Entretanto Chopin se dedicaba a su nueva provisión de moscas, seleccionando las más aptas por el vigor de sus aletazos —identificados como señal de alegría, ya en 1822, por el abate Pioger— e implantándoles un pequeño micrófono.
A última hora de la mañana, estaban vacías las plantas del hotel, recorridas únicamente por las camareras de piso, sus voces sonaban fuertes en el desorden húmedo de las habitaciones empañadas aún con emanaciones de jabón, betún y alientos. Las ventilaban, borraban la intimidad de las camas en desorden, a lo largo de los pasillos empujaban su carrito de ropa en brigadas de tres, limpiando en cadena varias habitaciones a un tiempo, encargándose una de las sábanas, otra de los sanitarios y llevando la tercera de su correa, como un perrito, el aspirador.
Las de la primera planta iban a emprender la zona que comprendía la suite de Veber, y Chopin, que las seguía de lejos, retrocedió vivamente al divisar a Perla Pommeck apostada a un extremo de la galería, de la que Rathenau debía vigilar la otra punta. Oculto en una rinconada, invisible para la pareja de gorilas, siguió observando la técnica de las mujeres, gesto por gesto y pieza por pieza, tratando de localizar en la pila de sábanas las que le tocarían a la cama de Veber, lo bastante próximo a ellas para oír igualmente sus palabras.
—Tiene cara William —exponía en particular la del aspirador—, quiere dejar de ser mozo de almacén. Dice: no quiero seguir siendo mozo de almacén.
—William es inestable, Véro, lo sabes muy bien —diagnosticó la voz de su compañera amplificada desde el fondo de la bañera.
Véro hizo una mueca y puso en marcha su artefacto; Chopin se fue, sabiendo ya lo que quería.
Pasó cerca de una hora en una tumbona a la orilla del lago. En la margen opuesta, que es un parque deportivo, distinguió figuras de pescadores que esperaban la brema y la perca negra, aunque el agua parecía más bien un líquido sintético, demasiado limpio y demasiado frío para estar habitado; un viento terral hacía correr por su superficie placas cambiantes como juega un dedo sobre el terciopelo. Cortando diametralmente la superficie del agua, apareció el pequeño transbordador que hacía su travesía dos veces al día: algunos huéspedes del Parc Palace estaban instalados bajo el toldo de rayas rojas y blancas, y en el primer banco, de cara a ellos, un acordeonista dejaba huir racimos de triples corcheas que se cernían a la pata coja sobre la extensión del lago, bailando de puntillas en las crestas de las olas. Subiéndose unas en otras según el recorrido aleatorio del viento, las notas no llegaban necesariamente a Chopin en el orden previsto por la partitura.
Llegada la noche, después de la cena, trabó conocimiento con el doctor Belsunce, hombre estrábico y vivo, que tenía en el bar su botella con su nombre. Su holgado traje azul verdoso y su corbata de pajarita azul marino que colgaba igualmente parecían haber sido robados en los vestuarios de orquestas de baile rivales, y el distintivo verde de su ojal no conmemoraba nada que conociera Chopin. Tras sus gafas de montura gruesa, sólo el ojo derecho muy afilado, severo o guasón según los casos, permanecía fijo en su interlocutor, mientras que el izquierdo iba a acomodarse a otra parte, impregnado de una expresión de paciencia cándida, confiada, ausente, como una esposa distraída que no escuchara nunca lo que el doctor decía.
Dietista en el alma, internista por necesidad, antes Belsunce era un huésped ocasional del Parc Palace. Después había prestado algunos servicios, secado corizas, reducido esguinces, ordenado dietas y prescrito substancias inscritas en el cuadro B. Observando que su carisma adelgazante actuaba ventajosamente sobre las opulentas huéspedas de opulentas rentas, la dirección del hotel había acabado ofreciéndole la plaza de médico titular del establecimiento, habilitando para consulta la habitación contigua a la suya. El doctor visitaba allí por las tardes, dedicando las mañanas a perfeccionar un nuevo tipo de natación en la piscina del Parc Palace. Y por la noche, en el bar, vaciaba su botella en compañía de sus orondas pacientes embebidas de Alexandra.
Chopin le hizo compañía un rato al doctor, mientras este le contaba un poco su vida, alineados en la barra los cuatro codos. La pianista marchita de la hora del té había sido sustituida por un organista de su edad, cuyo peluquín rojizo resbalaba un poco, siempre hacia el mismo lado, en los movimientos apasionados, y una de sus lentillas caía también a veces en el teclado del órgano Hammond: sin perder el tiempo, buscaba su lentilla entre dos teclas negras, escupía rápidamente en ella y se la volvía a pegar en la córnea.
De vuelta en su habitación, Chopin sacó sus insectos y todo su material, poniéndose luego a fabricar dos jaulitas esféricas de alambre y cartulina: eran del tamaño de dos canicas de ágata y se cerraban por simple presión, cuando se aflojaba esta se abrían. Para sentirse un poco menos solo había encendido el televisor, seleccionando un tranquilo documental dedicado a las mariposas de la China meridional. Estas, por lo visto, lo pasaban en grande: el comentario daba a entender que no hay mejor destino que ser bómbice en Formosa. Absorto en lo suyo, Chopin no atendía realmente a la emisión, dejando que las moscas enjauladas las miraran solas, como los tíos en la cárcel miran a las chicas de las playas de California.
A la mañana siguiente, Chopin se encontró en el mismo sitio que la víspera a la misma hora, siguiendo los pasos de las camareras de piso, alegrándose de poder recoger de labios de Véro algunas noticias recientes de William (Yo le digo: William, si vieras el tono en que me hablas). Mientras limpiaba las últimas habitaciones antes del pasillo protegido por los guardaespaldas, se acercó discretamente al carrito de la ropa, calculó con rapidez y deslizó sus jaulitas entre los pliegues de las sábanas destinadas al secretario general. Inmediatamente después regresó a su habitación, se hizo traer una bandeja de comida y se puso los auriculares: de vuelta en la suya tras una mañana de trabajo con el codificador, Vital Veber se había hecho subir también algo que le apeteciera, pepinillos gordinflones en un platillo, embutidos en una fuente cubierta y col caliente, rábano negro y soda.
El secretario general comía distraídamente manteniéndose muy erguido, como si considerara algún objetivo elevado. Desde su silla miraba la lluvia, fuera, que caía ahora en el parque. Sacudía, con aire ausente, una migajita rubia caída en su manga, una mosquita gris posada en la morcilla. Suspendida por encima de él en un elemento de la lámpara, una mosca de mayor tamaño de tórax azul cobalto vigilaba con todos sus ocelos que no maltratara demasiado a su compañera, replegada ahora tras el pastrami.
Movidos por un instinto de ingeniero de sonido, ambos insectos se habían repartido el trabajo, captando el azul el ambiente general de la estancia, mientras que el gris se había colocado lo más cerca posible de Veber de quien Chopin, de todos modos, no percibía muchos datos pertinentes: masticación, deglución, algún hipo, un chasquido de lengua que sonaba parecido a un disyuntor o algunas palabras inconscientemente articuladas según los movimientos de su pensamiento, así como los movimientos del mar hace asomar a veces por un instante al aire libre una línea de arrecifes —palabras musitadas, remachadas en una lengua desconocida para Chopin, remoto idioma de infancia en una vasta provincia helada.
Después siguió el silencio del café, acompañado de chapoteos de succión, luego unos minutos de silencio digestivo, y por último, después de que un ruido de pasos indicara que Veber se dirigía a su dormitorio, el silencio de la siesta cortado por desgarradores ronquidos. Chopin aflojó el leve grillete de los auriculares en sus oídos y lo puso a horcajadas en el respaldo de una silla. Dejando funcionar el magnetófono por si acaso, se acostó también en su cama, tras echar un vistazo por la ventana: el viento, la lluvia hacían hervir el lago a lo lejos.
Se despertaron en el mismo momento, se pusieron a la tarea al mismo tiempo: rumores de papeles hojeados sin una sola palabra durante dos horas, Vital Veber trabajaba. Arrellanado en un sillón con las piernas cruzadas en su brazo, Chopin lo oía trabajar. Una vez sonó el teléfono en el cuarto del secretario general, que lo cogió, dijo sí, ahora mismo, de acuerdo; poco después llamaban a su puerta. Chopin subió el sonido al oír otra voz, sin duda la del codificador que hablaba de un expediente, de la falta en dicho expediente de una síntesis o de la falta de síntesis del expediente —no se oía muy claro, las moscas debían de prolongar su propia siesta en un rincón alejado.
—Es posible —dijo Veber agitando un nuevo papel—. Pruebe con esto, tal vez.
—Bueno —dijo la voz—, voy a ver.
Pausa: por unos instantes Chopin sólo siguió oyendo la lluvia que se abatía sin regularidad, apagando la voz sorda del codificador, con borrascas bruscas que alternaban con breves períodos de calma, como vaciada de un saco por alguien allá arriba; por el ritmo de su caída era fácil representarse el movimiento de los brazos que agitaban el saco. No, dijo por último Veber, esta noche ceno abajo. Chopin movió la cabeza.
A las ocho en punto en medio del comedor vacío, el doctor Belsunce estaba sentado solo ante un plato redondo que contenía un filete de buey muy poco hecho, con el cuadrado de su periódico doblado al lado. Su ojo vivo descifraba las noticias mientras el izquierdo guardaba mansamente la carne. Tan pronto como uno de ellos vio a Chopin, Belsunce hizo una señal de invitación, mostrando un cubierto libre frente a él. Chopin se acercó echando una ojeada circular al comedor cuya pared del fondo, acristalada, daba a una terraza donde se podía comer al aire libre en verano.
—Voy a tener que cenar más tarde —se disculpó—, tengo que hacer. Lo siento. Quizá mañana, si quiere. ¿Está bueno?
—La salsa no dice nada —juzgó el doctor—. De todos modos, a mí, todo lo que sea carne roja…
Después de despedirse, Chopin estuvo un rato en el vestíbulo. Cerca de las puertas un botones ayudaba a una voluminosa clienta a ponerse su abrigo de pieles: aunque de puntillas, procedía con agilidad y tino, como si montara una tienda de campaña a la vez que fajara a un niño. Y en el salón de fumar estaban expuestas algunas obras nuevas, la mayoría retratos de desconocidas, pintados por desconocidos. Indudablemente en el estilo de Mouezy-Eon, sólo una de las acuarelas representaba un lugar inanimado, naturaleza tanto más muerta cuanto que figuraba una alineación de sepulturas: podía leerse en la más impresionante el nombre del rey Zog I de Albania. Chopin movió de nuevo la cabeza y salió de allí: la monumental señora acababa de hallar por fin la entrada de la última manga del abrigo de visón, su mano salía por el otro extremo, milagrosamente crispada sobre un billete de banco con gran alegría del botones.
Una hora más tarde el comedor se había llenado. Discretamente apostado cerca de la puerta doble, Chopin hizo el inventario de los comensales: en dos días la mayor parte se le habían hecho familiares salvo uno al que sólo conocía de oídas. Pero no obstante lo identificó: sentado al fondo de la sala, de espaldas al ventanal acristalado, el secretario general se le mostraba de frente.
Veber tenía efectivamente la misma cara que en la contraportada de sus libros, pero la expresión de su rostro era menos trágica, menos histórica, trivializada por las sonrisas y la conversación ligera. Y sonreía muchísimo, lo menos que se puede hacer cuando se desea conquistar a una chica sentada frente a uno, vestida con una blusa amarilla que la ceñía mucho, y a la que Chopin, desde donde estaba, sólo veía de espaldas. Los hombros torneados de la chica de amarillo permanecían inmóviles, visiblemente reaccionaba muy poco al discurso conquistador de su vecino, secretario general o no. Es lo que pasa, razonó Chopin, esos tíos se permiten unas fulanas tan caras que no se ríen, les salen con el cuento de la altivez indiferente: ardientes iglús, parecen inasequibles y así ejercen magistralmente su arte.
Quizá no fuera necesario enterarse más del asunto, pero qué no haría él para complacer al coronel. Chopin abandonó su puesto de observación, cruzó el vestíbulo, salió. Fuera corrió bajo la lluvia, renegando y dando la vuelta hacia la terraza desocupada, desde su penumbra podría observar el comedor por el otro lado. Se acercó al ventanal acristalado sin poder distinguir enseguida la cara de la joven: la ancha espalda de Veber ocultaba el objeto de su transacción, su posesión de una noche.
Cuando un movimiento se lo hizo descubrir por fin, Chopin se quedó yerto, de pronto se le enfrió todo el cuerpo: Suzy, la mismísima Suzy Clair, Moreno de soltera, estaba sentada frente al secretario general. Chopin permaneció helado unos segundos, con la mente también helada mientras chorreaba sobre él la lluvia. Luego se acordó de respirar, de recapacitar, de preguntarse qué hace ahí, qué historia es esta, y para empezar qué hace con ese pingajo amarillo imposible, qué es ese pingajo amarillo que nunca he visto.