IV

La versátil Nancy y Buda

La cosa era intrincada y Nancy quería hacer entender al profesor que el busnó injerente era una especie de detonador para que funcionara el duende-furco. Era lo que había sucedido con el Chaleco y la infección del criado vasco.

Sin ese detonador no había peligro para nadie. Y Nancy lo explicaba una vez más, poniendo como ejemplo nada menos que la bomba atómica de hidrógeno. Si no hay detonador, no hay nada.

Al llegar aquí el profesor se negó a seguir escuchando, aunque le intrigaba el caso del gitano, ya que creía que las páginas de Jorge Borrow tenían autoridad académica. Dejaron la cosa pendiente para el próximo seminario en casa del profesor, quien escuchaba también con melancolía (la misma que Laury ponía en su contemplación de Nancy) el vals de Mata Hari.

Durante los dos o tres días siguientes, Nancy no vio al profesor, pero el sábado fue a su casa una hora antes de la convenida. Nancy estaba bien educada y no se presentaba, sin embargo, en casa de nadie sin llamar antes por teléfono.

Cuando Nancy llegó, la primera pregunta que le hizo el profesor finlandés fue:

—¿Qué es eso del busnó? Porque he estado pensando en eso y no lo he hallado en los diccionarios. Supongo que esa palabra tiene algún sentido trascendente entre los gitanos.

Feliz Nancy de poderle responder con textos seguros, abrió su cartera y sacó varios papeles. Leyó algunas líneas traducidas también de Borrow (The Zingali. Dents and Sons. London, 1914). Nancy iba leyendo: «Los primeros gitanos que entraron en España por el sur de Europa trajeron la palabra de Hungría, es decir, de los gitanos húngaros. Y la palabra es como una consigna secreta que se dice en Hungría con desdén contra alguien a quien consideran despreciable». Nancy interrumpió la lectura para añadir por su cuenta: «Yo he visto que también dice Borrow que esa palabra es un Shibboleth, de origen semítico. Yo no sabía lo que era Shibboleth, y buscando en varios diccionarios he visto que una de sus acepciones es “mazorca de maíz”. ¿Qué raro, verdad?».

Pero volvió Nancy a su lectura: «En Hungría es una palabra frecuente, un tranquillo equivalente al español “carajo”. Busnó, por tanto, en España quiere decir “el del carajo”, o el que dice constantemente esa palabra. Es un carajo. O lo mandé al carajo». Eso dice Borrow. Luego yo he buscado el carajo en todos los diccionarios, sin hallarlo. Es un fonema evasivo, doctor Blacksen. La palabra más aproximada que he podido hallar es carabo, embarcación morisca pequeña. Pero hay otro carabo que es un ave especie de cuervo que se come a los abejorros, según el diccionario. Eso me dio una pista. Curro, al hablar del abejorrito Quin, solía decir: «¡al carajo con él!». Y tal vez esta palabra viene del carabo, comedor de abejorros.

—¡Interesante!

—Luego descubrí que cuando algún andaluz, más o menos agitanado, habla mal de otro, dice de él: «Es un carajo a la vela». Esta es una derivación oculta, y por apócope o síncopa se convierte tal vez en caravela, barco español de la época de Cristóbal Colón.

El profesor miraba con recelo a Nancy:

—No hay que apresurarse en sacar conclusiones. La filología es un arma de doble filo y puede herir al que la maneja. Lo mejor sería que deje usted la nota al pie con las palabras de Borrow, que es una autoridad lo mismo en lenguajes semíticos que en indoeuropeos. ¿Los del carajo no serán todos los que usted llama payos?

—No, señor. Yo también lo pensaba, pero he comprobado que son cosas diferentes. El busnó es el payo importante en Andalucía. Y también tiene relación con el macho cabrío. Yo digo si será por eso de la mazorca de maíz a la que aluden los húngaros. Porque los machos cabríos comen maíz, en Hungría y en España: el busnó. El macho cabrío en España se llama cabrón, que es una palabra fea entre los gentiles, digo los no gitanos. Estos lo saben, y a veces cuando dicen el busnó piensan también en el macho cabrío.

—Los gitanos no quieren a los payos, según parece.

—Los odian a muerte. El gitano que cuando llega la noche se acuesta a dormir sin haber engañado a un payo, no puede pegar los ojos.

—¿Y cómo los engañan?

—Para robarles algo. No son grandes ladrones los gitanos. Por ejemplo, no roban bancos. Esos se los dejan a los busnós. Pero roban gallinas, caballos y ahora, si pueden, automóviles. Trabajar lo consideran una vergüenza, profesor. Una forma de degeneración. Los gitanos son muy peculiares. Me han contado que en la cárcel de Sevilla había un gitano condenado por homicidio (ellos a veces matan, pero nunca a un payo, sino a otro calé), y en una visita del gobernador el director de la cárcel dijo que todo iba bien y que los presos iban diariamente a los talleres que les correspondían y trabajaban según el reglamento, menos un gitano. Un tal Gallino. El gobernador lo llamó y le dijo: «¿Por qué no trabajas como los demás, Gallino?». El gitano se alzó de hombros y respondió: «farta de costumbre zeñó gobernaó». Pero el gobernador insistía: «Tienes que trabajar como cada cual. Vamos a ver. Yo soy el gobernador y tú eres el Gallino. Y somos amigos. Venga esa mano. Toma este cigarro puro, que es habano y de los buenos. Ahora yo de amigo a amigo te pido un favor, Gallino. Entra mañana en el taller y haz lo mismo que los demás. Como tú sabes, ese trabajo se paga. ¿Me prometes hacerlo?».

Se quedó el Gallino pensando un largo rato con la mirada en el suelo, y por fin dijo:

—Por usted lo haré, señor gobernador, pero por favor, que no se entere mi familia.

Contada esta anécdota, con la que Nancy creía ilustrar bastante bien la actitud del gitano ante el sentido social del mundo moderno, el profesor se quedó mirando al techo.

—Un pueblo primitivo —dijo.

—Primitivísimo, profesor. Debo advertirle que en el curso de mis investigaciones he hecho un descubrimiento que considero de primera importancia en relación con las religiones orientales.

El profesor parecía abrumado por la diversidad y la variedad de los puntos de enfoque de Nancy, y aunque la versatilidad es una virtud muy estimada entre los americanos, aquello le parecía un poco divagatorio. Así y todo, con alguna curiosidad le preguntó cuál era su descubrimiento.

—He descubierto los orígenes del budismo.

—El budismo viene de Buda.

—Sí, pero Buda no existió nunca. Es un nombre mítico.

—Eso lo sabemos hace muchos años, Nancy. Al menos no existe la menor referencia histórica a su sagrada persona.

—Pero yo he descubierto el origen leyendo a los clásicos españoles y penetrando un poco en la lingüística.

—No la entiendo, señorita.

Nancy explicó que la primera palabra que todos los bebés dicen cuando comienzan a jugar con su garganta y sus labios y a emitir sonidos, generalmente a los siete u ocho meses de edad, la primera palabra articulada que pronuncian es una palabra fea. Algunos escritores españoles, como el autor de La Celestina, lo dicen lamentando la tristeza del destino humano, ya que lo primero que hace un niño cuando nace es insultar a su madre, que lo cuida y lo mima. La primera palabra es puta. Y es natural: una consonante bilabial acompañada de la vocal obligada: pu, y otra consonante dental acompañada de la vocal correspondiente al abrir la boca: ta. Es natural e inocente que el bebé diga puta y también que la madre se extrañe y el papá se inquiete. Puta. Pues bien, entre los orientales de nariz corta y aplastada y de hocico un poco más prominente, la p se hace b, también bilabial, y la t, dental, desciende un poco (desciende la lengua) para pronunciar una interdental, que es la d. Lo que dicen es, pues, Buda. La escritura de las religiones es de origen realista y práctico, para acabar en lo metafísico puro. Así el cristianismo comienza con la cruz y se completa con la teología mística. El budismo comienza con el misterio de la primera palabra que dice el hombre cuando nace. Si en el principio fue el verbo, como dice Platón, en el principio oriental el verbo fue la primera manifestación comunicativa del hombre: la palabra Buda.

—Confieso —dijo el profesor— que su teoría tiene una base sólida, pero no sé qué relación puede tener con su tesis.

—Es que hay cierto budismo en la naturaleza más secreta y profunda de los gitanos, como lo hay en los hippies modernos.

El profesor se llevó las manos a la cabeza, y dijo con un gran suspiro:

—Señorita, por favor. Antes de seguir adelante le ruego que escriba una introducción, situando la tesis en sus términos concretos. Escríbala, tráigamela, y sobre ella podremos establecer bases de trabajo.

—Con mucho gusto, profesor.

Nancy iba a marcharse, pero el profesor le preguntó:

—¿No va a quedarse para asistir al seminario?

Ella volvió a sentarse:

—Usted sabe que aprecio muchos sus conferencias.

Porque, a pesar de todo, al profesor sesentón Blacksen le gustaba ver en la clase a Nancy, sobre todo si se limitaba a escuchar y no intervenía con preguntas o comentarios desorbitados. Porque, como sabemos, Nancy era una muchacha de delicados atractivos naturales.