20

Chopin volvió en sí echado de lado, en el fondo del maletero de un coche en marcha, en la postura de un hombre de rodillas desplomado. Un alambre tendido a su espalda, uniendo las esposas que trababan sus tobillos y sus muñecas, sólo permitía a los dedos de manos y pies así como a los músculos faciales moverse muy débilmente; y el dolor ligero resultante de la inyección, no lejos del codo, que le recordaba el que provoca el pequeño tábano cegador (Chrysops pictus), objeto de una contribución suya señalada en su tiempo[3], no era nada comparado con la comezón. Pegada a su boca de oreja a oreja, una ancha tira de esparadrapo le impedía quejarse de aquella situación.

Concluyó que aquel coche era un break, cuyo maletero se hallaba separado del habitáculo por un enrejado simple y sólido, del tipo que instalan en el suyo los propietarios de perros agresivos. Desde donde estaba no podía ver al conductor del break ni a sus otros ocupantes eventuales. Aparte de los cuatro tiempos del motor no oía más que una radio en sordina, apenas perceptible en la delantera del vehículo.

Como la menor extensión amenazaba con cortar más profundamente sus muñecas y tobillos, Chopin se dobló sobre sí mismo con objeto de aflojar un poco sus ataduras. Inclinando la nuca, notó por un instante algunos efluvios del perfume de Suzy en su ropa, desvanecidos en el acto bajo los olores clásicos a gasolina, polvo y tabaco frío, con un ligero recuerdo de coche nuevo en el fondo. Apoyada la mejilla en el felpudo áspero, entre las demás cosas distintas a él en aquel maletero reconoció, en primer término, las habituales de ese tipo de recinto: cuerdas y trapos grasientos, gato, pulpo y lata de aceite 10W50. Por una fracción de cristal encima de él amanecía en un sector de cielo abierto.

Debían de circular por una autopista, dada la regularidad del recorrido y las variaciones particulares del revestimiento, perceptibles en los cambios de sonido de los neumáticos: roces suavísimos, temblores ligeros, a veces la nota aguda de un órgano se mantenía durante kilómetros, a veces las ranuras provocaban golpecitos regulares, como si el motor estuviera aquejado de microscópicos síncopes. Por el triángulo de cielo Chopin vio un avión, pájaros, techos de camiones adelantados.

Era en efecto la autopista del Sur que recorrían en dirección a París. Rathenau se salió de ella a la altura de Villejuif, tomando la Route Stratégique y dando la vuelta a un gran hipermercado de un rosa vivo antes de volver hacia la autopista para meterse por una estrecha calle inanimada paralela a ella. A mitad de aquella calle, tras unos bloques de boj dispuestos en zigzag, se alzaba un edificio residencial de tres plantas bordeado por un estrecho corredor vegetal, amueblado con mesas y sillas de jardín negras de hollín, vigiladas por un angelote incorruptible. Nadie debía de salir nunca allí a tomar el aire bajo el cielo infectado de gases, en medio del estruendo de la autopista a la que daban, sin consideración, las ventanas de la casa.

Rathenau paró el motor del coche en el garaje del sótano: silencio en la penumbra, bajo el sudor de las bombillas amarillentas. Abrieron el maletero del break y Chopin olió de nuevo la colonia de Perla que se inclinó hacia él para quitar el alambre, abrir las esposas de sus tobillos, antes de que Rathenau lo cogiera de los hombros para sacarlo del vehículo. Al fondo del garaje, puntuada por un trazo de neón, una puerta metálica daba a una escalera con marcas de encofrado. Sólidamente custodiado por sus raptores, Chopin empezó a subir los peldaños sembrados de granos color rojo vivo de matarratas, con los ojos desorbitados sobre el esparadrapo.

No se cruzaron con nadie hasta la primera planta, luego Rathenau abrió prestamente una puerta que daba a un piso con intenso perfume a cerrado, lo cruzaron a paso ligero dirigiéndose a un cuarto que olía más francamente a rancio. En él encerraron a Chopin tras liberar sus muñecas, dejando que se desollara él mismo los labios al arrancarse el esparadrapo. Hecho lo cual, inspeccionó la estancia.

Estaba equipada con lo mínimo: un colchón bajo una manta, el esqueleto de espuma de una butaca, un lavabo sin espejo en un rincón con un cubo de plástico azul debajo para hacer sus necesidades. Probable consecuencia de un escape en las proximidades de aquel acuífero, el papel pintado se caía a jirones, sus tiras sujetas con un poco de cola colgaban a lo largo de la pared como mangas acuchilladas, descubriendo sus márgenes moteados con un moho color de humo. No había el menor objeto duro, agudo, cortante, nada permitía atacar los cristales dobles de la ventana, gruesos como los de una limusina presidencial y que ofrecían como única perspectiva el dorso de una pantalla acústica encargada de ocultar el tráfico de la autopista.

Por varias puertas de París salen así autopistas bordeadas por todo tipo de pantallas acústicas muy distintas unas de otras. Algunas ondulan como planchas mutantes, otras despliegan arcos tubulares, a veces una de ellas sugiere un recuerdo de bloque de pisos amenizado con plantas trepadoras. Cubiertas con aleros, llenas de asperezas o contrafuertes, esas obras de ingeniería se encarnan en materiales variados, metal, hormigón, plástico, alicatado o espejo, terracota o madera ignifugada. Diversamente inclinadas respecto a los carriles, algunas son también translúcidas o casi transparentes o bien, como esta, están provistas de ojos de buey acristalados de un metro escaso de diámetro. Entre esta pantalla y la fachada de la casa se extendía en la sombra un angosto rectángulo de malas hierbas vivaces, de un verde vagón sintético y reluciente.

Chopin se alejó de la ventana y se sentó en la butaca, luego se tendió en el colchón. El dolor de los tobillos se disipaba menos rápido que el de las muñecas. No había desaparecido del todo hacia mediodía cuando entró Perla Pommeck, con mirar altivo, sin decir palabra, dejando una bandeja en el suelo cerca de la puerta antes de volverse a marchar enseguida. Cerró con llave y regresó a la estancia más amplia del piso, en medio de la cual se concentraba Rathenau en el examen de un tablero de ajedrez de viaje.

—¿Juegas o qué? —se impacientó Perla—. ¿Te decides? ¿A qué esperas para sacrificar este peón?

—Estaba pensando —dijo Rathenau—. Sé buena y déjame pensar, por favor.

Perla suspiró, inspiró, se dejó caer de bruces al modo de un árbol serrado en el suelo polvoriento del salón antes de iniciar una serie de extensiones braquiales. Rathenau meditaba, la barbilla en una mano, la otra mano suspendida sobre el peón muerto de inquietud. Perla, entretanto, respiraba contando en voz alta.

—Veintinueve, treinta —concluyó—. Con las de esta mañana son ochenta. Qué, ¿conservas o no tu puto peón?

—Bueno —concedió Rathenau—, de todos modos no puedo hacer nada más.

—Estupendo —dijo Perla, saltando de pie y deslizando luego su torre a toda marcha por un lateral del tablero—. Lástima de caballo.

—¡Ah! —reconoció Rathenau confuso—. No había visto eso. ¿Qué hace el otro?

—¿Qué quieres que haga? —dijo distraídamente Perla anticipando la próxima jugada—. ¿A qué hora hemos de estar en el hotel?

Tras salir Perla del cuarto, Chopin se había acercado a la bandeja que contenía algo de comida (una naranja y pollo frío) y lectura (una exigua obra en rústica, las puntas dobladas, cuadricrómica, titulada Vive mejor con tu animal). Una vez hojeada esta mientras comía lo otro, Chopin se registró los bolsillos, que no le habían vaciado: no faltaba su cartera ni sus llaves, incluida la llave maestra del Parc Palace. Chopin se quedó más tranquilo aunque humillado también de que no le hubieran quitado sus objetos familiares, como si hicieran poco caso a su persona para aplicarle aquellas precauciones elementales; para matar el tiempo releyó todos sus documentos de identidad. Luego se había vuelto a apostar ante la ventana, tratando de identificar las marcas de los coches cuyas exhalaciones veía pasar por el ojo de buey abierto en la pantalla acústica, rayos de color fugitivos, ilegibles como fotos borrosas. No reconoció ninguno a excepción de una larga ambulancia inmaculada, ahusada como un misil, con todos los faros y luces giratorias encendidos, lanzada por el arcén de la autopista.

Con el torso desnudo bajo su bata blanca de cuello subido, un arrogante antillano de veintitrés años pilotaba deportivamente aquella ambulancia. Estaba a su lado, torcido en su asiento, el doctor Belsunce cuyo estrabismo permitía una doble vigilancia del tráfico y la señora tendida en la trasera del vehículo preferente. Con plañidera voz de falsete y labios apretados, nariz estrecha y frente muy despejada, melancolía frágil en la mirada, aquella señora que se parecía bastante a Orane Demazis se quejaba de que no estaba bien, doctor, de que todo daba vueltas. El médico respondió que no era nada, señora Belon, que era muy normal que todo diera vueltas. En la clínica la pondrán bien. Pare la sirena, Florimond, hombre. No hay modo de oírse.

La CX blanca siguió pasando vehículos por la derecha hasta la puerta de Orléans, y allí empalmó con el cinturón de circunvalación interior que remontó como un salmón el Garona, sin parar el conductor de tocar la sirena a todo gas hasta la puerta de Auteuil. Después de dejar a su paciente tras la verja de la clínica Roussell-Müller, Belsunce quiso regresar al Parc Palace: realmente no hace falta, Florimond, baje un poco. Ya no hay nada que justifique este ruido.

Al cruzar la terraza del hotel el doctor estrechó algunas manos, trivializando algunos síntomas que a su paso pretendían hacerle interpretar gratis. En el vestíbulo, se acercó a la recepción tras una señal del conserje. El conserje era delgado y finamente bigotudo, dos llaves de oro cruzadas adornaban los ojales de su traje color mostaza.

—Hay otra señora que no se encuentra muy bien —anunció—. Desearía verle.

—De acuerdo —dijo Belsunce—, muy bien. Dentro de una hora en mi consulta.

Esta estaba amueblada estilo Imperio y tapizada con un papel pintado verticalmente rayado de color bronce y paja. En las paredes unos marcos contenían grabados, retratos al carboncillo, fotos dedicadas de mujeres de mundo y petroleros. Balizados por recipientes farmacéuticos antiguos (extractos de laponaria, artemisia, estramonio y sena), corrían metros de libros en estantes a un lado y otro del escritorio, en cuya superficie un tazón de imitación antigua contenía una pluma de oca roja astrosa, dos estilográficas de marca y algunos recuerdos, entre ellos una prótesis de cadera montada en un portaminas.

Tras cambiarse la pajarita, el doctor tomó asiento detrás de aquel escritorio esperando a su siguiente paciente, cuyo prototipo suele ser una esposa charlatana, pechugona y llena de sortijas, a la que receta siempre las mismas pastillas. Llamaron, se levantó para abrir: falda y torera negras, breves fragmentos de espejo fijados en las orejas, Suzy Clair no respondía al modelo habitual. ¿Qué le pasa?, preguntó Belsunce con su amable sonrisa.

Fiel a su técnica clínica, el doctor trató de apaciguar a su paciente cuando esta le hubo expuesto sus dificultades para dormir: una mala noche no es sino una mala noche, cada cual tiene su ritmo, no existen reglas en este terreno, hay tantas personas como reacciones. ¿Veía gente? Es bueno ver gente, conversar cansa, luego se duerme mucho mejor. ¿Practicaba algún deporte? Le habló del nuevo estilo de natación que intentaba perfeccionar, un derivado de la india con sacudidas laterales. Luego convendría que paseara por la región, nadie lo diría, pero está llena de cosas bonitas, castillos, por ejemplo, aún quedaba algún pequeño castillo, le prestaría su Toyota, si acaso. Un buen cochecito.

—Entretanto —resopló garrapateando en su bloc—, le voy a recetar una nueva molécula. Espere, debo de tener aún alguna muestra.

Revolviendo en su cajón, acabó sacando una cajita verde claro que tendió a la joven por encima de la mesa. Puede probar esto, empieza con un cuarto al acostarse, vuelva a verme si no se encuentra mejor.

El teléfono se irritaba solo cuando Suzy llegó a su habitación. Al otro lado de la línea, con toda evidencia, el secretario general no sabía muy bien cómo presentarse:

—Veber, Vital Veber. En fin, Vital, si prefiere.

—¿Tiene noticias? —preguntó Suzy.

—Quizá mañana —respondió Veber—. A propósito, el individuo aquel que la molestaba, ¿sabe usted? ¿Ve quién quiero decir? Pues bueno, ahora debería dejarla tranquila. Se ha ido del hotel.

Colgó mientras sonreía de cara a la puerta que se entreabría: Perla acababa de asomar su cara por el resquicio. ¿Todo va bien?, preguntaba.