. En un momento de sinceridad me dijo un día:
—Yo me caso con Nancy, entre otras cosas, para gozar de mi fortuna, porque para mí solo no tiene sentido.
Y era verdad. Cualquiera que lo viera creería a primera vista que era uno de esos estudiantes que esperan el cheque siempre tardío de su padre para pagar el alquiler de su modesta vivienda.