El rostro de sir Enrique estaba muy serio. Dijo:
—No me gusta.
—Comprendo —reconoció la señorita Marple— que no es lo que suele llamarse ortodoxo. Pero sí que es muy importante, ¿verdad?, para estar completamente seguros. Yo creo que si el señor Jefferson se mostrase de acuerdo…
—¿Y Harper? ¿Ha de figurar él en esto?
—Pudiera resultar un poco embarazoso para él saber demasiado. Pero podría usted insinuar algo… Que vigilara a ciertas personas… que las hiciera seguir, ¿comprende?
Sir Enrique respondió lentamente:
—Sí; eso cubriría el caso…
El superintendente Harper miró penetrante a sir Enrique Clithering.
—Déjeme que vea esto claro. ¿Está usted insinuándome algo?
Contestó sir Enrique:
—Le estoy comunicando lo que mi amigo acaba de comunicarme… no me lo dijo en secreto… que tiene la intención de visitar a un abogado de Danemouth mañana para hacer un testamento nuevo.
Harper frunció el entrecejo.
—¿Tiene el señor Jefferson el propósito de comunicar su intención a sus hijos políticos?
—Piensa decírselo esta noche.
—Comprendo.
El superintendente golpeó la mesa con la pluma.
Repitió:
—Comprendo…
Luego su penetrante mirada se clavó de nuevo en los ojos del otro. Preguntó:
—Conque, ¿no está usted conforme con el caso que hay contra Basilio Blake?
—¿Lo está usted?
Tembló el bigote del superintendente. Quiso saber:
—¿Lo está la señorita Marple?
Los dos hombres se miraron.
Luego dijo Harper:
—Puede dejarlo en mis manos. Designaré agentes. No habrá tonterías… eso puedo prometérselo.
Dijo sir Enrique:
—Hay una cosa más. Mejor será que vea esto.
Desdobló un papel y se lo ofreció.
Esta vez el superintendente perdió la serenidad. Emitió un silbido de sorpresa.
—Conque esas tenemos, ¿eh? Eso hace que el asunto cambie de cariz por completo. ¿Cómo llegó a desenterrar usted esto?
—Las mujeres —contestó sir Enrique— tienen interés siempre por los matrimonios.
—Sobre todo —dijo el superintendente— las solteronas ancianas.
Conway Jefferson alzó la cabeza al entrar su amigo.
En su severo rostro se dibujó una sonrisa.
—Bueno, ya se lo he dicho. Han tomado las cosas muy bien.
—¿Qué dijiste?
—Les dije que, habiendo muerto Rubi, me parecía que las cincuenta mil libras que yo había decidido legarle debían emplearse en algo que pudiera yo asociar con su recuerdo. Pensaba dotar a una residencia para jóvenes que trabajaran como bailarinas profesionales de Londres. Es estúpido emplear así el dinero… me extraña que se lo hayan creído. ¡Como si yo fuera capaz de hacer una cosa así!
Agregó, meditabundo:
—¿Sabes? Hice el ridículo con esa muchacha. Debo estarme volviendo un viejo estúpido. Ahora lo veo. Era una criatura bonita. Pero la mayor parte de las cosas que vi en ella se las había puesto yo. Quise hacerme creer a mí mismo que era otra Rosamunda. El mismo colorido, ¿comprendes? Pero no el mismo corazón ni la misma mentalidad. Dame ese periódico… publica un problema de bridge muy interesante.
Sir Enrique bajó la escalera. Hizo una pregunta al conserje.
—¿El señor Gaskell, señor? Acaba de marcharse en su automóvil. Tenía que ir a Londres.
—Ah, ya… ¿Está la señora Jefferson por aquí?
—La señora Jefferson, señor, acaba de irse a acostar hace un instante.
Sir Enrique se asomó al salón y a la sala de baile. En el salón Hugo McLean estaba sacando un crucigrama y frunciendo mucho el entrecejo al hacerlo. En la sala de baile, Josita le sonreía valerosamente a un hombre obeso, sudoroso, mientras sus hábiles pies esquivaban los destructores pisotones de su pareja. El hombre obeso se estaba divirtiendo de lo lindo, evidentemente. Raimundo, fatuo y hastiado, bailaba con una muchacha de aspecto anémico, cabello pardo mate y un vestido muy caro, al parecer, que le sentaba muy mal.
Sir Enrique dijo para sí: «Y ahora a la cama».
Y subió la escalera.
Eran las tres de la madrugada. El viento había amainado. La luna brillaba sobre el mar tranquilo.
En el cuarto de Conway Jefferson no se oía más sonido que el de su propia respiración. Yacía medio incorporado sobre almohadas.
El intruso se fue acercando más y más y más a la cama. La profunda respiración del durmiente no se interrumpió ni un instante.
No hubo sonido, o lo hubo apenas. Un índice y un pulgar estaban preparados para pellizcar la piel; en la otra mano, la jeringuilla iba preparada.
Y de pronto, una mano surgió de las sombras y asió la muñeca de la mano que sujetaba la aguja hipodérmica. La otra mano sujetó al desconocido con fuerza.
Una voz sin emoción, la voz de la Ley, dijo:
—No, amigo. ¡Quiero esa jeringuilla!
Se encendió la luz y, desde su almohada, Conway Jefferson contempló, ceñudo, al asesino de Rubi Keene.
Dijo sir Enrique Clithering:
—Hablando como si yo fuera Watson y usted Sherlock Holmes, quiero conocer sus métodos, señorita Marple.
El superintendente Harper dijo:
—A mí me gustaría saber qué fue lo que la puso sobre la pista en un principio.
El coronel Melchett exclamó:
—¡Ha vuelto usted a triunfar, caramba! Quiero que nos lo cuente todo, del principio al fin.
La señorita Marple alisó la seda de su mejor vestido de noche. Se ruborizó y sonrió, y pareció un tanto cohibida.
—Temo que encontrarán ustedes mis «métodos», como los llama sir Enrique, terriblemente primitivos. La verdad es, ¿comprenden?, que la mayoría de la gente… y no excluyo a los policías… es demasiado confiada para este mundo tan malo. Creen lo que se les dice. Yo nunca creo. Tengo la manía de querer comprobar las cosas por mí misma.
—Ésa es la actitud científica —dijo sir Enrique.
—En este caso —continuó la señorita Marple— se dieron por sentadas ciertas cosas desde el primer momento, en lugar de atenerse uno a los hechos. Los hechos, tal como yo los observé, eran que la victima era muy joven, que se mordía las uñas y que le sobresalían los dientes un poco… como ocurre con frecuencia en muchachas jóvenes si no se les corrige el defecto a tiempo mediante el empleo de una placa. (Los críos son muy malos para eso, porque se quitan la placa cuando las personas mayores no están mirando).
»Pero eso es divagar y apartarse de la cuestión. ¿Adónde había llegado…? Ah, sí… Estaba mirando a la muerta y compadeciéndola, porque siempre es muy triste ver cortada una vida en flor. Y me estaba diciendo que quienquiera que lo hubiese hecho era una persona muy malvada. Claro está que era motivo de confusión que fuese hallada en la biblioteca del coronel Bantry. Se parecía demasiado a una novela para que fuese verdad. Total, que formaba un conjunto antiestético. No era, en realidad, lo que había querido hacerse, y eso nos confundía una barbaridad. La verdadera idea había sido plantarle el cadáver al pobre Basilio Blake (una persona mucho más probable…) y su acción de trasladar el cadáver hasta la biblioteca del coronel Bantry retrasó considerablemente las cosas y debió molestar enormemente al verdadero asesino.
»Originalmente, como ustedes lo comprenderán, el señor Blake hubiera sido el primer sospechoso. Se hubiesen hecho indagaciones en Danemouth; se hubiera descubierto que conocía a la muchacha; que se había casado con otra… Y luego se supondría que Rubi había ido a hacerle victima de un chantaje o algo así, y que él la habría estrangulado en un acceso de cólera. ¡Un crimen corriente, sórdido, del tipo que pudiéramos llamar de cabaret!
»Pero, claro, todo salió mal y se concentró el interés demasiado pronto en la familia Jefferson… con gran rabia de cierta persona.
»Como les he dicho, soy desconfiada por naturaleza. Mi sobrino Raimundo me dice, en broma claro está, y cariñosamente, que tengo una mente como una cloaca. Dice que les ocurre lo propio a casi todos los de mi época, pero los de mi época conocían la naturaleza humana.
»Como digo, teniendo esta mente tan insanitaria… o, ¿no será más apropiado llamarla sanitaria…? examiné inmediatamente el lado económico de la cuestión. Dos personas podían salir beneficiadas con la muerte de la muchacha… Eso era innegable. Cincuenta mil libras esterlinas son muchas libras… sobre todo cuando uno tiene dificultades económicas, como a ambas de dichas personas les ocurría.
»Claro que las dos parecían personas muy agradables y buenas. Pero cualquiera sabe, ¿verdad?
»La señora Jefferson, por ejemplo… Todo el mundo la quería. Pero parecía bastante claro que se había mostrado inquieta y algo desasosegada aquel verano, y que estaba harta de la vida que llevaba, dependiendo por completo de su suegro. Sabía, porque se lo había dicho el médico, que no viviría mucho tiempo… Conque por ese lado no había peligro… o no lo hubiese habido si no hubiera aparecido Rubi Keene en escena. La señora Jefferson idolatraba a su hijo y algunas mujeres tienen la singular creencia que los crímenes cometidos por el bien de sus hijos casi están justificados moralmente. Me he tropezado con esa actitud una o dos veces en el pueblo. «Todo ha sido por Margarita, ¿comprende, señorita?», dicen, y parecen creer que con eso una conducta dudosa queda justificada. Una forma de pensar, a mi modo de ver, muy relajada.
»El señor Marcos Gaskell, claro está, ofrecía más probabilidades, si me permite la expresión. Era jugador y no tenía, en mi opinión, principios morales muy elevados. Pero, por ciertas razones, opinaba que una mujer estaba relacionada con el crimen.
»Como digo, estaba meditando sobre los móviles, y el del dinero se me antojaba muy sugestivo. Fue una verdadera desilusión comprobar, por consiguiente, que estas dos personas podían demostrar la coartada para el intervalo dentro del cual, según declaración facultativa, Rubi había hallado la muerte.
»Pero poco después se descubrió el coche incendiado con el cadáver de Pamela Reeves dentro y entonces todo el asunto me saltó a la vista. Las coartadas, naturalmente, no valían nada.
»Yo poseía ya dos mitades del caso, y ambas muy convincentes, pero no conseguía hacerlas encajar. Tenía que existir un eslabón de unión; pero no podía encontrarlo. La persona que yo sabía complicada en el crimen no tenía móvil alguno.
»Fui una estúpida —prosiguió la señorita Marple, musitando—. De no haber sido por Dina Lee, no se me hubiera ocurrido… y eso que era lo primero que debía habérsele ocurrido a cualquiera. ¡Somerset House! ¡Matrimonio! No era ya cuestión del señor Gaskell sólo o de la señora Jefferson… Existían las posibilidades del matrimonio. Si cualquiera de estos dos se casaba, o si había siquiera probabilidad de que se casaran, entonces la persona con quien fueran a casarse estaría complicada también. Raimundo, por ejemplo, podría creer que tenía una buena posibilidad de casarse con una mujer rica. Se había mostrado muy asiduo de la señora Jefferson y fue su encanto, creo yo, lo que la despertó de su prolongada viudedad. Había estado satisfecha con ser como una hija para el señor Jefferson… como Ruth y Noemí… sólo que Noemí, como recordarán ustedes, se tomó muchas molestias para prepararle un matrimonio adecuado a Ruth.
»Además de Raimundo, había el señor McLean. Ella le apreciaba mucho y parecía altamente probable que se casara con él a fin de cuentas. Él no disfrutaba de muy buena posición… y no estaba lejos de Danemouth la noche en cuestión. Conque parecía, ¿verdad?, como si cualquiera hubiese podido hacerlo.
»Pero, claro está, en realidad, en mi fuero interno, lo sabía. Pero no había manera de escapar de esas uñas mordidas, ¿verdad?
—¿Uñas? —dijo sir Enrique—. Sí; se arrancó una uña, y se recortó las demás.
—¡Qué tontería! —dijo la señorita Marple—. Las uñas mordidas y recortadas son completamente distintas. Nadie que supiera algo de las uñas de una muchacha podría confundir una clase con otra… Las uñas roídas son muy feas… como les digo siempre a las niñas de mi clase. Esas uñas, ¿comprenden?, eran un hecho, un hecho. Y sólo podían querer decir una cosa. El cadáver hallado en la biblioteca del coronel Bantry no era el de Rubi Keene ni mucho menos.
»Y eso le lleva a una directamente a una persona que no cabía la menor duda de que estaba complicada. ¡Josita! Josita identificó el cadáver de Rubi. Dijo que lo era. La curiosidad se la comía, al hallar el cadáver donde se encontraba. Casi puede decirse que delató ella ese sentimiento. ¿Por qué? Porque sabía, y nadie mejor que ella, dónde debía haberse hallado el cadáver. En la casa de Basilio Blake. ¿Quién dirigió nuestra atención hacia Basilio? Josita, al decirle a Raimundo que Rubi podía haber estado con el peliculero. Y, antes de eso, metiendo una fotografía suya en el bolsillo de Rubi. ¿Quién estaba tan enfurecida con la muerta que le era imposible ocultar sus sentimientos aun hallándose en presencia del cadáver? ¡Josita! Josita, que era astuta, práctica, dura y a la caza del dinero a todo riesgo.
»Eso es lo que quise decir al hablar de creer las cosas con demasiada facilidad. Nadie pensó en la posibilidad de que Josita estuviese mintiendo al decir que el cadáver era el de Rubi. Simplemente porque, por entonces, no parecía que pudiera tener motivo alguno para no decir la verdad. El motivo era la dificultad siempre… No cabía la menor duda de que Josita estaba complicada; pero la muerte de Rubi parecía, si acaso, contraria a sus intereses. Sólo cuando Dina Lee mencionó a Somerset House se me ocurrió la posible relación.
»¡Matrimonio! Si Josita y Marcos Gaskell estuvieran casados… entonces todo resultaría claro. Como ahora sabemos, Marcos y Josita se casaron hace un año. Guardaban el secreto, de la forma más hermética, hasta que Jefferson muriera. Resultó verdaderamente interesante, ¿saben?, seguir el curso de los acontecimientos… y ver exactamente cómo había salido el plan. Complicado y, sin embargo, sencillo. En primer lugar, la selección de la pobre criatura Pamela, y la forma de abordarla con el cuento cinematográfico. Una prueba cinematográfica… Claro, la pobre criatura no pudo resistir la tentación. No cuando se lo explicaron de una forma tan plausible como supo hacerlo Marcos. Se presenta en el hotel. Él la está esperando. La introduce por la puerta lateral y se la presenta a Josita… ¡una de sus expertas en maquillaje! ¡La pobre criatura! ¡Me da no sé qué cada vez que lo pienso! Sentada en el cuarto de baño de Josita mientras ésta le oxigenaba el cabello, la maquillaba y le esmaltaba las uñas de las manos y de los pies. Durante ese intervalo le fue dada la droga. En una limonada o algo así seguramente. Pierde el conocimiento. Me imagino que la meterían en uno de los cuartos vacíos del otro lado del pasillo…
»Después de cenar, Marcos Gaskell salió en su automóvil, al malecón, según él. Fue entonces cuando llevó el cuerpo de Pamela a la casa, envuelta en uno de los vestidos viejos de Rubi y lo colocó sobre la estera. La niña seguía sin conocimiento, pero no estaba muerta. La estranguló allí con el cinturón del vestido. No es muy agradable, no… pero tengo la confianza de que ella no se daría cuenta de nada. De verdad, de verdad que me siento la mar de contenta al pensar que ese hombre va a morir ahorcado… Eso debe de haber sido poco después de las diez. Luego, volvió a toda marcha y encontró a los demás en el salón donde Rubi Keene, viva aún, bailaba su número de exhibición con Raimundo. Supongo que Josita habría dado instrucciones a Rubi de antemano. Rubi estaba acostumbrada a hacer lo que Josita le mandaba. Debía mudarse de ropa, entrar en el cuarto de Josita y aguardar. También a ella la narcotizaron, seguramente con el café que tomó después de cenar, recuerden que estaba bostezando cuando hablaba con Barlett.
»Josita fue luego a «buscarla…» pero nadie entró en el cuarto de Josita más que la propia Josita. Probablemente remataría a la muchacha entonces… con una inyección, quizás, o un golpe en la nuca. Bajó, bailó con Raimundo, discutió con los Jefferson dónde podría estar Rubi y, por fin, se retiró a dormir. De madrugada, le puso a Rubi la ropa de Pamela, bajó con el cadáver por la escalera excusada; era una mujer fuerte, hercúlea; se apoderó del coche de Barlett, recorrió las dos millas que hay hasta la cantera, roció el automóvil con gasolina y le prendió fuego. Luego, volvió a pie al hotel, calculando el tiempo, probablemente, para llegar a eso de las ocho o las nueve… ¡haciendo creer que la ansiedad que Rubi le inspiraba la había hecho madrugar!
—Un plan muy complicado —replicó el coronel Melchett, meneando ligeramente la cabeza en señal de aturdimiento.
—No más complicado que los pasos de una danza —respondió la anciana.
—Supongo que no.
—Lo hizo todo concienzudamente —prosiguió la señorita Marple—. Hasta previó la discrepancia de las uñas. Por eso se las arregló para romperle una uña a Rubi con su chal. Servía de excusa para fingir que Rubi se había recortado las uñas.
Dijo Harper:
—Sí, pensó en todo. Y el único indicio verdadero que tenía usted, señorita Marple, eran las uñas roídas de una colegiala.
—Algo más que eso —contestó la anciana—. La gente se empeña en hablar demasiado, Marcos Gaskell habló demasiado. Al mencionar a Rubi dijo que los dientes parecían querérsela escapar hacia la garganta, siendo así que la muerta hallada en la biblioteca de Bantry tenía los dientes torcidos hacia fuera.
Conway Jefferson preguntó, ceñudo:
—Y, ¿fue ese desenlace dramático final idea suya, señorita Marple?
La señorita Marple confesó:
—Pues… sí que lo fue en realidad. ¡Es tan agradable tener la seguridad! ¿No le parece?
—Seguridad es la palabra —dijo Conway Jefferson.
—Es que —explicó la señorita Marple— en cuanto Josita y Marcos supieran que iba a hacer un nuevo testamento, tendrían que hacer algo. Habían cometido ya dos asesinatos por culpa del dinero. Conque tanto les daba cometer el tercero. Marcos, claro está, tenía que poder probar la coartada. Conque marchó a Londres y la preparó comiendo en un restaurante con amigos y yendo después a un cabaret. Josita había de encargarse de hacer el trabajo. Seguían queriendo que la muerte de Rubi se achacara a Basilio Blake. Conque era preciso que la muerte del señor Jefferson pareciera debida a un colapso cardiaco. La jeringuilla, según me dice el superintendente, contenía digitalina. Cualquier médico hubiera creído muy natural la muerte por colapso en esas circunstancias. Josita había aflojado una de las bolas de pie del mirador y pensaba dejarla caer después. Se achacaría la muerte al sobresalto producido por el ruido.
Melchett dijo:
—Era ingeniosa esa diablesa.
Preguntó sir Enrique:
—¿Conque la tercera muerte a que usted hizo referencia era la de Conway Jefferson?
La señorita Marple sacudió la cabeza con un gesto negativo.
—Oh, no… Me refiero a Basilio Blake. Le hubieran hecho ahorcar si hubieran podido.
—O hecho encerrar en Broadmoor —dijo sir Enrique.
La señorita Marple, sin inmutarse lo más mínimo, continuó diciendo:
—Era ella la que tuvo siempre el carácter dominante. Y fue ella quien ideó el plan. La ironía del caso es que fue ella quien trajo aquí a la muchacha, sin soñar que pudiera encapricharse de ella el señor Jefferson y echar a perder todas sus propias probabilidades.
Jefferson dijo:
—Pobre criatura… Pobre Rubi…
Entraron Adelaida Jefferson y Hugo McLean. Adelaida parecía casi hermosa aquella noche. Se acercó a Conway Jefferson y posó una mano sobre su hombro. Dijo con voz que pareció quebrarse un poco.
—Quiero decirte una cosa, Jeff. Inmediatamente. Voy a casarme con Hugo.
Conway Jefferson alzó la mirada hacia ella un instante. Dijo con hosquedad:
—Ya iba siendo hora de que te volvieras a casar. Os felicito a los dos. A propósito, Adi: voy a hacer testamento nuevo mañana.
Ella asintió con un movimiento de cabeza.
—Ya lo sé —dijo.
—No sabes nada. Voy a hacerte un donativo de diez mil libras esterlinas. Todo lo demás que poseo irá a parar a Pedrito cuando yo muera. ¿Qué tal te parece eso, muchacha?
—¡Oh, Jeff! —la voz de la mujer se quebró—. ¡Eres maravilloso!
—Es un buen chico. Me gustaría verle con frecuencia… durante el tiempo que me queda de vida.
—¡Oh, le verás!
Hugo y Adelaida pasaron juntos a la sala de baile, y Raimundo se acercó a ellos.
Adelaida dijo, precipitadamente:
—He de darle a usted una noticia. Vamos a casarnos.
La sonrisa de Raimundo fue perfecta… una sonrisa valerosa y pensativa.
—Espero —dijo, haciendo caso omiso de Hugo y mirándola a ella de hito en hito— que sea usted muy feliz…
Siguieron su camino, y Raimundo se quedó mirándoles.
«Una mujer buena», dijo para sí. «Una mujer muy agradable. Y hubiera tenido dinero por añadidura. Con lo que me molesté para aprenderme todo ese cuento de los Starr de Devonshire… Bueno, está visto que no estoy de suerte… ¡Baila, caballerito, baila!»
¡Y Raimundo volvió a la sala de baile!