Cuando llueve demasiado en los Champs-Elysées, los hombres que tienen tiempo buscan un rincón seco mientras esperan que escampe. Sus refugios son paradas de autobús o galerías comerciales, entradas de cine, marquesinas. Algunas firmas de automóviles de lujo se han instalado desde hace mucho tiempo en los Champs-Elysées, y en las salas de exposición están estacionados sus últimos prototipos erguidos sobre neumáticos nuevos, esculpidos monstruos en acecho, carísimos modelos que nunca podrán permitirse esos hombres que tienen tiempo bastante para girar en torno a ellos, habiéndose resguardado allí.
Opalinos en su estuche, bajo los capós espejean los motores, los doce cilindros en V, los árboles de leva hidráulicos, los carburadores de doble cuerpo verticales invertidos. Los hombres giran en silencio sin atreverse a tocarlos, si van dos o tres, comparan en voz baja las opciones bajo los parabrisas laminados; entreabriendo una audaz puerta, luego no se atreven a cerrarla. Pero en las salas de exposición se hallan también, totalmente entregados a la casa madre, jóvenes elegantes que sirven principalmente para bromear con las explosivas azafatas de entusiasmantes pestañas, y para cerrar luego con desparpajo cualquier puerta que estorba. El portazo produce un acorde perfecto, mayor y lubrificado, como suenan vacías las llaves de un saxofón tenor nuevo, los hombres que giran en torno a los prototipos admiran el sonido pero no sienten simpatía por aquellos jóvenes.
Desde la puerta de Mercedes Benz se ve muy bien que la lluvia ha amainado puesto que fuera ha vuelto a salir la gente por decenas, cincuentenas de siluetas con todas las miles que se presienten alrededor, entre ellas la de Franck Chopin, vestido con su traje pálido que no se ve bajo el impermeable azul marino. Por encima suyo, en el cielo bajo que se va despejando, dos gruesas nubes de cinc pesan como odres, de las que parecen escapadas algunas pequeñas furtivas de algodón puro.
Chopin bajaba por los Champs-Elysées, venía de su domicilio con una cajita en un bolsillo del impermeable, una pequeña jaula de alambre trenzado que contenía una mosca viva. Pasada la glorieta, se desarrolla en forma de alfombra verde la zona arborícola de esta avenida, bordeada de anchas aceras prolongadas por jardines públicos. En un banco del primer jardín, una chica sentada en las rodillas de un muchacho se ríe a carcajadas no sabremos de qué; en los bancos de los siguientes, brochettes de interinos ingieren silenciosos yogures. Indistinto entre las siluetas, seguro que Vito Piranese no andará muy lejos. Una semana vigilando a Chopin: cada noche el teléfono chirría a la misma hora en su casa, es la rubia alta a la que Vito hace el relato detallado de la jornada de Chopin: cada vez ninguna anormalidad en su actividad prevista. Es su último día de espionaje y se siente aliviado —aunque siempre pasa lo mismo, uno le toma apego al cliente—. Chopin sigue bajando hacia la Concorde. El cielo acaba de escurrirse.
Desde la acera, algunos viajeros venidos de Wisconsin o de Schleswig-Holstein se habían arriesgado hasta el centro de la avenida: cogidos entre las riadas contrarias de vehículos, se fotografiaban en el eje del Arco, a lo lejos, que agitaba blandamente sus redes protectoras y su bandera gigante. Hacia el Elíseo irrumpió algo como un breve cortejo oficial, levantando una estela de pitidos y sirenas, instantáneo como el chaparrón y barriendo el asfalto, apartando por un momento a los peatones hacia sus orillas. Chopin lo miraba todo, las mujeres y los coches que le causan tantos apuros, pero también el cortejo oficial.
A la décima joven después de la glorieta que sube por la avenida a su encuentro, aquella a la que protege del chaparrón expirante un pañuelo acrílico polícromo cuyos motivos resumen una aventura de Tarzán, Chopin la mirará como a las otras —pero hete aquí que, apenas cruzados, sus ojos se juntan y ya no se separan, se convierten en una sola mirada que los envuelve, les da calor, dura mucho rato, Chopin está muy emocionado, el amor a primera vista, falla la respiración y se desata la presión arterial, ay se me desgarra el corazón, ay, ay, estoy muerto. Ha pasado, más deslumbrante que la más explosiva azafata de Maserati.
Habiéndose producido todo ello a la velocidad de la luz, siendo aquella mirada de altísima fuerza de percusión y penetración, Chopin permanece un segundo atontado, privado del menor raciocinio y, cuando se vuelve, ya no está ella. Conocerá, pues, a Suzy Clair en otra ocasión.
Tres días más tarde, una velada en casa de Bloch, bastante gente. Aparte de las caras pálidas del laboratorio están las esposas, algunas no están mal pero la mayor parte no valen demasiado, una gran mayoría de desconocidos para Chopin, entre ellos tres publicistas, dos radiólogos de Douai, un profesor de cultura general en Bellas Artes y dos o tres estudiantes cameruneses. Chopin, en el sofá verde, consolaba a Bloch por no haber sido elegido, tampoco este año, para el tribunal de oposiciones, cuando vio que estaba también allí, de pie cerca del yacimiento de champán, sola y vestida con un traje asimismo verde, con mucha hombrera y una cremallera en diagonal.
Al mismo tiempo resulta tan normal con el sindicato, suspiraba Bloch maltratando un filtro de Craven, acuérdate del efecto de la moción Fluchaire. Pero Chopin se había levantado, se dirigía hacia Suzy Clair sin premeditar nada, con la mente vacía y el corazón triplicado repitiéndose mecánicamente que resulta tan normal.
Aunque podía ser una entrada en materia, no evocaron, no, su mirada de los Champs-Elysées: partían de cero. Se preguntaron, pura curiosidad, cuántos amigos comunes los hacían encontrarse en casa de Bloch: ni uno. Se dijeron sus nombres, algunas nociones de su vida, algunas ideas de sus posesiones. Chopin miraba exageradamente a Suzy Clair, paseando un momento sus ojos por sus hombros y haciéndolos revolotear por su pecho en dirección a su anular izquierdo, desprovisto de anillo aunque entre sus posesiones figuraba particularmente, le indicó ella en el acto, un marido que trabajaba en Asuntos Exteriores y atendía al nombre de Oswald. Vaya. Lo mío, dijo Chopin, son las moscas.
Como Suzy Clair se sonreía, le habló de algunas moscas que estudiaba, las pardas, rojizas, rojas, anaranjadas y moradas, las vidriosas y las ferruginosas de rodillas amarillas, ojos verdes o azul vivo, y de lo que de risible hay en sus costumbres. Y como le diera por sonreír también de su corbata bordada con un ínfimo elefante, nada más fácil para Chopin que evocar al punto las costumbres de los elefantes, los que cruzaban los Alpes o bajaban a pie por la calle Saint-Denis, aquellos cuyos colmillos se esculpían en Dieppe cuando vivía él allí siendo adolescente.
La infancia de Suzy Clair, cuando aún sólo era Suzy Moreno, era Blois. Blois ya no era ahora más que un pequeño recuerdo en blanco y negro sobreexpuesto, aunque muy joven Suzy se había convertido en princesa de la urbanización: nada se decidía sin ella en los aparcamientos, en los sótanos de los bloques, cerca del río o cerca del flipper.
Todo eso, por supuesto, no se contaba de un tirón sino por episodios sin cronología, al hilo de tres citas aquella semana. Primero el domingo en el cine, uno junto a otro inmóviles en la oscuridad barrida por colores movedizos, violines febriles. Después el jueves, en casa de él, se abrazaron enseguida admirándose, temblando con arruguitas menudas como las hay en la superficie del agua. Pero el domingo siguiente, en el jardín Shakespeare del Pré-Catelan, Suzy se puso a mirarse las uñas y dijo que tal vez tendrían que dejar de verse. Vaya. Yo, dijo Chopin, no opino igual.
No lejos, espectros azul marino, unos jardineros encorvados se afanaban al fondo del corredor de landa encargado de evocar a Macbeth. Bueno, dijo Chopin suavemente, ¿qué pasa? ¿Tu marido? Ella se encogió de hombros haciendo señas de que no. Pausa, que aprovecha un mirlo para intentar una audición. Chopin recorre a la joven, observándose de pasada en los rombitos de espejo fijados en sus orejas, da leves patadas a las bolas de brezo, empuja sombras de brujas mientras Suzy Clair le cuenta lo ocurrido con Oswald.