A la hora en que, bien calentitos en su hotel, van a acostarse los secretarios generales, Chopin descubrió el nuevo prospecto al llegar a casa, Nacera sigo queriéndote.
Muy pronto, como es habitual, Chopin deja de experimentar tanto placer en buscar el micropunto en el texto del prospecto, en despegarlo, revelarlo, ampliarlo y luego descifrarlo; hasta del espionaje se cansa uno muy pronto. Es que en esa profesión hay ratos pesados, obligaciones: por ejemplo, habría que matar cuatro horas aún antes de acudir a la nueva convocatoria del coronel, bastante lejos en los suburbios.
Entretanto, delante del televisor, Chopin hizo desfilar un rato los programas mientras cenaba un sandwich de pollo: una cantante morena, un cantante rubio, animales de Ruanda, saltos con pértiga y dos series televisivas. Tengo un margen de decisión independiente de toda autoridad, advertía el androide principal de una de las series. ¡Cuidado!, se azoraba en la otra un extra prognato. ¡La orden de matar al monstruo está anulada! Chopin volvió a la cantante vestida con un leve conjunto negro, enguantada con mitones —detrás de ella su orquesta, tres jóvenes lúcidos y relajados, sonreía con todo el marfil de sus teclados.
Luego se dio un baño larguísimo, mientras se sucedían otras cantantes en la radio. Inmóvil en el hueco de la bañera, cuello cortado sólo su cabeza sobresalía del líquido entre los filamentos de espuma y las burbujas, los cabellos caídos llenos de champú que flotaban apenas visibles entre dos aguas, Chopin examinaba su cuerpo refractado en el bloque turbio, hacía recuento de sus diferentes estigmas, sus cicatrices bárbaras de delicadas costuras, efectos de la cirugía, los accidentes, los golpes: las situaba y las fechaba, desde su cuchillada en la rodilla (Baccarat, 1957) hasta la rigidez de un metacarpo (Cantón, 1980), y luego los cardenales, pero no siempre se sabe de dónde vienen los fugaces cardenales. Mientras, añadía de vez en cuando agua caliente, sin dejar de escuchar a todas las variedades de cantantes de la radio, las opacas y las vehementes, las infantiles y las curadas de espanto. Cuando hubieron cantado todas, cuando no quedó ni una, Chopin salió de la bañera.
Sentado en el brazo de un sillón hacia la una de la madrugada, armado con su tijera de uñas, descosía las marcas de sus prendas de vestir como le habían enseñado a hacer en los viejos buenos tiempos. Vestido, hacia las dos hojeaba una revista recibida poco antes, leyendo su sumario, dos o tres resúmenes, así como la columna de ecos que describía las actividades de las sociedades culturales; en la bibliografía de un estudio longitudinal referido a nueve generaciones de dípteros antifrisón, se citaba uno de los primeros artículos de su carrera, dedicado a la mosca de los fregaderos[2].
Y hacia las tres lloviznaba cuando Chopin salió de París por la puerta de Orleáns. Su coche se instaló en el carril de la izquierda de la autopista, adelantando toda una teoría de semirremolques vacíos, luego se salió por un ramal bordeado de letreros que anunciaban el mercado de interés nacional. Siguió luego la valla de tela metálica del mercado, acribillada de cámaras encargadas de informar a su torre central del tráfico de vehículos. En la cola de espera del peaje de entrada, el Karmann-Ghia parecía un enano entre el doble juego de neumáticos de los semirremolques; bajo otras baterías de cámaras, unos carteles recordaban en lenguas árabe y portuguesa la prohibición de las transacciones de detalle en el recinto del mercado de interés nacional. Pasado el peaje, torciendo ante el pabellón de las flores cortadas, Chopin recorrió las construcciones macizas que contienen todo cuanto se come en la Europa del Oeste.
Un oscuro bulevar de seis carriles, punteado de farolas heladas, envolvía la vasta zona comercial, cruzada por avenidas y calles cortadas en ángulo recto. Según se acercaba al centro, Chopin empezó a distinguir entre los edificios furtivos croquis previsibles: hombres vestidos de blanco ensangrentado se pasan medio buey, quince peces muertos por nada muerden el polvo a la entrada de la pescadería, un conductor doma solo a una serpiente de cien metros de vagones.
Punto de la cita con el coronel Seck, el pabellón de los despojos se construyó separado de los otros, discretamente relegado al otro lado del bulevar circular. Alto como una basílica tipo y espacioso como un campo de fútbol australiano, es un volumen cerrado en cada extremo por espesas placas de materia plástica blanda y translúcida que se empuja para entrar: allí se trata lo que queda una vez quitada la carne y reciclado el esqueleto, lo que se aprovecha entre la carne y el hueso, allí se trafican el cartílago y la víscera, allí profesa un brain trust de entendidos en tripas que sondean los corazones y los riñones.
Cerca de la entrada opuesta al bulevar, por la parte de los talleres de rotura, una hilera de altos cubos metálicos rebosaba de huesos amarillos y blancos bajo las palideces armonizadas de las farolas. Chopin reconoció allí, aparcado en el seno de una sombra en la esquina de la calle de la Luz, el Opel azul negro del coronel; la línea de cubos se reflejaba en su parabrisas en cinemascope.
Chopin fue a pararse junto al Opel, quitó el contacto y aguardó. Seguía lloviznando. Pasaron tres minutos al mismo tiempo que tres carretillas elevadoras que alzaban diversos productos cárnicos, luego una silueta fue a vaciar un lote de bóvedas craneanas en uno de los contenedores. Una vez regresó al pabellón, no hubo más movimiento en los alrededores hasta que Chopin vio entreabrirse la portezuela azul. Abrió entonces la suya sigilosamente y la lluvia lo alcanzó apenas, sus pies tocaron apenas el suelo pegajoso, de un brinco se encontró en el asiento delantero derecho del enorme Opel.
El olor dentro del habitáculo era la armonía perfecta del ron de las islas con la madera de las islas y los residuos de habano, del Aramis de Hermès con la arábica; flotaba una suave música anglosajona sobre la espuma susurrada del aire acondicionado.
—Me gusta este sitio —dijo el coronel Seck—, está animado toda la noche, es profesional, está bien. Tome algo, sírvase. Un puro.
Hundiendo la mano bajo el radiocasete, abrió un oblongo cajón de palisandro que contenía una botella, un termo niquelado, tres frascos y cuatro vasitos metálicos echados en sus envolturas de fieltro. Un poco de café, dijo Chopin, gracias.
—Veber ha llegado esta mañana —anunció el coronel—. El hotel no está muy lejos de aquí, ya verá.
Siguieron unas precisiones relativas a los horarios y medios de comunicación usados por el secretario general. No sé el número de su habitación, lamentó el oficial de cabecera, pero cuento con alguien sobre el terreno, él se lo dirá. Otras dos personas han llegado al mismo tiempo que él, naturalmente, era de esperar. Un fulano con una chica muy entrenados, ya ve a qué me refiero.
La música anglosajona acababa de interrumpirse y el coronel buscaba otra pulsando el dial del radiocasete, cruzándose con todo tipo de músicas que no le satisfacían aunque también con voces bajas lanzadas al éter, disc-jockeys cabalgando el vacío y cuyas inflexiones tensas revelaban la inquietud de hablar solos sin alcanzar a nadie.
—¿Quién es el fulano que tiene sobre el terreno? —quiso saber Chopin.
—Mouezy-Eon —dijo el coronel—. ¿No se acuerda de él? Siempre estará cerca si necesita que le echen una mano. Aunque tampoco le garantizo nada. Mouezy-Eon está acabado. Se cansa.
Seck siguió buscando una música que le gustara sin dejar de hablar. Chopin echó dos gotas de ron en lo que le quedaba de café, luego miró al frente: fuera seguía lloviendo ligeramente, las gotitas se fijaban inmóviles en los cristales, dispersas, necesitaban unirse unas cuantas, sindicarse en una gruesa gota para resbalar alegremente juntas por el parabrisas, en cuyo reverso, dentro del coche, las gotitas de vaho se asociaban con el mismo objetivo. A veces, dos gotas de distinta naturaleza bajaban al mismo tiempo, abrazadas a cada lado del cristal y pareciendo serrarlo. Era interesante, sí.
—Radio de la hostia —espetó el coronel explorando la guantera—. En fin, se da cuenta del cuadro. Quiero saber qué puñeta hace Veber en la zona. Espabílese.
—Mis poderes son limitados —recordó Chopin.
Seck acababa de encontrar un casete que hundió en el aparato.
—Lo sé —dijo—, ¿pero no cree usted que con sus moscas…?
—Ya se lo he dicho —repitió Chopin—, el problema es siempre el mismo. Mueren demasiado pronto cuando se las interviene, ¿entiende? Tendrían que poder durar más tiempo.
—¿No se las podría fortalecer? —aventuró el coronel apuntando a Chopin con la colilla de su puro—. ¿Darles algo?
Desdeñando esta sugerencia, Chopin dijo que lo ideal sería utilizar ejemplares más voluminosos, por supuesto. Estos resisten más. Pero cuanto más abultan, más indiscretos resultan, es el inconveniente con estos bichos. Desde el momento en que se trata de una mosca, enseguida entran ganas de matar. El casete se había puesto en marcha desgranando un popurrí de obras de Engelbert Hemperdinck y Roger Whittaker, una delicia para el gusto del coronel Seck. Su pie golpeaba suavemente el pedal del freno.
—En cualquier caso —prosiguió Chopin—, no puedo creer que no dispongan de algo más perfeccionado. Con todo lo que se hace hoy día.
—Hay otras cosas —dijo el coronel—, las hay. Pero me han cogido desprevenido. Si no, podría disponer de todo, figúrese. Todos los microcañones, los sistemas a distancia, todas las maletas que hacen la tira de cosas, claro que lo tenemos. Pero de momento el servicio está saturado; los colegas lo han cogido todo.
Detrás de ellos, el tráfico de camiones se había multiplicado desde hacía un rato, las idas y venidas de los compradores y vendedores, minoristas y mayoristas, eran un hormigueo alrededor de los pabellones; y delante de ellos se intensificaba sensiblemente el vaivén de los huesos. El coronel echó una ojeada al Patek-Philippe y hundió su colilla en el cenicero:
—Las cuatro menos diez, será cosa de irse. El pescado no tardará en llegar y habrá demasiada gente aquí. Seamos discretos. ¿Empieza mañana?
En la autopista de regreso circulaban más camiones pesados, caravana casi ininterrumpida que formaba una especie de salvaje convoy militar, desfile mercenario de toldos desparejados lanzado hacia algún botín de guerra alimentaria, pero luego, en París, estaba bastante desierto. Y a lo largo de las avenidas petrificadas, el motor del cupé resonaba quejumbroso en las fachadas de piedra como gime un hombre solo entre sus cuatro paredes desnudas.