Oswald, cuando lo conoció Suzy, no poseía más que una moto negra a cuyo asiento trasero se había subido enseguida, luego habían corrido por toda la ciudad, casi toda la noche. El aire frío hacía brotar lágrimas de los ojos de Oswald, que rodaban a lo largo de sus sienes y se perdían entre los labios de Suzy pegada contra él. Unas copas en un bar abierto hasta muy tarde no habían disipado el sabor a sal, y unos meses después nacía su hijo Jim. Tras mudarse tres veces muy seguidas intramuros, Oswald sustituyó la moto por un break, luego cambiaron la capital por las afueras.
Era seis años antes, Jim no tenía seis meses, se habían encontrado en un bloque nuevo, en el corazón de una ciudad nueva del sureste de París. Asuntos Exteriores obligaba a Oswald a ausentarse con frecuencia, la mayoría de las veces por dos o tres días en Ginebra. Cada vez se alojaba en el mismo hotel de habitaciones intercambiables, llamaba a Suzy en cuanto llegaba, le escribía al día siguiente una postal sobre las carpetas abiertas desbordantes de estadísticas, diagramas y casillas.
En invierno, por la ventana, en la calzada definida por la máquina quitanieves, una vez escrita la postal, Oswald miraba los trolebuses de tonos apagados que circulaban con un ruido afelpado. Todo parecía callado, fónicamente aislado como si las pequeñas siluetas escolares de anoraks vivos, en la blanca acera sucia, declararan a los oídos del mundo una guerra de bolas Quies[1]. El texto, en el reverso de las postales, era siempre breve, privado, de orden afectivo (un beso donde el martes) o informativo (la señora de la limpieza es clavada a Sophie), y el anverso representaba el lago de Ginebra en todas las estaciones, o la fachada del hotel pinchada con un alfiler en el emplazamiento de la ventana. Aquellas postales llegaban casi siempre tras el regreso de Oswald.
Durante el crudo invierno en que, doble victoria, Jim empezó a andar y a pronunciar el adverbio no, Oswald tuvo que ir con más frecuencia a orillas del lago. Durante una de sus ausencias había helado bastante para que se reventaran los canalones, las tuberías, el hielo apuntalaba las cornisas con cariátides marmóreas, franjeadas de estalactitas, y ninguna llamada telefónica, ninguna postal llegó de Ginebra aquella vez. A su regreso anunció Oswald que aquel viaje era el último, que no tendría que viajar más a Suiza. En aquella ocasión había traído para su esposa, montadas en forma de gemelos, un par de pequeñas brújulas que señalaban realmente el norte bajo el cristal abombado; mientras Suzy buscaba una blusa para ponerlas enseguida en los puños, Oswald de cara a la ventana propuso que se mudaran. Terminado el ciclo de reuniones en Ginebra, ahora tendría que ir más a menudo al ministerio, quizá resultara más simple volver a París, y además estoy un poco harto de esto. ¿Tú qué opinas?
Muy pronto tuvieron noticia de un piso cuya superficie y orientación les irían muy bien, en el norte de París, en la línea que separa el distrito diecisiete bueno del malo. Por el lado de la calle, sus ventanas dominarían la vasta zanja por donde van y vienen los trenes de la estación Saint-Lazare, y por el del patio darían a dos fábricas, una de espejos y la otra no sabrían de qué, pero su chimenea soltaría continuamente un chorro compacto de humo muy blanco.
Así pues, a los pocos días sus plantas de interior y sus muebles se hallaban aparcados en la acera, mirándose curiosamente, inquietos por aquella marcha a lo desconocido, izados con las cajas de libros y ropa a un camión verde vagón, cuya rapidez venía representada por un gatopardo de color verde claro pintado en sus laterales. Para el traslado de las posesiones preciosas —seis cuadros, doce joyas, un juego de copas en cristal especialmente sensitivo y el gato—, la vecina de arriba llamada Jacqueline Monteil les prestó su coche, un Fiat pequeño que usaba poco: Suzy iría delante, Jim en la trasera del Fiat atado en su sillita. Oswald acudiría luego una vez ordenadas todas sus carpetas en el break.
Todo tipo de carpetas: una correa, goma o hilo, anillas o ganchos, unidas con una espiral o con pinzas, un agujero practicado al dorso de algunas permitía vaciarlas con un dedo. Alfabéticas y azules o beiges, habían ocupado tres paredes del despacho de Oswald Clair hasta el techo, a veces en doble espesor vertical. Oswald acababa de apilarlas, de A a D en la delantera del coche, y con los brazos en jarras se preguntaba ahora si serían ya las R o justo las W las que impedirían que se cerrara el vehículo. Suzy le hizo una señal con los labios al arrancar, Jim agitaba su puño cerrado en torno a una pepona lisiada de una pierna, Oswald alzó hacia ellos una mano distraída, con una sonrisa de miope ausente.
Suzy Clair creyó cruzar así los suburbios por última vez, bordeando Créteil-Soleil antes de tomar la autopista. Metros cúbicos de bosque de Vincennes desfilaron por su derecha, por su izquierda hectolitros de Sena y después de Marne, Jim se había dormido casi enseguida. Cuando Suzy se arqueaba en su asiento para vigilar a su hijo por el retrovisor, hundiéndosele un poco el cinturón entre los pechos, se acordaba de sí misma en la trasera del Aronde color burdeos-crema los domingos, cuando sus padres nerviosos salían a tomar el aire dando vueltas alrededor de Blois; calculó que hasta los cuatro o cinco años Jim no empezaría a preguntar cada cinco minutos ¿cuándo llegamos? Un sol de Austerlitz brillaba sobre la calle de Rome cuando Suzy aparcó el Fiat junto a la verja que limita la zanja ferroviaria. El camión ya estaba parado al pie de la nueva casa, los hombres del gatopardo verde iban y venían cada cual debajo de su objeto, juntándose para la ascensión de los muebles grandes.
Teniendo muy poca familia conocida, Oswald no disponía de ninguna herencia mobiliaria, y por parte de Suzy sólo un gran baúl de junco, elevado a la categoría de mesilla de noche, procedía de la carnicería de un tío: tras no haber conocido más que el ácido universo del serrín y el frío, el suelo grasiento, sin más perspectiva que encerrar paños y cuchillos sanguinolentos a lo largo de toda su vida de objeto, aquel baúl gozaba ahora de una cálida jubilación inesperada, repleta de confortables prendas de invierno, de pieles y cachemir, de angora, ahora lo subían a hombros a las alturas de la calle de Rome. Con esta única excepción, Oswald y Suzy habían comprado, pues, todos sus muebles, a menudo diseñados en el primer tercio de siglo: la copia de un sillón de Marcel Breuer, de una estantería de Eugène Schoen o de un escritorio de René Prou, una lámpara de Edouard-Wilfrid Burquet reeditada, tales eran los gustos de los Clair.
Suzy instaló a Jim en la habitación más espaciosa, en un dispositivo móvil abrigado con mantas, en compañía de animales de peluche y objetos de goma: desde allí la criatura podía observar perfectamente todo el trabajo de los hombres. Luego dio vueltas por el piso. Cuando los robustos brazos iban a preguntarle con dulzura señora, ¿dónde ponemos eso?, les sonreía levantando las cejas, encogiéndose de hombros. Y cuando hubieron casi terminado les dejó al niño unos instantes, inclinados en arco plácido por encima del tacataca mientras ella bajaba a comprarles cerveza. Anduvo un rato por el barrio antes de encontrar una tienda árabe abierta, una muchacha jovencísima estaba en la caja, Suzy sintió ganas de besarla, luego volvió a su casa por otras calles, andaba aprisa, iba recta, miraba a todas partes estrechando el pack entre sus brazos.
Una vez apagaron su sed los gatopardos verdes y se dirigieron a su camión, saltando a los asientos y arrancando con resoplidos, Suzy ordenó dos sillas en torno a una mesa, instaló en ella a Jim con una colección de rotuladores y volvió a dar vueltas por la casa. Mientras se introducía una galleta por la nariz, Jim se puso a grabar enseguida la cera de la mesa con el extremo opuesto del rotulador verde, Suzy se acercaba a veces y le cogía el rojo para esbozar un plano, anotar una idea para una habitación o el esquema de la cocina. Después, como el niño manifestara cierta impaciencia, dispersando las piezas de un puzzle demasiado abstracto, se dio cuenta sólo entonces de que no se había quitado el abrigo, a partir de entonces empezó a mirar la hora de vez en cuando.
A pesar de que había encendido la caldera al llegar, el aire ambiente permanecía frescamente mudado, y el inicio de tibieza sonaba hueco entre las fundas, las cajas, los muebles en tránsito. Suzy se desabrochó el abrigo y luego la cazadora de Jim que llevaba subida hasta las orejas, enchufó la radio, la encendió, dejó dos segundos dos o tres emisoras, la apagó. Oscureció, encendió dos lámparas, una ordinaria y la Wagenfeld, luego se acordó del teléfono como nos acordamos de un animal perdido: el aparato, efectivamente, se agazapaba en el rincón más oscuro de una de las habitaciones, atado con el hilo a la pared como con la correa a un poste un perro abandonado, en verano.
Ya de noche, con todas las lámparas encendidas, Jim alimentado y acostado en un croquis de su habitación, Suzy no se aparta del teléfono. Llama a todas partes, al antiguo piso sin cesar, donde nadie contesta, a Jacqueline Monteil, que no está al corriente de nada, pero también a su hermano Jo, a su amiga Blanche y hasta a un individuo que se llama Horst y que era más o menos su agente o su amante cuando posaba para fotógrafos antes de conocer a Oswald. Vacila, llama al ministerio pero no hay nadie a estas horas, sólo un conserje que no puede ni quiere saber nada. Se acuerda de uno de los colegas de Oswald cuya esposa se había emborrachado de modo increíble en la cena de clausura del congreso de Viena, llama a su casa pero el colega tampoco sabe nada, se le siente solo en su habitación, con su bata, su mujer hace una cura en Saint-Amand-les-Eaux. Es tarde, Suzy deja de telefonear, deja respirar al aparato, quizá Oswald intenta llamar por su parte.
Cuando llega su hermano Jo una hora después, Suzy vuelve sin mirarlas las páginas amarillas de una guía telefónica. Le caerá a Jo la tarea de llamar toda la noche a hospitales y comisarías en vano. Como de costumbre, Suzy duerme mal. Al día siguiente vuelve a llamar al ministerio y dice que quiere hablar con el secretario o el ayudante de Oswald, con su asistente, un colaborador, yo qué sé, alguien así. La ponen con alguien que la pone con otro, la pasean así por media docena de aparatos, dos o tres comunican continuamente. En definitiva parece que es imposible dar con alguien así en todas las líneas, pero la policía se presenta espontáneamente después de llamar Suzy al ministerio.
Los agentes no parecen muy decididos. Van a ver a Suzy, Suzy va a verlos a ellos. En los días sucesivos vuelven, ella también, la cosa se alarga, no encuentran nada. Oswald se ha evaporado sin dejar rastro, como un guijarro común que cae al océano, de noche, no hay allí nadie para atestiguar su caída imperceptible en el oleaje de las aguas negras, su chapoteo insignificante en medio del estruendo, es como si no hubiera pasado nada. Y desde entonces no pasará nada salvo la llamada de un mecánico de Villejuif, a los ocho días de la mudanza. Aquel hombre contará que le han dejado un break, la semana pasada, delante del taller, con nada dentro excepto, en la guantera, las llaves y la documentación del vehículo, en un sobre, más el dinero de una semana de pupilaje y las señas de una señora Clair, París diecisiete, y ¿qué ha de hacer con este coche ahora? Después absolutamente nada, y habrán pasado seis años.