El martes por la mañana, maleta y maletín en mano, Franck Chopin se presentó en el vestíbulo del Parc Palace du Lac. Mientras el recepcionista comprobaba la reserva, Chopin fotografió con la mirada las llaves de las habitaciones colgadas del tablero para fijar su retrato robot.
Reservada por la secretaria del coronel a nombre de Bernard Blanchard, la habitación adjudicada a Chopin asociaba elementos de hostelería francesa tradicional (parquet brillante, muebles antiguos, grueso edredón) y de confort ultramoderno tradicional (ducha pulsátil con modulador de chorro, persianas y cortinas con mando a distancia, circuito de vídeo de películas pornográficas blandas). El papel pintado de las paredes representaba un motivo de flores discretamente tricolores, repetido en la tapicería de los sillones y el cubrecama.
Haciendo resollar el edredón, Chopin colocó su maleta en la cama, la abrió, sacó su neceser: entre las púas del peine cogió uno de sus cabellos que dejó pegado en la puerta del armario después de guardar en él su maletín. Luego estuvo un ratito delante de la ventana desde donde se distinguía bien la superficie del lago, espejo moteado de embarcaciones ligeras, antes de bajar de nuevo a la planta baja. Por asociación de ideas, Chopin echó una breve ojeada a sus sienes en el espejo del ascensor —algunas noticias del frente de la caída del cabello.
Alrededor de diez clientes se hallaban a aquella hora en la terraza, en las butacas blancas repletas de cojines vivos. En medio descansaban, repantigados, dos o tres nababs cuyo rostro cobrizo de ultravioleta denotaba la holgura, la usura, acompañados de secretarias tetudas y esposas con vapores. Aparte, cerca de las balaustradas, se crispaba una bella dama de mirar extraviado, muy nerviosa y muy bien vestida, que otra dama más vieja y más fea consolaba. Más cerca de las escaleras había también una pareja ilegítima acompañada de un setter especialmente pegajoso, interpuesto siempre como una mala conciencia: para tocarse y besarse tenían que evitar constantemente a aquel perro, apartar a aquel perro, abrirse paso por el no-perro. Bajando los brazos, los amantes acabaron levantándose para alejarse por el parque, acompañados por el animal incansable que saltaba entre ellos, haciendo cabriolas por entre los chopos. Habiendo permanecido cerca de las puertas del hotel, bajo el abanico de cristal, Chopin los siguió con la mirada.
Al pie de la terraza, sentado en su silla de tijera, un acuarelista de edad madura manchaba con pequeñas pinceladas un papel de marquilla fijado en un trípode. Uno de los bandazos del setter estuvo a punto de tirar el caballete, por lo que el amante exasperado se puso a amenazar discretamente con la perrera a aquel animal que no dejaba de seguirlos, que les aguaba la estancia. Chopin abandonó la entrada del Parc Palace, cruzó la terraza y bajó las escaleras en la misma dirección.
El acuarelista, visto de cerca, no parecía mucho más viejo que los nababs repantigados, pero el efecto de la edad había sido mucho mayor en él, mucho más gris. Vestido de beige, pintaba, su mirar cansado se posaba alternativamente en su modelo y en su obra, con un brillo de asombro desolado, como alguien que se levantara de un knock-out. Ahora, inmóvil, mantenía suspendido el pincel. Chopin se detuvo detrás de él: en un estilo aplicado, la acuarela representaba la fachada del hotel con sus altas puertas acristaladas, sus hileras de ventanas cerradas cuyo detalle suponía horas de trabajo. Sin duda instalado desde por la mañana muy temprano, el artista no debía de haberse perdido ninguna de las idas y venidas de los huéspedes que muchas veces aflojaban el paso a su altura, echaban un vistazo crítico a la obra y luego una mirada de control a la fachada antes de alejarse.
Chopin no se alejó. Pasaron diez segundos justos y el otro se animó: mojando con agilidad el pincel en el color, en pocos trazos hizo que se abriera una ventana del primer piso, en su cristal, por un momento, hasta zigzagueó un reflejo de luz. Luego apareció en el vano un personaje furtivo, móvil, muy rápidamente trazado, breve intrusión del dibujo animado en la naturaleza muerta, y que desapareció casi al instante en un redondel negro como hacen Loopy the Loop y Woody Woodpecker al final del episodio (That’s all, folks!). Justo el tiempo de cambiar de color y con tres nuevos trazos la ventana se cerró, la fachada recobró su calma de acuarela y nada había pasado. Chopin dejó transcurrir otros diez segundos y luego subió al hotel sin dirigir ni una mirada a la ventana en la que acababa de agitarse, bajo los dedos volubles de Mouezy-Eon, la efigie de Vital Veber. Ahora a trabajar.
El cabello amarillo no había cambiado de sitio en el surco del armario, del que Chopin sacó su maletín. El interior de aquel equipaje estaba dividido en compartimentos: así, doce moscas vivas y jóvenes revoloteaban en un receptáculo de tela metálica, otras tantas larvas yacían al fondo de otro de plexiglás. Diversos alveolos contenían finas herramientas puntiagudas, algunos tubos y frascos, lotes de componentes electrónicos ínfimos, y tres compartimentos más amplios contenían un receptor HF con magnetófono incorporado, un microscopio, así como una lámpara escialítica frontal. Después de lavarse las manos, Chopin sacó el material, pasó revista a las moscas y eligió tres ejemplares robustos.
Lo difícil era coger el insecto pero una vez agarrado, volcado y sujeto bajo el objetivo del microscopio, con los músculos motores de sus alas y patas inhibidos por presión mesotorácica, le resultaba facilísimo a Chopin implantarle un micrófono en el metasterno, bien centrado entre los balancines —no era más complicado que instalar el radar, treinta años antes, por la tarde al salir de la escuela, en un modelo reducido de Messerschmidt o Spitfire a escala 1/72.
Una vez intervenidas, las moscas volvieron a su jaula pesadamente, a sacudidas, rebotes, claramente atontadas por el trauma operatorio. Después de permanecer quietas un buen rato para acostumbrarse a aquel nuevo lastre, dos de ellas acabaron despegando de nuevo, reeducándose, con breves vuelos curvos, reconstruyendo luego poco a poco su acostumbrado recorrido quebrado por el aire. La tercera no se levantó; tras intentar en ella algunas estimulaciones, miniaturas de masajes cardíacos, Chopin recuperó el micro de su cadáver antes de aislar a los dos ejemplares más resistentes, esta vez cada una en su celda individual para evitar que acoplándose estropearan el sistema. Después buscó direcciones de floristas en la guía telefónica, y la más próxima estaba en Valenton. Del mismo modo que veía a veces las películas de la televisión únicamente para contemplar a Marianne, que las presentaba, Chopin se procuró, en una tiendecita de periódicos de la entrada de Valenton, una revista de modas en la que Carole publicaba sus fotos. Pero ¿a cuál querría realmente, a Marianne, helada tan pronto abandona los focos del estudio, o a Carole que así que deja los suyos levanta su copa profiriendo Champán? ¿Podría con una de ellas muy pegada a él intentar visitar a sus padres, a los que llevaba veinte años sin ver? No, no, no.
Tardó dos horas en ir y volver de Valenton. Al salir de la floristería, adquirió asimismo en una papelería un rollo de cinta adhesiva azul, luego almorzó un Paris-beurre en la barra de un café que hacía esquina, hojeando la revista junto a un individuo joven y una chica alta teñida que consideraban según decían la vida tras la muerte: la reencarnación, resumía el individuo, por algo será. Solo, al fondo del local, un sordomudo monologaba en su lenguaje cifrado, moviendo discretamente los dedos por debajo del velador. Diestro en los códigos más corrientes, Chopin entendió que el hombre machacaba un problema conyugal, luego el del cobro de un subsidio, complicado con una cuestión de atrasos.
Al regresar al hotel, Chopin se encerró dos horas más en su cuarto para completar su dispositivo, luego bajó a dar una vuelta. Estaba a punto de caer la tarde, ya se empezaban a pedir las primeras copas en el bar, en cuyo fondo, ante un platillo de cacahuetes y dos botellitas de agua mineral Vittel, estaban sentados los guardaespaldas del secretario general. Chopin los identificó como tales instantáneamente.