No había lago aquí en otros tiempos, eran grandes canteras de arena que se cegaron. Se echó agua dentro, se pusieron unas barcas encima, se guardó un poco de arena para inventar una playa no lejos de la cual se fijó en el agua un mástil de ancho diámetro erizado de trampolines, plataformas y escaleras metálicas, y que parece un derrick pintado de blanco. El verano próximo pedalearán también los patines, se deslizarán las planchas a vela y resoplarán los remadores de pagaya; cada noche una de las barcas, medio sumergida, tendrá el papel del do octavado en el gran final del crepúsculo, pero aún falta tiempo. De momento comienza la primavera, acaba la hora del té, el cielo está despejado. Funámbulo en la línea quebrada del horizonte, el sol se vierte en cubos de bermellón sobre el agua helada del lago artificial.
Durante la travesía, Chopin no se volvió una sola vez, ni hacia el Parc Palace ni hacia el matrimonio Clair instalado detrás de él, silencioso. La conducción del fuera borda no se le daba muy bien a Mouezy-Eon, no iba en absoluto vestido para ello, además su estilo de pilotaje era el mismo que al volante del R8 salvo que llevaba la lancha a tumba abierta, como para quitársela de encima lo más rápido posible.
Se acercaron, pues, muy pronto a la otra orilla del lago, donde el parque deportivo ofrecía el aspecto de una gran extensión de césped bien peinada a los lados pero víctima de una violenta crisis de crecimiento, atormentada por lo desproporcionado de su dimensión y a disgusto con aquel traje verde demasiado grande, demasiado nuevo, como un joven gigantón bien educado que no sabe qué hacer con su cuerpo. Entre semana, nadie lo frecuentaba a aquellas horas excepto tres corredores a pie que se perseguían sin mirarse, desapareciendo, resurgiendo al filo de las ondulaciones balizadas por arbustos. Nítido, monocromo y bien ordenado, aquel decorado parecía tan falso como un lienzo pintado o una transparencia, el único relieve concreto era un coche negro muy largo estacionado en brusca inclinación no lejos de la orilla —y la figura de un hombre flaco y mate permanecía inmóvil junto al agua, de pie en un sistema de atraque primitivo, una gruesa anilla de hierro empotrada en un saliente de hormigón.
A unos metros de la orilla, Mouezy-Eon tendió un rollo de cuerda a Chopin que lo lanzó a la figura. Esta, inclinada de través, cogió la cuerda que metió en la anilla antes de tirar de la lancha, volviéndosela a lanzar a Chopin. Oswald Clair saltó a tierra antes de atracar del todo y se alejó con paso rápido como si conociera el camino, Suzy iba a su lado, un poco rezagada. Chopin enrolló la cuerda a una cornamusa mientras los miraba acercarse al coche negro: Oswald, en cierto momento, se volvió hacia Suzy, pronunciando unas palabras mientras se golpeaba ligeramente un bolsillo de la chaqueta, ella contestó con una sonrisa helada que Chopin no conocía. Mouezy-Eon paró el motor.
—Adelante —dijo saliendo prudentemente del fuera borda.
Nosotros, en Europa occidental, vemos con muy poca frecuencia automóviles tan grandes como aquel largo coche negro; semejantes modelos ocuparían naturalmente demasiado sitio en nuestros pequeños terrenos. Hay que ir a escudriñar las extensiones inmensas al otro lado del Atlántico o del río Dnieper para descubrir limusinas de aquel tamaño, que una elite obrera ensambla en las cadenas de montaje de las factorías Zil o Buick. A cada lado de aquella, tres puertas de cristales ahumados se abrían a tres hileras de asientos de cuero color gris perla, breves y sofisticadas antenas fijadas en las alas traseras permitían captar todas las señales hertzianas del mundo, y sin gran dificultad habrían podido cenar trece personas alrededor del capó; por su parte, Chopin no había visto nunca un vehículo semejante en la región de París. Siguió a Mouezy-Eon en dirección a él, la figura angulosa cojeaba un poco a unos metros de distancia.
Chopin tampoco había visto nunca al hombre que hablaba con Oswald Clair por el cristal bajado, instalado en un asiento de la hilera central. Era un sexagenario de constitución débil, hundido en un traje gris que se confundía con el tono de su asiento y que parecía menos instalado que absorbido, integrado en el asiento del que sólo emergía su rostro de ojos pequeños y vivos, labios delgados. Sus manos finas parecían también extraídas del asiento, bajadas como brazos del mismo y susceptibles en cualquier momento de volver a subirse en él. El Gauloise amarillo que desenvolvía un hilo de humo gris al extremo de sus dedos parecía así consumirse solo, olvidado en el cenicero fijo en el extremo al cabo del brazo.
Cuando Chopin llegó al coche, seguido de Mouezy-Eon y de la figura instalada de inmediato al volante, Oswald Clair se estaba sacando del bolsillo un objeto diminuto que tendía al hombre sentado en el coche.
—Lo esencial está aquí —decía—. Naturalmente, en estas condiciones, no he podido llevármelo todo.
Chopin no vio la forma exacta del objeto tendido por el marido de Suzy pero realmente era minúsculo, tan pequeño como gruesas las tres paredes de documentos sustraídos seis años atrás por el tránsfuga.
—Las normas —dijo Maryland—. Espero que haya podido procurarse las normas.
—Las tres versiones —confirmó Clair—, con las correcciones de Ratine y el memorándum Boyadjian. Encontrará también los protocolos de reunión del grupo Técnica y Previsión, y la mayor parte de sus informes al comité de superficie.
—El comité de superficie —evocó Maryland con melancolía—. Si pudiera poseer algo sobre ello…
—Tengo sus síntesis internas —dijo Clair—. De cuatro años.
—¡Cómo! —se extrañó Maryland—. ¿Lo han dejado salir con eso también?
—No se haga ilusiones —dijo Clair—, a ellos les conviene. Si doy la impresión de marcharme llevándome verdaderos documentos, eso les permite hundir a Veber un poco más. Fuera del comité, nadie sabe que esas informaciones no son ya muy importantes. Hacía ya tiempo que habían previsto modificar su logística, de todos modos, les da igual. Todo eso ya sólo tiene un interés muy relativo.
Los tres corredores a pie aparecieron resoplando como caballos de la prehistoria; uno llevaba una cinta en la frente, el otro un walkman en los oídos, el tercero sólo su pantaloncito blanco; Clair aguardó a que hubiesen pasado antes de continuar:
—Está el expediente Jaspar, ¿se acuerda? Lo tengo también.
—Ese ya lo teníamos —dijo Maryland modestamente—. Lo tenemos.
—Es falso el que tienen. Se lo facilitaron por Morse, ¿no es eso?
—Pues sí —dijo Maryland—. Creo que fue Morse quien… Espere un momento. ¿No querrá decir que Morse?
Clair no contestó.
—Diablos —reflexionó Maryland—, el pequeño Morse. De modo que… Yo que le… ¿Tiene más nombres?
—Algunos, luego unas cositas más, algunas listas.
—Está bien —dijo Maryland aplastando su cigarrillo—, está bien. Veremos todo esto ordenadamente en el debriefing. Suba. Suban todos.
Se repartieron los asientos en el automóvil: Suzy delante junto al chófer, Chopin detrás con Mouezy-Eon. Clair se había puesto al lado de Maryland, en la fila del centro, donde estuvieron comentando la operación.
—Y finalmente —dijo Clair—, con todos esos cambios, se quita de encima al coronel.
—Es verdad que se pasaba un poco de la raya —reconoció Maryland—. Pero sobre todo se había empeñado él, ¿entiende?, hacía mucho tiempo que quería marcharse.
—Me afecta un poco que me cambien por él —pareció enternecerse Clair—. Volverá allá con Veber, supongo. Tendría gracia que le dieran su plaza. A no ser que también se lo quiten de encima.
—No es exactamente por Seck por quien lo cambian —precisó Maryland—, es por la liquidación de Veber. Y el coronel saldrá bien parado, no se preocupe usted. Lo conocí por los años cincuenta, en la universidad Patrice-Lumumba, ya entonces salía bien parado.
La limusina cruzaba las zonas suburbanas hacia París, Chopin ya no escuchaba el diálogo de los jefes. A su lado, Mouezy-Eon estaba callado, después de sacarse del fondo de su abrigo beige un cuaderno de dibujo en el que hacía pequeños croquis instantáneas de tal o cual punto de vista del paisaje que desfilaba. Chopin se preguntaba cómo lograba elegir sus temas en aquel decorado: bajo la aparente diversidad de las afueras, todas las cosas parecían afectadas por el mismo peso, el mismo sabor, ninguna forma sobre ningún fondo generaba sentido, todo era borroso. Chopin de todos modos tampoco miraba ya nada, reflexionando vagamente en su estado de peón, de comparsa, miope como un topo hundido en el suelo natal. Por último, llegaron a París.
En la calle de Rome, unos obreros del taller de espejos acababan de llenar de restos un camión volquete que se alejaba difundiendo un calidoscopio crepuscular por las fachadas cuando el coche negro se detuvo delante del domicilio de Suzy. Hasta mañana en el despacho, dijo Maryland a Clair, y de nuevo mis respetos y toda mi gratitud, señora. Suzy no contestó, la pareja bajó sin dirigir ninguna mirada a nadie. La izquierda, Vito, dijo Maryland antes de volverse hacia Chopin. ¿Dónde quiere que lo dejemos?
A lo largo de todo el bulevar de Courcelles hasta la plaza de Ternes, Chopin estuvo premeditando cómo pasaría toda la velada, solo junto a su ventana. Una lata de conservas y luego un poco de estilpón, después la película en la televisión, Marianne que desearía muy buenas noches a todo el país, y luego se acaba siempre acostando uno. Y a la mañana siguiente la correspondencia habitual, los prospectos y el folleto, la postal: el océano a un lado, al otro un texto breve: Espérame. Suzy.
—Vale —dijo—. Déjeme aquí.