Habiendo dejado el jardín Shakespeare cruzaron el Bois de Boulogne, el Karmann-Ghia circulaba por la sombra verde, en el radiocasete sonaba Nat King Cole y Suzy seguía hablando de Oswald. Así pues, como Chopin, era colaborador de un organismo en el que se describen fenómenos, se inducen hipótesis y se descubren leyes, sólo que Chopin se dedica a las costumbres de las moscas y Clair había sido la política de los bloques. Hombre de tacto y ciencia, Chopin estaba atento a cuanto decía Suzy de su marido, metódicamente como si se tratara de un tipo nuevo de afaníptero; escrupulosamente se agarraba a su conciencia para no preguntarse también ¿qué coño me importa a mí ese tío?
En la calle de Rome, el niño no estaba en casa, fin de semana en Blois. Suzy propuso hacer té. Luego no te hablo más de él, dijo, pero volvió de su habitación con una caja grande y plana, que abrió: pequeñas fotos de identidad flotaban en la superficie de una capa de otras fotos.
Fotos privadas, boda en la alcaldía del distrito cuarto. Suzy muestra a su padre en la imagen, hombrecillo seco de ojos velados por cuarenta y cinco años de trabajar la piel. Fotos profesionales, con motivo de una conferencia o un congreso en el extranjero, por ejemplo en el coloquio de Eisenstadt Oswald está arriba, a la derecha, entre la profesora Ilona Swarcz y el agregado militar Asher Padeh; en primera fila sonríen los delegados Veber y Ghiglion. Fotos en cierto modo mixtas, Suzy iba a menudo con su marido cuando tales coloquios se organizaban en países muy cálidos: al margen de las jornadas de Bogotá, ahí están muy apretados detrás de una mesa de restaurante, ante el objetivo de un ambulante, Suzy parpadea bajo el flash tropical que se refleja de lo lindo en un cristal de las gafas de Oswald.
Cualquiera que fuera la foto, Oswald Clair nunca parecía alegrarse de que lo cogieran dentro de sus límites, siempre se lo sentía tirar hacia el exterior del marco, arrastrado por el fuera de foco. Y al fondo de la caja plana, expedida por las autoridades canadienses con ocasión de un desplazamiento a Vancouver, una ficha de identidad bilingüe daba algunas indicaciones sobre su persona (5 pies 9 pulgadas, 139 libras; marcas, cicatrices, tatuajes, deformidades: ninguno), con la impresión simultánea de sus diez dedos (si una huella cualquiera no aparece impresa, conjeturaba una indicación azul, precísese la causa. Si ha habido amputación, se sonrojaba la misma, indíquese la fecha).
Poco después se fueron a la habitación de Suzy, no hablando ya más de Oswald, luego Suzy volvió a la cocina para preparar por fin el té. Chopin, que se había quedado en la habitación, la oía ajetrearse a lo lejos, pizzicato de los cacharros y gargarismos del agua hirviente, mirando las imágenes en las paredes, un puerto de mar de Horace Vernet, un párrafo de Saul Steinberg clavados con chinchetas encima del escritorio. Y en la pared de enfrente, exterior día sobre tapiz sepia, cuarenta y tres maharajás posaban en 1925 con motivo del jubileo de Kapurthala. La fotografía empezaba a difundirse entonces en color: de no ser por algunos rosas pálidos y verdes pálidos primitivos, un amarillo eventual, un presunto pardo, se la hubiera creído casi aún en blanco y negro, encima de la gran cama con un cubrecama limón-fresa todo arrugado ahora, algo derretido con los abrazos de la pareja.