—No perdamos tiempo —dijo sonriendo el coronel Seck, apuntando con su arma al secretario general—. Vamos a organizarnos y a proceder del siguiente modo: señor Veber, usted no se mueva. Chopin, lleve a la señora Clair a dar un paseíto por el parque. Bien. Ahora, señor Clair, diríjase hacia esa puerta. Señor Veber, usted siga sin moverse lo más mínimo.
El coronel tenía un aire relajado, seguro de sí, nada parecía poder oponerse a aquel dispositivo perfecto: Veber permanecía inmóvil y Chopin se acercaba a Suzy, pero Oswald Clair no hizo el menor gesto, no se dirigió a ninguna parte, lo que produjo un hueco en el dispositivo perfecto. El fax empezó a zumbar en aquel hueco: en algún lugar del mundo, lanzaban un mensaje a través del éter en dirección al Parc Palace. Oswald Clair persistía en su inmovilidad, el coronel seguía sonriéndole con fijeza, con sus ojos pronto cargados de una impaciencia inquieta, recordando un poco la cara que pone Tito cuando a Berenice se le olvida su papel.
—Señor Clair, usted se dirige allí —repitió con una voz más insistente y suspicaz.
—Yo no me dirijo a ninguna parte —dijo el codificador sosegadamente—. Quiero garantías primero.
—Oswald, hombre —sonrió Veber con dulzura—. ¿No ve que se lo pide?
Iluminándosele el rostro, se volvió hacia el coronel que se ensombrecía al mismo tiempo como si sólo dispusieran de una sonrisa para dos, una buena y auténtica sonrisa de varios centímetros pero a la vez tan versátil, revoloteando despreocupadamente de uno a otro: de momento, el pájaro pasaba al Este.
—Parece que no quiere —observó Veber—. Quizá quiera quedarse. Quizá incluso la señora quiera quedarse también. Quién sabe.
—La relación de fuerzas me es favorable —sostuvo el coronel, irritado—, téngalo en cuenta. Si no quiere ir de grado, tendrá que ir de todos modos.
—¿Dónde están las garantías que le pide? —preguntó fríamente Veber—. ¿Dónde están sus fuerzas? Del doctor ni siquiera está seguro. ¿Qué le queda aparte de este aficionado y el viejo pintor?
Chopin no reacciona, no detesta el término de aficionado y considera que Veber tiene realmente muy buena información. Pero el coronel vacila; no sabiendo qué contestar, se produce un nuevo hueco en su dispositivo. Imagen fija: agitadas por el viento de Oriente dominante, las ramas de los árboles cercanos golpean regularmente las ventanas, remedando el ruido del aparato proyector. La acción recobra su ritmo cuando la puerta de la suite se abre de nuevo: esta vez es el doctor Belsunce, atareado, paternal, tranquilizador, como cuando de mañana pasaba visita en el hospital, en otros tiempos. Sus ojos independientes saludan a todo el mundo simultáneamente.
—Venía a informarme —declaró—, a ver si todo marcha bien. ¿Todo va como quiere, coronel? ¿La situación está controlada?
—Pues, la verdad —dijo Seck—, un pequeño refuerzo no estaría de más, quizá. ¿Usted estaría más bien conmigo en este asunto o más bien no?
Belsunce reflexionó rápidamente. Nada parece oponerse a ello, concluyó sacando con calma una automática Unique de su bolsillo interior. El coronel se relajó. Gracias, doctor.
—Por favor —dijo el facultativo mientras comprobaba el seguro lateral del artefacto—. De todos modos no puedo negarle esto, después de la deserción de Rapport.
—Tomo nota, Belsunce —dijo agriamente Veber.
Su voz acababa de sonar sin timbre, su rostro se petrificaba. La sonrisa volátil empezaba a aburrirse con él, de un aletazo cruzó el espacio: el coronel sintió que volvía a posarse delicadamente entre sus comisuras, que las apartaba una de otra con ternura.
—Bien —dijo Veber en voz baja—, negociemos. Con ciertas condiciones, es posible, tengo informaciones importantes bastante recientes, habría que ver. ¿Le interesa?
—Personalmente no demasiado —respondió el coronel—, pero su idea complacerá mucho al comité de superficie.
Se rio viendo que Veber palidecía un grado suplementario y se volvió hacia el codificador.
—Ahora, señor Clair —dijo bajando el cañón de su arma—, va a ponerse en manos del doctor. Tendrá todas las garantías. Si no, le disparo en un pie y luego tendrá que ponerse en manos del doctor, de todos modos. Bien. Chopin, usted se encarga de Veber.
—¿Con qué? —preguntó Chopin—. ¿Con qué quiere que me encargue de él?
—¿No ha previsto nada? —se indignó Seck—. ¿No lleva nada encima? Pero, joder, Chopin, ¿es usted profesional o qué?
—Sólo soy un técnico —recordó Chopin.
—Un técnico —repitió el coronel con desprecio—. Pero, hombre, fíjese en Belsunce, saca enseguida lo que hace falta, al menos. ¿No tendrá algo más, doctor, para Chopin?
—Lo siento —dijo Belsunce—. Habría que pasar por mi habitación, no creo que tengamos tiempo. De haberlo sabido, por supuesto.
Exasperado, el coronel se sacó del bolsillo unas esposas que dejó cerca de las ostras. Coja esto. Luego revolvió en sus bolsillos, yendo a buscar junto a su corazón una minúscula Kolibri con culata de nácar rosa que tendió a Chopin de mala gana; sus recomendaciones multiplicadas daban a entender que tenía con aquella automática una relación sentimental. Se trataba de un recuerdo, ¿verdad?, algo pequeño y frágil y el gatillo era ultrasensible, tendrá que poner mucho cuidado. Evitar sobre todo que se le caiga, naturalmente, y armarla luego muy delicadamente sin forzar demasiado hacia la culata, si no, se cargaría el muelle. Después resultaba complicadísimo encontrar piezas de ese modelo. ¿Conforme?
Chopin examinó el arma extraplana con cierto malestar. Es verdad que se puede matar incluso con armas del 2,7, pero, francamente, aquella resultaba muy poco seria, debía de oler más bien a polvos de arroz cuando se disparaba. Es muy pequeña, dijo, pero bueno. Conforme. Vamos allá, dijo el coronel Seck.
Salieron en buen orden: Oswald Clair avanzaba delante de Belsunce cuya Unique hinchaba el bolsillo derecho de su chaqueta, Suzy detrás de ellos, cerrando la marcha el coronel. Luego Chopin se volvió hacia Veber que parecía inquieto, le habló en tono tranquilizador, sonriendo enfermeramente como si fuera un catéter y unas compresas lo que blandía en lugar de las esposas y la Kolibri. Bueno, le dijo, lo siento, pero tendré que inmovilizarlo un poco. Vamos, sus muñecas, por favor. Nos subimos un poco las mangas, nos relajamos un mucho y clac, ya está. Perfecto. Veber no opuso resistencia, ausente, seriamente preocupado por la alusión del coronel al comité de superficie y la defección de su codificador, que era como decir su memoria, sin hablar del absentismo incalificable de sus gorilas en semejante momento. Todo ello olía un poco a final de carrera.
Unos minutos más tarde, cuando los guardaespaldas se anunciaron aplicando el código convenido, Chopin se puso detrás de la puerta que abrió antes de descargar con todas sus fuerzas la culata de la Kolibri contra el hueso occipital de Rathenau. Pese a su alegría por ver desplomarse al instante al guardaespaldas, un escrúpulo maquinal le hizo echar una ojeada a la diminuta arma, comprobando que el golpe no había dañado demasiado el nácar, momento de distracción que aprovechó Perla para arrojársele encima.
Si bien en algún caso se pega uno con las mujeres a las que ama, es cierto que con las otras escasean más las ocasiones. Pero no por ello es menos turbadora la experiencia, aquel cuerpo de mujer violenta adherido a él turbaba a Chopin, le arrebataba tanto más la oportunidad de vencer cuanto que Perla se batía con mucha eficacia, mucho más adiestrada en el cuerpo a cuerpo de lo que suelen estarlo las amadas. Mátelo, Perla, gritaba entretanto Veber, rómpale una vértebra a ese gilipollas.
Rathenau se había enderezado a cuatro patas frotándose la parte posterior del cráneo. Fintando lo mejor que pudo, librándose un instante de la sujeción perlera, Chopin consiguió rechazar con vigor a la joven, haciéndola tropezar con su compañero y desplomarse luego sobre él algo fácilmente, le pareció a Chopin antes de precipitarse por la puerta que había quedado abierta.
—Pero ¿qué coño estaban haciendo? —vociferó el secretario general tendiendo hacia Rathenau sus muñecas trabadas.
—Buscábamos a la chica —dijo Perla levantándose—. Nos dice que la busquemos, pues la buscamos.
—Son malos —afirmó Veber con amargura—, son los peores. Pero ya está anotado —repitió con vehemencia—, todo está anotado. Quíteme esto, Rodion.
—Un momento —dijo Rathenau—. Esperaremos un poco.
—Pero ¿qué es eso, Rodion? —dijo Veber quedándose de una pieza—. ¿Está mal de la cabeza o qué? ¿Quiere hacer el favor de quitarme esto inmediatamente? ¡Pero hombre! Perla.
—Tranquilo —dijo Perla—, tranquilo. No se preocupe. Vamos a esperar sólo un ratito.
Se dirigió hacia la ventana desde la que, por entre las ramas de los árboles, distinguió al grupito que acababa de dar la vuelta al hotel en dirección al césped del campo de golf, bordeando el primer bunker. Chopin los alcanzó corriendo y Perla vio que el coronel Seck tendía enseguida la mano para rescatar su Kolibri sentimental.
El coronel examinó minuciosamente el arma, la husmeó, luego dijo bueno, vale. Está bien. ¿No ha tenido que usarla? Prácticamente no, dijo Chopin. Con paso vivo cruzaron el green cortado al rape, hacia el embarcadero del lago. Esperaron menos de un minuto; Chopin miraba a Suzy, el coronel su Patek-Philippe, Belsunce varias cosas a la vez y Suzy el agua del lago y a su marido, una tras otro. Un crepitar de matraca surgió por la derecha, amplificándose, encarnándose en un fuera borda pilotado por Mouezy-Eon, que maniobró, atracando en el pontón.
—Venga —dijo el coronel—, suban rápido los tres.
—¿Usted no viene? —preguntó Chopin.
—No —respondió el coronel—. Todo eso ya no tiene que ver conmigo ahora.
Suzy subió la primera en la parte posterior del fuera borda. Oswald Clair tomó asiento a su lado y Chopin delante, junto a Mouezy-Eon. Al punto el coronel volvió la espalda, pero el doctor les hizo una seña con la mano cuando la embarcación arrancó hacia la orilla del lago, luego ambos emprendieron la subida hacia el hotel. Ahora, dijo Perla.
Rathenau quitó las esposas a Veber diciendo venga, vamos allá. Salieron de la habitación, luego el secretario general entró en el ascensor con aire vencido, encorvado, preguntándose vagamente dónde diablos había guardado el cianuro. Salieron del hotel, Veber detrás de Perla y Rodion, que bajaban lentamente las gradas de la terraza, desperezándose y relajándose como al final de un partido. Belsunce, al verlos, se sobresaltó llevándose la mano al arma.
—Deje —exclamó el coronel—. Esos dos son míos ahora.