El Parc Palace du Lac se halla en medio de una arboleda a orillas de una amplia extensión de agua dulce, por la que a veces una embarcación plana pasea a los huéspedes. Este establecimiento, de unas veinte habitaciones y suites pone a disposición de sus clientes un restaurante, dos bares, tres salas de conferencias, así como un servicio de lavandería y limpieza en seco. Los salarios de un personal muy cualificado de cocineros, mozos de equipajes, telefonistas, doncellas y demás botones justifican el precio de la noche. Fuera del circuito de los hoteles habituales, el Parc Palace es una residencia tranquila y retirada, a menudo frecuentada por clientes de incógnito, en cualquier caso demasiado ricos y poderosos para ser conocidos por el gran público. El hotel no figura en ninguna guía.
El secretario general Vital Veber, por su parte, se halla en un coche Peugeot automático, que acaba de tomar la avenida privada que conduce al Parc Palace du Lac. Este hombre de unos sesenta años se desplaza con su codificador, dos maletines de expedientes, tres maletas de ropa así como un aparato transmisor de onda corta. La compañía de una comisión de expertos, financieros, urbanistas, economistas, juristas y otros investigadores ocupa cada uno de sus días y más de una de sus noches. Siempre alejado de las manifestaciones oficiales, Vital Veber es un hombre tranquilo y reservado, amable con sus colaboradores demasiado escrupulosos y demasiado fieles de todos modos para ser tratados con brusquedad. Su nombre no figura en el Who’s Who.
Lejos de los apparatchiks, lejos de los paparazzi, el secretario general se disponía a gozar de unos días de merecido descanso. Su avión, un biturbopropulsor Fairchild 227, había aterrizado a primera hora de la mañana en el aeropuerto de Orly. El codificador había retirado el coche en la oficina de alquiler y habían salido, yendo el propio Veber al volante del Peugeot. Circulaba despacio, ya que había perdido la costumbre de conducir y no había adquirido nunca la de los vehículos automáticos. A cuatrocientos metros detrás del Peugeot avanzaba a la misma velocidad un Renault de igual cilindrada, que transportaba a dos jóvenes agentes de seguridad llamados Perla Pommeck y Rodion Rathenau, cortos cabellos rubios y vivos ojos grises, traje y traje sastre flexibles y dos horas de preparación física diaria. Era una mañana fresca de suburbios lejanos, el aire vivo era ligero como una lechuga, seco y límpido como vino blanco, recortaba nítidamente las fachadas y se posaba suavemente en los tejados.
En un momento dado el Peugeot se detuvo ante un paso a nivel cerrado: con el morro de su capó junto a la barrera bicolor, bajo la cruz de semáforos intermitentes, sus dos ocupantes vieron desfilar los vagones, cruzando las miradas furtivas de los viajeros bajo el triple claxon de la locomotora, dos agudos separados por un grave en la octava.
Vital Veber pulsó el botón de abertura de su cristal para hacer entrar el sonido en el coche, distorsionado por el movimiento del tren, luego sacó el codo fuera, observando dos perros solos en el mundo que se olfateaban sin habilidad en su segmento de acera, girando sobre sí mismos enfebrecidos, no consiguiendo naturalmente montarse uno a otro al mismo tiempo. Veber no podía abstraerse de aquel espectáculo sobre el que se abstuvo de atraer la atención del codificador, absorto en un mapa de carreteras extendido como una manta sobre sus rodillas. En lugar de ello, observó que el paisaje no había cambiado tanto desde 1955. Es verdad, dijo el codificador. No lo han tocado mucho.
Desaparecida la cola del tren, las barreras despejaban la carretera, el Peugeot recorrió aún tres kilómetros antes de torcer hacia la entrada del hotel. Ningún cartel revelaba la existencia del Parc Palace du Lac, invisible desde la comarcal. Una verja sofisticada hecha con tirabuzones de acero se hallaba enmarcada por dos pilares de mármol impersonales, graves y pulcros como mayordomos, uno de ellos decorado con el botón del interfono. El codificador bajó del coche para pulsarlo.
—Veber —dijo en él—. Tenemos la reserva nueve.
La verja a su vez dejó libre el acceso al camino estrecho que iba serpenteando bajo las hayas y los fresnos, por entre los cubos de boj y los cuadrados de césped. En medio de aquel verdor empezaron a cruzarse de vez en cuando con algún hombre a pie que llevaba un palo de golf, una raqueta, pasaron junto a las pistas de tenis, vieron a lo lejos las cuadras, luego el terreno de croquet, el juego de ajedrez gigante, pronto se distinguía por fin el ancho cuerpo viejo color rosa del Parc Palace, encogido sobre sí mismo y ligeramente encorvado, tranquilizador como un multimillonario bueno.
—Está bien —dijo Veber—, vamos a estar bien. ¿No le parece bien?
El codificador movió la cabeza, hinchando los labios en señal de asentimiento mesurado.
—El expediente noreste —prosiguió Veber—, ¿cree que podremos resolverlo pronto?
—El análisis no es nada —respondió el otro—: cosa de un día o dos. Lo que va a llevarnos tiempo será ver si concuerda con el informe de Ratine.
—Es que está además el comité de superficie —observó el secretario general—. Está eso. Y están además todas las enmiendas del buró.
—Guardémoslo para el final —sugirió el codificador—. Mejor examinar las enmiendas del comité en último lugar. No olvide que hay que empezar por ajustarlo todo a esas nuevas normas Boyadjian-Goldfarb. Ahora se razona con este código.
—¡Santo Dios! —se alarmó Veber—, Boyadjian-Goldfarb, me había olvidado por completo. ¿Conoce usted esas nuevas normas?
—Goldfarb me ha facilitado el protocolo —dijo con calma el codificador—. Globalmente debería poder reconstruir el sistema.
—Perfecto —concluyó Veber tirando del freno de mano.
Bajaron del Peugeot; los mozos ya estaban vaciando el maletero con celeridad, luego el encargado de los coches hizo desvanecerse el vehículo en dirección a los garajes, más allá de una barrera de olmos. Vital Veber precedió a su codificador en un escalón por la escalera a cuyo pie se habían apostado discretamente Perla Pommeck y Rodion Rathenau, con rostros impasibles y ojeadas circulares.
Desde la entrada del hotel, aquella escalera se deslizaba en suave pendiente como una ola moribunda bebida por la gravilla, bordeada de balaustres a la altura del brazo que se curvaban a partir de las primeras gradas para ceñir en su cúspide una larga terraza amueblada con butacas blancas y veladores blancos bajo parasoles azules. En el centro de la terraza, ombligo del Parc Palace, protegidas por un alero de vidrio en forma de abanico, cuatro altas puertas ojivales y acristaladas avanzaban hacia el mundo para abrirse al vestíbulo del hotel. Y al pie de la cúpula de cristales, arqueado bajo un chaqué de cóctel de color gris hierro entre dos hileras de grooms rojos, el director del Parc Palace du Lac esperaba a los nuevos huéspedes.
Cada suite constaba de un salón, un dormitorio, un vestidor más grande de lo corriente y un cuarto de baño para familia numerosa. Desde las habitaciones del secretario general se abría, como estaba previsto, una vista despejada sobre la terraza, la gravilla y el césped. Por la tarde fue a visitar a su codificador en cuyo alojamiento, por el contrario, unos árboles muy cercanos ocultaban las ventanas; a través del filtro de su follaje se adivinaba apenas, más allá del campo de golf, la superficie del lago; en su vestidor las paredes eran ciegas y toda la luz procedía de una lámpara.
—Mejor nos instalamos aquí para trabajar —sugirió Veber—, ¿no le molesta? Con una o dos lámparas más estaría muy bien. De todos modos no empezaremos antes de mañana. Hasta esta noche.
Único problema durante la cena, los nombres de los platos eran algo abstractos, el secretario general dudaba entre el Amaneramiento de faisán bizco sobre lecho de ruiponce y el Tul de róbalo Saint-Evremond al jerez. Preguntó al codificador y luego al maître d’hôtel, pero como sus hipótesis no eliminaban su inquietud, decidió aquella primera noche acogerse al nombre más corto, un plato llamado Revoltillo de negreta Bobigny:
—En cuanto al vino, haga como le parezca. Además, esté tranquilo, no vamos a trabajar todo el tiempo. Primero resolvemos lo del noreste, es lo único urgente. Luego, ya habrá visto que hay un campo de golf aquí. ¿Juega?
—No mucho —reconoció el codificador.
—Personalmente cinco bajo el par —dijo con gusto Veber—. Puedo dedicarle un momento, si le apetece, entre tres o cuatro hoyos. Supongo que no deseará alejarse del hotel, yo tampoco. Sólo he de hacer una o dos cositas en París durante la semana, y aún, que si no, no me muevo de aquí. Se está tan tranquilo…
Sacándose del bolsillo un impreso que encontró en la habitación y que detallaba los servicios del Parc Palace du Lac, leyó en voz alta las características del ajedrez gigante que habían visto por la mañana al llegar: cada cuadro tenía las dimensiones de cuatro tableros estándar y todas las piezas —reyes y reinas de tamaño natural, peones formato preadolescente— estaban montadas sobre cojinetes de bolas; se anunciaban, para la temporada próxima, caballos articulados. No han inventado nada, observó bostezando Veber, lo hay más o menos igual en Baden Baden.