Dos días después, el sol era ejemplar: cerrando el paso a los estados depresivos, el anticiclón efectuaba un excelente trabajo. Chopin acababa de elegir una corbata sin dibujo, apenas cruzada con una rayita azul muy fina sobre el gris. Una vez anudada, disponiéndose a salir se dio una vuelta por la cocina y luego por su criadero.
Las moscas estaban instaladas en una armazón de plexiglás equipada con un termostato, un termómetro y un indicador higrométrico. Dentro de aquella armazón, un cubo de vidrio contenía las ninfas echadas en una capa de serrín, y en el otro cubo de tela metálica fina se cruzaban los vuelos de los insectos nacidos. Dos de ellos precisamente se habían cogido simpatía, para Chopin era siempre interesante observar con lupa un breve coito antes de echarle a la pareja un trocito de corteza de tocino.
Disponía de todo el tiempo, sin tener que dar cuentas de su trabajo al museo, obligado apenas a redactar dos o tres artículos al año. Ningún horario, pues no había ninguna mujer en su vida, estando siempre indeciso: Carole sería siempre demasiado lo que Marianne nunca sería bastante. En el ascensor una mano más decidida que Chopin había escrito Nacera te quiero con grandes letras rojas febriles, cerca de los botones numerados de modo que la interesada no pudiera no verlo, no llevaba firma, pero sin duda Nacera tendría su idea. Chopin pulsó el botón de abajo. La planta baja: la verja del ascensor, tres escalones, la vidriera, el portal bordeado de buzones y la puerta exterior.
El correo: generalmente un folleto, una factura, con menos frecuencia una carta manuscrita. Y casi todos los días dos o tres prospectos dirigidos a su nombre cuando Chopin por distracción se ha hundido en un fichero, se ha cogido en la telaraña de un listado. La mayoría de los inquilinos arrojan esas hojas sin mirarlas en el gran cubo común, otros les echan una simple ojeada. Por la fuerza de la costumbre, y por principio, mientras hace jugar el papel entre los dedos como una tela, Chopin las lee todas.
Además de una postal y el catálogo de una librería especializada de Zurich, los anuncios del día se refieren a un club de solteros, un fontanero, el tercero, procedente de una agencia de viajes, sugiere para el buen tiempo un crucero adriático, de Otranto a Venecia con escala en Rímini. Rímini revelada, dice el prospecto. Joder, piensa Chopin.
Una niñita acaba de abrir con esfuerzo la puerta de la casa, cruza el portal, se precipita por la escalera, sus pisadas reproducen los saltos ágiles de un mono joven en un baobab pero Chopin no ha oído nada: sigue mirando el prospecto. Lo dobla dos veces y lo mete en un bolsillo de su chaqueta, coloca el correo en el otro bolsillo y se vuelve hacia el ascensor, Nacera te quiero, ha subido otra vez a su casa.
Ha desdoblado el prospecto sobre su escritorio, bajo la lámpara encendida aunque el cielo se cuela entero por los cristales. Ha ido a buscar alcohol y algodón al cuarto de baño, luego en un cajón una hoja de cúter y dos plaquitas de vidrio que ha limpiado con alcohol, sentado ante su mesa con cuidado. Ahora, inclinado sobre el prospecto, aumenta con la lupa el nombre de Rímini, acercándose al punto puesto sobre la i central.
Calculando el mejor ángulo para arrancar aquel punto de su soporte, Chopin desliza el filo de la hoja por el signo tipográfico que se suelta, que se despega y cae de Rímini a una de las plaquitas de vidrio; Chopin lo aprisiona con la otra placa, las junta con celo. Luego se levanta y va a buscar la ampliadora, guardada en su caja en el armario del recibidor, por el suelo al pie del aspirador, entre las maletas vacías y las pilas de revistas, en medio de veintiséis zapatos desocupados. La ampliadora tiene mucho polvo, desde hace bastante tiempo no ha tenido nada que llevarse a la lente. Chopin la limpia y se pone a trabajar.
Una vez revelado, ampliado, proyectado el micropunto con un proyector de diapositivas, su contenido consistía en una serie de letras desprovistas de sentido inmediato, ordenadas por series de cuatro, adornadas con algún que otro cuadrito negro. Chopin leyó varias veces el conjunto, buscando en su memoria dos o tres claves elementales, muy pronto dio con la solución. El texto no estaba excesivamente cifrado: accedió a él mediante la técnica de la sustitución con doble clave, con ayuda de la tabla cuadrada de Vigenère: «No ha perdido el tranquillo», declaraba el micropunto, «está bien». Iba firmado por el coronel Seck y añadía un aviso de cita para dentro de una hora en el jardín Luis XVI.
Dejando que la puertecilla del jardín se cerrara sola, Chopin se dirigía, pues, una hora más tarde hacia la capilla expiatoria que ocupa su centro. En el umbral del edificio, un guarda claudicante vestido con un uniforme cultural azul le tendió un nuevo impreso que describía aquel monumento desalentador, cubo-templo de pequeña cúpula que anuncia un peristilo dórico. Chopin lo leyó igual que los otros bajando la escalera al final de la cual, de pie ante el altar de mármol oscuro, parecía recogerse un hombre de sesenta años de dientes muy blancos, vestido de azul oscuro. Hacía mucho tiempo, dijo el coronel Seck.
—Tres años —precisó Chopin—. Nunca nos habíamos visto aquí, ¿verdad?
—Es discreto este monumento —dijo el coronel Seck—, nunca hay nadie. Es tan deprimente…, la gente no está loca. ¿Dispone de algún tiempo ahora?
—Eso depende —dijo Chopin.
—Estupendo —tradujo el coronel—, es posible que lo necesite pronto.
—Pero creía… —dijo Chopin sin esperanza.
—Lo sé —reconoció el coronel—, ya lo sé.
Subieron a la superficie, el guarda de la capilla vigilaba en lo alto de la escalera. Aceleró hacia Seck en diagonal, desdeñando a Chopin, moviendo humildes hombros y alzando las pupilas bajo la visera:
—Mi coronel —dijo—, ¿se acuerda usted de Roquette?
—Francamente —dijo Seck—, ese nombre no me suena de nada, de momento.
—Roquette, mi coronel, Blida, la noche del 3, el ataque por sorpresa de los rebeldes y luego Roquette, mi coronel, un tipo sanguíneo. Saxofonista en el número 4 de Ingenieros. ¿No se acuerda? Busca algo, está fastidiado. Tiene ganas de rehacer su vida como yo.
—Bueno, ya veré qué puedo hacer —dijo Seck—. Que me prepare una notita, puede mandarla a estas señas.
Se sacó del interior de la chaqueta una tarjeta minúscula, con breves muecas como si se arrancara un pelo superfluo. El guarda se le había acercado aún más, con iris confidenciales. ¿Qué hacer, mi coronel, sopló en un aparte por las narices, qué hacer con usted por el país? Le avisarán, Fernández, masculló Seck tendiéndole con impaciencia la tarjeta, le tendrán al corriente. Ahora sea amable, rompa filas.
Cogiendo a Chopin de una manga y llevándolo hacia la salida del jardín, le expuso la gran preocupación que suponía el tener que cuidar de la jubilación de aquellos hombres demasiado mayores, demasiado heridos para batirse aún: claro que no estoy obligado a encargarme yo mismo, hay un organismo para eso, asistentas sociales muy buenas, pero todo va más rápido cuando pasa por mis manos. Ellos lo saben.
Calló hasta la verja que abrió, manteniéndola abierta, parándose en el umbral del jardín para hablar de nuevo, como se acaba diciendo lo esencial a un invitado al despedirlo, en el rellano, mientras espera el ascensor:
—Tendrá todas las instrucciones dentro de unos días. Si hubiera algún problema, puede ponerse en contacto conmigo siempre por la cabina de la calle Lafayette, ya sabe, en la esquina con la calle Bleue.
Por un momento inclinó la frente hacia sus largos zapatos negros muy brillantes, considerándose como en su propio pedestal, luego chasqueó los dedos en el vacío; al instante un taxi verde frenó a su altura, se metió en él, cerró la puerta antes de articular su destino. El coche verde y el coronel dejaron el mundo sensible por el oeste del bulevar Haussmann, Chopin se puso en marcha en el sentido opuesto. Una chica pelirroja muy mona cruzaba el bulevar con una mochila al hombro, ah, no, es un bebé, curioso, luego un café vacío se ofrecía en la calle Lavoisier. El encargado parecía un juez sin causa detrás de la barra. Chopin escogió un asiento junto a la luna.
—Un café —anunció—, corto. Y un vaso de agua.
Estas palabras produjeron un eco en el local vacío, luego volvió el silencio, regularmente roto por la voz sintética de un flipper que recordaba su presencia profiriendo la misma fórmula cada cinco minutos. Bienvenido, doctor Bong.
Chopin observó la superficie del café, fijamente como la de una pantalla, proyectándose en ella un fragmento de su primer encuentro con el coronel Seck, su reclutamiento en otros términos. En aquella época cruzaba un pequeño Sahel y las proposiciones del coronel no caían mal, ricas en color, con bordes dorados y finamente esmaltadas con un asomo de chantaje: serían un conveniente oasis, había aceptado. Enseguida le habían inculcado el empleo del micropunto, del papel carbón blanco, el arte de burlar espías, los buzones muertos y demás gilipolleces. Le advierto que si hago esto es temporalmente, había precisado en cierto momento, cosa de un año o dos, no lo olvide. Hace muy bien, había exclamado el coronel, un año o dos, es exactamente lo que hay que decirse. Además, los mejores de entre nosotros, dicho sea entre nosotros, al principio, es lo que hemos dicho. Bienvenido, doctor Bong.
Chopin se bebió de un trago aquel excelente recuerdo, luego se relajó en su silla, revolviendo en los bolsillos encontró el correo de la mañana que abrió con el mango de la cucharilla. El librero de Zurich le enviaba una lista de obras entomológicas agotadas de las que poseía algunos ejemplares, dichosas moscas, al final se sabría todo sobre ellas, no se sabría qué más decir, quizá era lo que estaba ocurriendo, por cierto, lo que explicaría por qué disponía Chopin de todo su tiempo, pegado como ellas a la gran cristalera. Quedaba la postal, una de cuyas caras representaba el océano en calma. Te esperaré el miércoles por la noche en casa, decía la otra cara. Suzy.