15

Una vez aparcado, tres horas más tarde, ante el pabellón de los despojos, Chopin no aguardó esta vez a que le entreabrieran la puerta del Opel: montó directamente en él. Pero en lugar del coronel Seck se hallaba al volante otro hombre, hojeando pacientemente una revista de deporte cerebral: Chopin reconoció enseguida al excombatiente Fernández, trasladado de la capilla expiatoria al coche del oficial. Con la sustitución del quepis por una gorra, su uniforme de guarda constituía una librea de chófer muy correcta, la paciencia es atributo de ambas profesiones. El radiocasete estaba funcionando.

—El coronel ha salido un momento —dijo Fernández mostrando el pabellón—, está ahí. No tardará.

—Bueno —dijo Chopin—, lo esperaremos.

Como la otra noche, de vez en cuando pasaban hombres que iban a vaciar los cráneos partidos, los esqueletos desmembrados en los altos contenedores: a fin de cuentas, como antes, Fernández vigilaba huesos.

—Conque —dijo Chopin—, ¿se acabó el jardín Luis XVI?

—Un antiguo compañero que buscaba algo —explicó Fernández—. El coronel ha consentido en hacer un gesto, es muy bueno, me ha tomado con él. Ahora el compañero me sustituye allá.

A aquellas horas la radio sólo transmitía, en voz baja, algunas confidencias de oyentes desesperados: al otro extremo del teléfono, la animadora de voz ronca era una madre para ellos, y parecía siempre a punto de susurrarles consejos asquerosos. Bueno, dijo Chopin, voy a ver qué hace. Salió del coche y se dirigió a la entrada del pabellón.

Pasada la separación de plástico impermeable estallaba bruscamente el tumulto infernal de las tripas: decenas de hombres de caras rojas y blancas, vestidos de blanco y negro, se interpelaban cortando músculos y seccionando tendones, esculpiendo vísceras mientras proferían cifras alrededor de sus mesas abarrotadas de barreños de hígados, bolsas de corazones disponibles, seminarios de sesos y multitud de pies, alineaciones de lenguas sacadas de lo invisible, pulmones a punta pala y riñones a porrillo, quintales de mollejas, toneladas de bofes, millones de bazos y billones de mejillas rojas estampilladas con un sello verde. Chopin buscó con la mirada la alta figura oscura del coronel Seck en medio de aquella muchedumbre, luego empezó a cruzar el edificio longitudinalmente.

Vistos de cerca, los triperos no parecían febriles, ni siquiera daban la impresión de trabajar demasiado, hablan apaciblemente de los órganos entre ellos, se muestran los que exponen, los evalúan, los comparan, los desplazan, de vez en cuando alguien coge uno y lo parte en dos, para ver. A veces pasa uno y pronuncia una cifra, se guiña un ojo y se cierra el trato, así son de imperceptibles los negocios instantáneos.

Al final del pabellón, salían violentas ondas de choque de los talleres de tortura de cráneos, distribuidos por una breve red de corredores. Allí encontró Chopin al coronel Seck discutiendo con un empleado oriundo de Malí en la entrada de su taller, cerca de un alto cubo de líquido humeante. El coronel parecía muy en forma, a gusto con el tráfico de los cráneos sin sesos. Le presento al señor Touré, dijo, que se dedica a partir cráneos, acabamos de conocernos. Su interlocutor sonreía, vestido de negro con altas botas blancas, su cota de malla brillaba con reflejos dorados en su pecho. La mano de pianista boxeador que le tendió a Chopin llevaba también un guante de hierro.

El coronel Seck explicó que vaciar las cabezas de cordero de sus sesos era la profesión del señor Touré, que tenía precisamente la intención de enseñarnos el trabajo, las herramientas, en definitiva cómo operar, pero desgraciadamente en este momento tenemos cosas que hacer, lamentó el coronel. Volveremos.

—¿Qué? —preguntó en cuanto salieron del pabellón.

—Poca cosa —reconoció Chopin—. El sonido no era muy claro y, de todos modos, Veber ha abierto la ventana, han salido enseguida, naturalmente. —El coronel hizo una mueca—. Se lo había dicho, ¿eh?, se lo había advertido. En fin, procuraré introducir otras mañana, pero creo que está muchas veces en la otra suite, en la del codificador. Ya sé dónde está, por Mouezy-Eon.

—¡Ah, sí —dijo el coronel—, Mouezy-Eon! ¿Ha visto su pintura?

—A la fuerza —dijo Chopin.

—Está bien lo que hace —juzgó el coronel—, ¿no? Una delicia, en mi opinión. Un verdadero talento. ¿Sabe que también esculpe?

—No —dijo Chopin.

—Llevo años aconsejándole que haga una exposición, pero es tremendo, no quiere. Bueno, no digo una galería de buenas a primeras, por supuesto, pero por ejemplo un restaurante, no sé, un centro comercial por el que pase alguna gente para empezar. Incluso en los bancos, en mi agencia de Wagram lo han hecho para un pastelista. En fin, peor para él. ¿No quiere que demos una vuelta?

Anduvieron un rato por un borde de la avenida circular, a lo largo de la cual unos cafés-restaurantes enteramente acristalados muestran a cualquier hora su contenido, desde todos los ángulos, como en un acuario. Sin oírla, se ve a la gente reír, pedir, exclamar como si estuviera cortado el sonido, o como un drive-in tridimensional que proyectara una película muda ante hileras de furgones vacíos y camiones pesados ciegos. Dos edificios altos dominan la zona, la fábrica de hielo y la torre administrativa que se adivinaba apenas en la niebla nocturna por la parte de la entrada norte. Todas las plantas de la torre estaban a oscuras salvo la última: permanencia de bigote sobre colilla, un agente de civil vigila a todas horas igualmente, en sus propias pantallas, las salidas del mercado de interés nacional así como sus cruces y sus puntos sensibles, no siendo los menos importantes los sótanos y las salas de las cajas fuertes de los veinticuatro bancos alineados a sus pies.

Mientras andaba, el coronel buscaba en sus bolsillos: tras la pantalla nacarada del pañuelo en el bolsillo superior de la chaqueta surgió la silueta perfil Shrapnel de un Montecristo n.° 2 cuya extremidad hizo saltar con un golpe de su llavero con pinza. Lo humedeció observando nostálgicamente el cielo hendido por un vuelo París-Niamey, luego se sentó para encenderlo en el estribo de un quince toneladas.

—Volvemos a nuestro asunto —dijo exhalando un largo estrato—, parece ser que Veber va a recibir una visita. Quizá mañana por la noche. Si pudiera echar un vistazo…

—¿Se sabe quién es?

—No muy bien. Una mujer, creo.

—Normal que haga ir a chicas —juzgó Chopin—, al fin y al cabo está de vacaciones.

El coronel meneó la cabeza mientras seguía fumando. Chopin, de pie, miraba al quince toneladas. Precisamente la cabina de aquel camión rebosaba de chicas: fotos, dibujos, banderines, estatuillas y calcomanías de tías formidables, cubiertas en el peor de los casos con un bikini. La que estaba pintada en la puerta encima del coronel, vestida sólo con botas ceñidas y una chaquetilla con flecos, cabalgaba en el sentido de la marcha una motocicleta Electroglide y el viento de la carrera le abría la chaquetilla: pechos únicos y labios eternos, seguro que sería a una chica como esa a la que recibiría Veber. Siendo secretario general, no cuesta nada procurarse tan irreales criaturas.

—¿Merece la pena grabar en tales condiciones? —observó Chopin—. ¿Hay algo más convencional que una cinta de sexo?

—No sé —dijo el coronel levantándose—, no se sabe nunca. Suelte de todos modos uno o dos bichos, para ver qué pasa.

Reemprendieron la marcha. Dejando el sector de las carnes y luego el de las frutas y hortalizas, dieron la vuelta a almacenes más pequeños que abundaban en alimentos variados, pabellones de carácter general en los que el comercio mediano se dejaba tentar por el pequeño. Descubrieron al fondo de uno el uniforme de Fernández negociando discretamente la compra de un foie-gras de oca; el coronel gruñó, se lanzó sobre su nuevo chófer y le arrebató el órgano amonestándolo violentamente. Las voces de su coronel de cabecera preocupaba a Chopin.

—Podríamos ser más discretos, ¿no cree?

Volvieron a los coches, cinco metros delante, avanzaba Fernández, enfurruñado, con la cabeza hundida entre los hombros.

—No tenga miedo, no hay peligro —sonrió el coronel Seck haciendo saltar el foie-gras en el hueco de su amplia mano—, aquí estamos tranquilos, como papá dentro de mamá.

—No hablo por mí —precisó Chopin—, sino por usted. Podrían conocerlo, pueden reconocerlo.

—¿Dice eso porque soy negro? —supuso el coronel.

Chopin se encogió de un tercio de hombro.

—Nos vemos el jueves —anunció el oficial—, el jueves a mediodía, Mouezy-Eon le hará saber dónde. Si antes, problema, celo azul cabina calle Bleue. ¿De acuerdo? ¿De qué año es su coche? Se ven pocos así.

Después de marcharse el Opel, Chopin inspeccionó uno de los contenedores abarrotados de huesos amarillentos ribeteados de jirones rojos y blancos coalescentes: acorazados azul ultramar, esmeralda o humo según su arma, escuadrones de moscas carnívoras patrullaban allí sin cesar. Chopin se inclinó, estuvo inmóvil seis segundos sin respirar, y viva, como un calambre, su mano derecha hendió el aire impuro y seis segundos más tarde abría con la izquierda la puerta del Karmann-Ghia. Ya en su puño cerrado sentía el picor por dentro, le tamborileaban los nuevos elementos en la palma y en la sutura de los dedos. La guantera contenía siempre una jaulita de gasa de latón. Chopin hizo entrar en ella a las moscas contándolas, una tras otra como en un corral: siete de golpe. No estaba mal.