Blacksen cree en los agentes solícitos
En la tarde brumosa (entre niebla y smog) de la ciudad, el profesor Blacksen, dos veces divorciado y todavía con el faro piloto de su escepticismo encendido, estaba acostado en un diván, en su casa, y ojeando el Kalevala, donde tres hermanos gigantescos hacen grandes hazañas físicas con sus equivalentes morales (metafóricas). Pero nada de aquello le convencía. Estaba pensando en los misterios medio entrevistos del pueblo gitano y se decía: la subcultura gitana de esa niña encantadora que es Nancy me intriga más y sobre todo me parece más vital que el Kalevala. Aunque a veces es altamente objecionable.
No podía entender por qué.
Si hubiera reflexionado un poco, habría visto que es más vital lo inexplicable que lo evidente y obvio. Con la condición de que lo inexplicable no lo sea por razones físicas sino intelectuales y, por decirlo así, sobrenaturales. Es el caso de los frenéticos calés.
Pero a las cuatro de la tarde el aire estaba espeso y oscuro y las ventanas no dejaban ver sino hileras de coches volviendo de un partido de fútbol en el stadium. Habían ganado los estudiantes de la universidad y hacían sonar las sirenas alborotando el barrio. Pensó Blacksen que su vecino del piso inferior, Laury, debía estar indignado. Aquellas formas de entusiasmo le molestaban. O tal vez estaba riendo a carcajadas. Nunca se sabía por dónde iba a salir aquel chico.
No habría querido Blacksen que aquel joven fuera su hijo. Parecía saber sobre todas las cosas más que él. Y, sin embargo, no le era antipático. Viendo unas hojas de la tesis de Nancy sobre la mesa pensó que tal vez Laury era como los gitanos que dicen no creer en nada y están llenos de supersticiones. Allí mismo había un libro de Borrow abierto por la página 184 en la que el autor habla con una gitana llamada La Tuerta. Y Blacksen leía el diálogo:
YO.— ¿No temes a Dios, oh tuerta?
LA TUERTA.—Hermano, no tengo miedo de nada ni de nadie.
YO.— ¿Crees en Dios, tuerta?
LA TUERTA.—No creo, hermano. Odio todo lo que tiene que ver con esa palabra. Todo es tontería. Me diñela conche. Si voy a la iglesia es para cortar alguna bolsa. A los bultos pintados, que se los lleven los mengues. Me gustan los londonés (ingleses) porque no están bautizados.
YO.—Desde luego, tú no rezas nunca.
LA TUERTA.—No, no. Hay tres o cuatro palabras que me enseñaron los viejos, ya muertos, y a veces las digo yo para mí misma. Parece que me dan alguna fuerza.
YO.—Me gustaría oírlas. Dímelas, por favor.
LA TUERTA.—No son palabras para dichas así como así.
YO.—¿Por qué?
LA TUERTA.—Son palabras sagradas.
YO.—¡Sagradas! Si no hay Dios, como dices, no puede haber palabras sagradas. Por favor, dime las palabras, oh Tuerta.
LA TUERTA.—Hermano, no me atrevo. Me dan fuerza y con ellas reparo la falta del ojo. Porque con un solo ojo una calé está perdida.
YO.—Entonces resulta que tienes miedo de algo. Antes decías que no.
LA TUERTA.—Yo no tengo miedo. Ahí van las palabras: Saboca, Enrecar, María Ereira.
YO.—No sabes lo que dices, oh Tuerta. Esas palabras son de calé muy antiguo, de ese que ya no hablan ahora. ¿Sabes lo que quieren decir?: La Virgen María nos asista. ¿En qué quedamos?
LA TUERTA.—No sé. Ojalá no hubiera dicho esas palabras. Ahora me darán mal bají.
El profesor Blacksen cerró el libro con desgana y pensó: así es todo. No creemos en el amor y amamos, no creemos en la patria y soñamos con ella, no creemos en la cultura y buscamos afanosamente las subculturas, no creemos en la amistad y buscamos los amigos. Algunos no creen en Dios y rezan, como esa gitana.
Se sentía más solo que nunca y cuando se hizo de noche sintió algo, como ganas de darse un tiro en la cabeza. Habría abierto la botella del whisky, pero no era solución. Sus riñones, su hígado de hombre viejo, sufrían aunque el cerebro excitado se iluminara y de momento pasara el amargo trance. No quería beber más.
Tampoco quería dormir. Era temprano y si se acostaba dormiría dos o tres horas y quedaría desvelado el resto de la noche.
Pensó en comer algo, pero a pesar de los vasos que bebió en el bar no se había abierto su apetito. Con lo que no podía era con su soledad. No se trataba solamente de la compañía física de alguna persona. En ese caso habría llamado a Laury y en dos minutos lo tendría allí hablando mal de los equipos de fútbol de las universidades que hacen con los pies lo que no pueden hacer con la cabeza. Lugares comunes. Había que tener cerca —para sentirse acompañado— una persona a la que se tuviera algún afecto. Una persona a quien se quisiera por una razón u otra. Sólo esas nos acompañan.
Pasaron dos o tres horas. Llegó a abrir un armarito donde tenía el revólver. También tenía unos frascos llenos de cápsulas para dormir. Con dos cápsulas se podía dormir una noche. Con cincuenta cápsulas se podía dormir, tal vez, una noche eterna, y estuvo dudando. Luego cerró el armario y volvió a sentarse en el diván que tenía el forro de gutapercha negra. Le pesaba el universo, encima. Llegó a sospechar si aquellas depresiones súbitas pero duraderas serían los sidefects del alcohol, del que abusaba con frecuencia, aunque sin llegar a embriagarse. Se hizo el propósito de no beber más, pero ese propósito no le resolvía el problema del momento. Y no sabía, como los gitanos, crearse su propia realidad, con sus duendes, sus agentes y sus triángulos.
Sentía una angustia tremenda. Era como si estuviera en el umbral de un infierno silencioso, vasto, profundo, vacío o lleno de vacío y de nada, de una nada que se resolvía en mil formas diferentes de angustia. De una angustia que nadie más que él conocía y sufría.
«No soy nada para nadie», se dijo. Ni como hombre, ni como profesor, ni como vertebrado superior o inferior. No tenía miedo a nada, pero tampoco esperanza: Nec spes nec metus. No tengo miedo de nada ni esperanza en nada ni en nadie. ¿Qué hago en la vida? Pensó que si tomaba las cápsulas del sueño eterno dirían que se había suicidado por el procedimiento de las mujeres (alguien diría como los maricas que abundan en algunos departamentos de las universidades). Si se suicidaba con el revólver corría el riesgo de no acertar, porque no sabía bastante fisiología. Casos había de hombres que se habían disparado un tiro en la sien y no habían conseguido sino quedarse ciegos y vivir sin luz treinta años más. Horrendo. Treinta años más en el umbral del infierno. Ese umbral que ya conocía. Le habría gustado ser gitano.
Entonces, ¿qué hacer? Las ventanas de su casa no eran bastante altas para estar seguro de matarse arrojándose por ellas. Un «duende furco» habría sido mejor.
No había más que aguantar aquella angustia que le invitaba a llorar y que le impedía llorar al mismo tiempo. Las ambivalencias en las que también la gente de las subculturas se bañaban y con ellas gozaban o sufrían.
Y cerró los ojos. Sentía los latidos del corazón cada vez más vivos. Se tomó el pulso: ciento treinta pulsaciones. Pensó en llamar al médico, pero los médicos no iban a las casas. Si los llama uno y dice que se siente muy mal, le aconsejan que pida una ambulancia y vaya a un hospital de urgencia. Un médico le dijo hacía algunos meses, cuando se sintió con todos los síntomas de la angina péctoris: «No puedo ir. No suelo ir a hacer visitas a domicilio. Espere usted unos días y cuando se ponga mejor venga a verme».
¿Era un humorista o un cínico?
Nunca se sabe. Tal vez un idiota. O simplemente un hombre razonablemente interesado en su propio bienestar.
Todo el mundo era idiota. O loco. Bueno, más bien la mitad idiota y la otra mitad loco. Por eso era tan difícil entenderse con la gente.
Pensó por un momento que lo que le sucedía era que no tenía ningún agente propicio para ayudarle a formarse una realidad. ¿Qué era lo que necesitaría él? ¿Un velador, un abordero, un solícito, un prolijo retardador (y fue a poner en el tocadiscos el Bolero de Ravel), un diligente, un gordo cerbatano, un moro conciliante? No recordaba lo que representaba ninguno de ellos ni la manera de usarlos. Tal como lo explicaba Nancy no estaba muy claro.
El bolero sonaba indecentemente sensual. No podía él, con aquellas músicas agitanadas, todas caderas y pechos, con la armonía dominando la melodía, con un ritmo retardado de carácter decadente y degradante. Lo peor de aquello era que le gustaba.
Fue al tocadiscos y lo cerró con el pie.
Cerca estaba el teléfono. Marcó el número de Nancy y cuando ella se puso al teléfono, le dijo:
—Mira, niña, estoy solo y estoy muy mal. Estoy tan mal que no puedo resistir la tentación de suplicarte que vengas un rato a hacerme compañía. Son ya las siete y media de la tarde y comprendo que no es hora adecuada para una cosa así, pero estoy viendo las puertas del infierno. Ven, si puedes, y hazme compañía un rato.
Ella respondió, sin sentirse contagiada de dramatismo alguno:
—¡Qué duda cabe, profesor! Estaré ahí en algunos minutos.
Y colgó. El profesor se sentía un poco aliviado. En algunos minutos habría alguien que le acompañaría. Alguien. Una mujer joven, bonita e inteligente que tomaba profundamente en serio los misterios de las subculturas mediterráneas.
Se sentía mejor.
No tardaría en llegar Nancy con su sonrisa juvenil, su cabellera rubia, su vestido de colores frescos, a acompañarlo y a hablar no importaba de qué.
Lo importante era hablar con alguien por quien sintiera algún afecto.
Se encontraba del todo bien.
Sin embargo, Nancy tardó bastante. Ya se sabe que cuando una muchacha dice «algunos minutos» quiere decir menos de una hora. Pero pueden ser cincuenta y nueve minutos, desde luego.
En todo caso, Blacksen no tenía miedo, pero tenía esperanza. Había algo que esperar. Esperaba a Nancy. Él la retribuiría con algunos consejos en relación con la tesis, y para eso se puso a leer afanosamente el borrador del último capítulo. Así estaría en condiciones de demostrarle su interés. Pero no estaba de acuerdo con nada. Encontraba la tesis divagadora y confusa.
Nancy no tardó cincuenta y nueve minutos, sino una hora y veinte minutos. Había que tener en cuenta que en el camino invirtió media hora. Todo estaba justificado. Y allí estaba Nancy.
Entretanto, había leído Blacksen más de treinta páginas cuidadosamente, marcando los márgenes con líneas de lápiz azul. Aquello del duende furco interviniendo una vez y otra no acababa de entenderlo. Lo del triángulo tampoco. Pero ¿es posible entender nada de lo que piensan los gitanos?
Eran ya las nueve. Comprendía que era una hora indiscreta para una muchacha soltera y se sentía lleno de gratitud y un poco arrepentido y culpable. La pobre tendría que regresar en plena noche llevando el coche, ella sola, por un barrio de negros hasta llegar al suyo, a lo largo de calles y avenidas mal iluminadas.
Llevaba Nancy un gabancillo color rosa seca que Blacksen le ayudó a quitarse.
Debajo iba Nancy con un pyjama semitransparente de color gris claro que mostraba todos los encantos velados de su espléndido y semivirginal desnudo. Aquello dejó a Blacksen mudo de asombro, pero como hombre civilizado, trató de disimular. A ella, por otra parte, le parecía tan natural, que no quiso darse cuenta de su sorpresa, lo que ayudó al profesor a sentirse cómodo.
Se sentaron y el profesor, con gran suspiro, dijo:
—¡Oh, niña mía, y cómo te lo agradezco!
Pero, obviamente, Nancy no iba para estar media hora con él, sino dispuesta a pasar la noche en el gran lecho que había en el dormitorio contiguo. Por decir algo, Blacksen se puso a hablar de la tesis y del misterio del Gran Lacha. Ella le interrumpió:
—Es el Baro Lacha, que me ha dicho lo que tenía que hacer para sacarle a usted de su zozobra y por eso he venido. Dejemos la tesis a un lado y mañana trabajaremos si usted quiere. Por ahora yo quisiera un poco de brandy.
No faltaba en aquella casa y el profesor se apresuró a servirla. Mientras lo hacía, sintió alguna reacción de virilidad que al principio le sorprendió un poco y después le hizo sentirse mejor: «Un milagro —dijo para sí—, a mi edad». La gente de los países norteños comienza más tarde y acaba más pronto su historia erótica, al parecer.
En todo caso, después de tomar dos brandys, dijo Nancy que quería acostarse porque el día siguiente sería un poco agitado.
Dentro de los muros, la música se hizo más lejana (después de oprimir Blacksen un botón en el marco de la puerta del dormitorio) y —¡otra sorpresa!— aquella música era nada menos que el «Aniversario». El vals lento y dulcísimo.
En el lecho, el milagro se cumplió y se repitió dos veces. Blacksen no acababa de creerlo. Creía que los milagros se producen rarísimas veces. Se sentía tan a gusto, tan despejado de mente y tan feliz y reintegrado en la dulzura, que «decidió» enamorarse de Nancy. En la medida que ella se lo consintiera, claro. La diferencia de edades era tremenda y él sabía que a pesar de todo Laury andaba interesado en ella. «¿Te ha visto subir?», le preguntó, y ella afirmó despreocupadamente.
Después de los tres milagros (el tres de los gitanos y de los religiosos orientales) vio que ella se dormía y la contempló. Su perfil era el de una niña de diez años. Estuvo mirándola con ternura y con agradecimiento. Quería preguntarle otras cosas, pero no quiso despertarla. Su corazoncito latía ya con la lentitud del sueño. Él se sentía desintoxicado. Con eso quería decir «saturado de amor».
Se dejó caer en la almohada evitando el contacto con el cuerpo de Nancy, para no molestarla.
Y como suele suceder en esos casos, entró Blacksen sin darse cuenta en lo que suele llamarse la memoración general, es decir, la revista (como en una pantalla interior de cine) de su vida anterior. Desde su infancia fantástica, como son todas las infancias.
Y lo más curioso era que la rememoración, mientras estuvo despierto, pasó a convertirse en sueño (es decir, continuó sin interrupción) una vez dormido.
Y eran recuerdos con ritmo —el ritmo de la respiración dulcísima de Nancy— y con palabras que no sabía de dónde salían:
En los caminos del Helsinki verde
las nubes andariegas con cayado
iban hacia la Estonia del granizo
y el perro del branquil adormecido
gruñía a los gitanos mal vestidos.
Los laureles declinantes del amor los estaba gozando el pobre profesor en su gran lecho de hombre divorciado dos veces y seguía —dormido— con sus remembraciones generales, diciéndose: «¿Cuáles serán los agentes gitanos que intervienen en todo eso?». Y lo pensaba dormido. Porque, por más que digan, también pensamos durante el sueño, y son pensamientos más lúcidos, aunque parezcan menos congruentes.
En Vaasa he dejado por ahora
el sencillo albedrío de los tramos
entre mi seno puro y el espíritu,
mientras que las ampollas del aire, arracimadas
en torno al campanil de troncos verdes,
nos llamaban a la misa de los doctores brujos.
Sintió Blacksen un contacto en la rodilla: el muslo desnudo de Nancy. Se retiró un poco con un sentimiento de culpabilidad (sin dejar de dormir) y siguió con su rememoración lírica:
El primor niño de las cornamusas
tremola con los aires del cantueso,
los postes del telégrafo echan brotes
y flores amarillas y azufradas
se alinean al lado del camino.
Se oyó en la garganta armilar de Nancy un asomo de ronquido, pero se corrigió enseguida y volvió a su respirar angélico. Sin dejar de dormir, seguía Blacksen con su «general recollection», como dicen en inglés:
En cambio, desde abajo, por las lindes,
subía el oleaje de la siesta
con sombra de chumberas y de cedros
y el caballito azul de los ingleses…
Como entre los que duermen juntos suele haber alguna misteriosa relación mental, la remembranza general pasó a Nancy, quien se decía sin palabras:
Esparveres de altura con la flor del espliego
buscan por la vertiente a los enamorados,
y al dios provisional que los desnuda,
sabedor siempre alerta
de aquello que se sabe sin saber.
Y así fue pasando la noche, como pasan todas las cosas, sin pausa y sin prisa.
Cuando despertaron se encontraban frescos, nuevos, con los huesos fluidos y el alma limpia.
Pero en la casa había esa clase de alboroto reprimido (de discreto escándalo) que suele haber en las casas de buenas costumbres cuando ha sucedido algo inusual. Voces en los pasillos, carreras reprimidas sobre las alfombras de los corredores, ascensores que suben y bajan dejando oír el blando choque con el suelo y el abrir y cerrar de las puertas de bordes acolchados.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
En el pasillo se oyó una voz alarmada. Era una mujer hablando con un hombre. Sin duda había sucedido algo en el edificio y, por un instante, Blacksen imaginó que podía tratarse de un crimen o un suicidio. En realidad era sólo un estudiante que fumando mariguana se había quedado dormido y había provocado un pequeño incendio dentro de su cuarto.
Nancy se duchaba en el cuarto de baño y luego se vestía apresuradamente. Atribuyó el profesor su prisa al escándalo de los pasillos y le dijo lo que sucedía. No había que alarmarse.
Pero Nancy no estaba alarmada.
Su prisa obedecía a otra causa:
—Se me hace tarde y tengo una cita en mi club.
—¿Qué club?
Ella parecía renuente a confesarlo. Creía que el profesor no iba a tomarla en serio:
—Un club de paracaidistas. Nunca he saltado de un avión. Y hoy es mi turno, a las nueve en punto.
Eran las siete, pero le llevaba más de una hora llegar al campo donde el club tenía sus aviones. Y habría que plegar los paracaídas, cosa que hacía la misma persona que saltaba, porque nadie debía aceptar la responsabilidad de lo que pudiera suceder. Ella había aprendido ya muy bien a plegarlos. Pero aquel era el primer día que iba a saltar de un avión.
—¿Desde qué altura?
—Desde seis mil pies. ¿No es excitante?
Lo decía con su fina voz, casi infantil, y un extraño entusiasmo secreto:
—¡Seis mil pies!
Es decir, casi tres mil metros. El profesor estaba de veras espantado. ¿Cuántos agentes gitanos necesitaría para salir bien de aquella aventura? Naturalmente, esa pregunta no la hizo, pero le andaba por la mente. No se atrevía Blacksen a aconsejarla en aquella materia, porque ni era su padre, ni su marido. Pero le preguntó:
—¿Te das cuenta, my child, de lo que vas a hacer?
—Oh, sí. Hace tiempo que esperaba que me llegara el turno. ¡Seis mil pies! Debe ser exciting, de veras.
Y, ya vestida y sin tiempo para maquillarse, besó a Blacksen en los labios y se fue al ascensor casi corriendo. Los pasillos olían a tela quemada.
Blacksen pasó todo el día inquieto hasta que por la tarde sonó el timbre del teléfono de su oficina y oyó la voz de Nancy:
—¡Maravilloso! —dijo—. Sólo hubo una dificultad. De los dos paracaídas se abrió uno y el otro no quiso o no pudo abrirse. Así, caí con un poco más de gravidez de la que esperaba y me hice una contusión en la cadera y me he torcido un poco el tobillo izquierdo.
Pero parecía completamente feliz.
Por la tarde se reunió con Laury y con el profesor en el 1-2-3 adonde después llegué yo también. Contó Nancy cómo los tirantes que la sujetaban por el pecho y la entrepierna parecían acariciarla mientras las brisas la columpiaban sobre el mar y la tierra. Desde seis mil pies se veían, al menos, cincuenta millas de profundidad en el mar y otras cincuenta en las montañas debajo de sus pies. Los horizontes subían y bajaban a la derecha, a la izquierda, delante y detrás.
Eran caricias en todas direcciones. Y con ritmo, porque las brisas y el péndulo de la suspensión formaban un ritmo regular. Era como hacer el amor con el universo sólido, líquido y gaseoso —las nubes—, pero dulcísimo de sentir, eróticamente hablando.
El profesor le preguntó:
—¿Y todo eso… era necesario?
—Pues, no sé cómo decirle. Es que Richard, mi primer novio, se negó a copiar la tesis. Yo me consideraba un poco disminuida. Tenía que inflar mi ego, como dicen los psiquiatras —Nancy decía mi igo a la manera inglesa, lo que resultaba humorístico— y entonces decidí saltar del avión. Él se ha enterado ya a estas horas.
Ah, vamos, ella quedaba encima. La cuestión era quedar encima. Cuando hubo contado todo aquello con verdadero frenesí, se quedó un momento callada y luego dijo, con cierta timidez:
—Pero ahora, con el tobillo dolorido y la cadera un poco resentida, tengo algo de miedo. No mucho. Un poco de jindama, más bien, que diría el Cantueso.
La mirábamos, los dos, todavía asombrados y en silencio, y ella añadía:
—¿No es ridículo, tener miedo?
Dos o tres días después, el profesor Blacksen pudo comprobar que el golpe recibido por Nancy al caer le había dejado una señal azulina en la cadera. Una contusión que ya no le dolía. El profesor besó aquella mancha azul con reverencia para (dijo él, que había leído ya la tesis entera) conjurar a los mengues del mal bajío y a su jefe supremo, el rey de las moscas.
A través de Nancy, los gitanos habían logrado penetrar en la conciencia moral del profesor finlandés. Tal vez porque con Nancy habían logrado un intercesor. Y sin necesidad de violencia ni de duende cerbatano alguno.
San Diego, Cal., 1973.