23

—No debería tardar —dijo Belsunce entrando—, ¿ha podido dormir un poco? Por lo demás, todo está arreglado, he pagado la habitación y le traigo esto.

Cerró la puerta del garaje, dejó el equipaje de Chopin y luego tendió una bolsa de papel kraft al entomólogo sentado en una caja, con una manta de caballo sobre los hombros. Belsunce tomó asiento en una caja de cartón contigua, después de servirse un vaso del contenido de su tonel. No parece estar muy bien, juzgó su sentido clínico, tomará también uno mientras tanto. Gracias, estornudó Chopin, sí, luego abrió sin apetito la bolsa de kraft, otra vez un plátano y pollo frío, no soy sino un cementerio de pollos. Por un canto, levantaba Belsunce la tapa de su asiento para acordarse de su contenido, una colección bastante enmohecida de La revista del facultativo, por debajo de la cuerda extrajo un ejemplar y hojeó el sumario desempolvándolo. Parecía dispuesto a pasar un rato de sosiego allí, tranquilo con su vaso al fondo de su garaje como en un club, tranquilo sobre su caja de cartón como en un sillón de club. Me parece que también he pescado un catarro, dijo Chopin.

—Es propio del tiempo —pronunció Belsunce con sabiduría—. Luego le daré alguna cosita para las rinitis.

Fuera se había levantado un viento nervioso, deshilachando hacia el horizonte del lago una franja de nubes que soltaron unas postreras gotas mientras salían a escape, delimitando su territorio bajo el sol vacilante. Un rayo escéptico entró en el cuarto donde Rodion Rathenau se había echado un rato. Tendido en su cama, el guardaespaldas releía un cómic de espionaje para adultos cuya protagonista poseía fabulosos encantos: Rathenau estaba emocionado, los tacones de sus zapatos imprimían nerviosamente sendos cuartos crecientes oscuros en la colcha beige. Cuando la espía se ponía a hacerle un montón de cosas al espía, Rathenau se imaginaba siempre en el lugar de este, mientras Perla tenía naturalmente en su ensoñación el papel de aquella, aunque siempre se había mostrado intransigente en este aspecto, arguyendo con su vocabulario brutal que joder en el trabajo era joder el trabajo.

El cuarto ofrecía un aspecto de dejadez, todo colgaba más o menos de algo: de la falleba una percha desocupada, dos toallas húmedas color rosa y blanco del respaldo de una silla, donde de una maleta medio cerrada puesta de través salía la larga manga de una prenda interior de invierno. La mesa tenía también su lote de revistas arrugadas, de cervezas vacías en las que se deshacían colillas, de botellas de vino de plástico en las que se desbravaban restos. Rathenau se sobresaltó al abrirse la puerta, en el acto aplastó la revista en su vientre.

—El imbécil se ha escapado —anunció Perla—. Si vieras el estado de la puerta; lo habrán ayudado. Te he buscado por todas partes abajo, ¿qué coño estás haciendo?

Con la intención de contestar a esto, Rathenau se aclaró antes la voz.

—¡Vaya peste hace aquí! —se indignó Perla—. ¿No podrías ventilar de vez en cuando?

Mientras Perla cruzaba la estancia yendo a la ventana, Rathenau, discretamente, se arregló la ropa antes de levantarse deslizando su lectura bajo la cama. No te pongas así, dijo defensivamente, Veber está con el codificador, no hay ningún peligro.

—¡A veces eres de una inconsecuencia, B12! —juzgó su compañera agarrando el teléfono.

—Deja de llamarme así —gritó Rathenau.

En la habitación del codificador, Vital Veber contestó enseguida. Después de que Perla expusiera la situación, la voz del secretario general expresó una irritación helada. Bien, dijo, pues ahora lo buscan, ¿verdad? Y además lo encuentran. Rápido. Y me lo traen. Perla hizo un mohín, colgó sin decir palabra, se volvió hacia Rathenau. Venga, dijo, arriba. Tengo una idea.

—Las cuatro menos cuarto —comprobaba entre tanto el doctor Belsunce cerrando un número especial sobre la enterocolitis—. Lo que tarda. Es muy simpática esa jovencita, pero yo podría tener necesidad del coche. Bueno, voy a ver qué hace.

—No —dijo Chopin—, voy yo.

—No es muy prudente —reflexionó Belsunce.

—Me importa un pito —recordó Chopin.

El facultativo salió el primero del garaje, rozando Chopin las paredes unos metros atrás. De vez en cuando, el otro se volvía para indicarle con gestos discretos el grado de libertad del camino. Evitando la entrada principal, avanzaron hasta la terraza desde donde se accedía al restaurante del hotel, desierto en aquel momento del día. Desde entonces, obrando solo, evitando el ascensor, ocultándose a cada instante en los vanos, las rinconadas, Chopin sólo se cruzó en las escaleras con dos botones absortos en una polémica técnica, y en el pasillo del cuarto un ruido de pasos lo hizo refugiarse un instante en el cuchitril donde guardaban el material las camareras de piso. Vuelto el silencio, cruzó hacia la habitación de Suzy, buscando la llave maestra en el fondo de su bolsillo. Abrió la puerta, pero sólo tuvo tiempo de distinguir, apagado, el televisor angular antes de ser apresado, sujetado, inmovilizado por una llave muy recia en la espalda, con el mismo procedimiento, grosso modo, de la otra noche.

—Es un pesado, Chopin —le murmuró Perla en el cuello—, está resultando una lata. No nos vamos a pasar la vida jugando a esto. ¿O sí?

Chopin sólo deseaba que no lo pincharan en el mismo sitio que la antevíspera, pero no, nada de inyección: simplemente salieron de la estancia empujándolo hacia el ascensor. Perla pulsó el botón del primer piso, bajaron sin mirarse y luego Rathenau dio dos golpes fuertes seguidos de tres débiles en la puerta del codificador: casi enseguida abrió el propio Veber, con un papel beige entre los dedos, mirando con preocupación por encima de sus gafas de media luna. Ah sí, dijo, pasen.

El secretario general llevaba aquel día una chaqueta de pata de gallo sobre una camisa y pantalón azul intenso; una insignia infinitesimal relucía en el ángulo de su ojal como un ojo de insecto. Detrás de él se extendía una larga mesa al extremo de la cual zumbaba un fax, al otro extremo, más alta y ancha que un sombrero king size, una impresionante bandeja de mariscos estaba flanqueada por una larga botella de Tokay de cuello muy afilado. Tan pronto como entraron los guardaespaldas custodiando a Chopin, un hombre que debía de ser el codificador se eclipsó en la estancia contigua, atrapando una gamba de paso.

—Un momento —dijo Veber.

A su vez salió de la habitación con su papel beige, volvió con un papel blanco, lo metió en una carpeta antes de extraer del fax un tercer documento que hojeó, fruncidas las cejas, pareciendo extraordinariamente ocupado, sin duda lo estorbaban. Luego se quitó las gafas volviéndose hacia los recién llegados, a los que observó unos instantes, con aire totalmente ausente, como si hubiera de hacer un esfuerzo para recordar su identidad, su naturaleza, su modo de reproducirse, o hasta su media horaria o su tiempo de cocción. Acabó sonriendo imperceptiblemente, dibujando con la punta de su índice un ínfimo arabesco:

—Estupendo —pronunció—. Déjennos solos.

El dúo de gorilas pareció decepcionado, Rathenau iba a permitirse una observación prudente, pero Perla le tocó en el hombro y retrocedieron de espaldas hacia la puerta. Estamos ahí, dijo Perla, en el pasillo. Nos quedamos fuera, nunca se sabe. Está bien, dijo Veber, está bien. Aunque no, cambió de idea, ahora ocúpense más bien de la joven. Tráiganmela también.

Solo con Chopin, el secretario general le concedió la misma mirada breve y sin calor que fijara antes en sus documentos: no era muy reconfortante sentirse hojeado así, descifrado de soslayo.

—Siéntese —dijo luego—, tomará algo. Un vasito de vino.

Distracción paterna, indulgente indiferencia: los grandes del mundo no se comportan de otro modo cuando reciben en la cocina al humilde cartero portador de una misiva urgente. Siéntese, repitió. Chopin se sentó rehusando con la cabeza, no gracias. Como quiera, dijo Veber. Luego una pausa.

—No sé qué hace usted en los servicios de información. Será un modesto agente como hay tantos, supongo. Hay montones de individuos como usted por dondequiera que paso; se acostumbra uno.

Nueva mirada, nueva sonrisa helada, nueva pausa. Veber cogió una ostra de en medio de la bandeja, la miró con mucha más ternura y volvió a dejarla, aterrorizada, entre sus hermanas.

—Por lo general no veo a la gente como usted —prosiguió—. No tengo tiempo. Por lo demás, los dejamos hacer, suelen ser inofensivos. En caso de problema, tengo a los de seguridad que para eso están. Usted es un poco distinto. Está esa joven que, con quien…

Se interrumpió, frunciendo de nuevo las cejas, apartando la evocación de Suzy para desarrollar el punto anterior de su discurso:

—En caso de problema con individuos como usted hay dos soluciones, ¿verdad? Se los adopta o se los abate. Personalmente prefiero que se los adopte. Aunque… —Un recuerdo divertido cruzó por su frente—. ¿Y a usted? ¿No le gustaría trabajar para nosotros?

—No creo —dijo Chopin—. No soy más que un técnico, de todos modos.

La sonrisa de Veber se ensanchó una buena docena de angströms. Una luciérnaga se despertó en sus ojos.

—Pues precisamente. Precisamente. Hay precedentes de su tipo, cantidades de precedentes.

Chopin se encogió repetidamente de hombros. Veber sonreía cada vez más, rozando histéricamente la micra. En lo referente a la señora Clair, añadió, pero en aquel instante sonaron nuevos golpes en la puerta. Pues me parece que aquí está.

Suzy entró, inexpresiva, vestida con el conjunto gris que llevaba el día del jardín Shakespeare, sola. Miró a Chopin sin parecer sorprendida, todo eso había de ocurrir un día. A su alrededor se ajetreó en el acto el secretario general, acercándole un sillón, ofreciéndole una copa, disculpándose por las molestias que le habrían causado sus guardaespaldas, sobre todo no se lo tenga muy en cuenta: seres rudos, serviciales pero desgraciadamente primitivos, aunque de fondo excelente bajo una rugosa superficie. No, dijo Suzy, he venido sola. No los he visto.

—Pero tendría que decírmelo ahora —prosiguió ella desilusionada—. Casi me lo prometió ayer, por teléfono. Tiene que decirme dónde está, ahora.

Veber dudó, pareció resignarse. Bueno. Chopin y Suzy le vieron rodear la mesa por el lado de los moluscos y dirigirse hacia la puerta de separación, empujarla, meter la cabeza por la abertura. Está bien, le oyeron decir, puede venir. Una pausa, como de costumbre, y se presentó el codificador.

Se presentó el codificador, cerró la puerta a su espalda y se apoyó contra ella dirigiendo una mirada tranquila a la concurrencia. Suzy acababa de abrir inmensamente los ojos. Oswald, dibujaron sus labios.

—Ahí tiene —cuchicheó Veber inclinándose hacia Chopin—. Fíjese en el señor Clair, por ejemplo. Es un precedente.

Luego el silencio se hace muy pesado por unos instantes, todos se doblan bajo decenas de atmósferas, es agobiante, se ahogan, es el momento ideal para que la puerta de entrada se abra muy bruscamente, para que aparezca por su marco la alta figura oscura del coronel Seck todo vestido de azul negro como suele. Apretado en su poderoso puño negro, un Colt Diamondback cromado reluce con todos sus destellos, único brillo en la semipenumbra, como brilla un solitario en el traje tubo de una mujer fatal.