Capítulo XV

1

La señorita Marple salió por la puerta-ventana de su sala, bajó el sendero de su bien cuidado jardín, salió al camino, entró por la verja del jardín de la vicaría, cruzó el jardín, se acercó a la ventana de la sala y golpeó suavemente el cristal con los nudillos.

El vicario estaba muy ocupado en su despacho preparando el sermón del domingo; pero la esposa del vicario, que era joven y linda, estaba admirando los progresos que hacía su vástago arrastrándose por la estera delante de la chimenea.

—¿Puedo entrar, Griselda?

—Si, entre, señorita Marple. ¡Fíjese en David! ¡Se enfada de una manera porque sólo sabe arrastrarse hacia atrás! Quiere llegar a alguna parte, y cuanto más lo intenta más recula hacia el cubo del carbón.

—Está muy hermoso, Griselda.

—No está mal, ¿verdad? —dijo la joven madre, intentando parecer indiferente—. Claro está que no me preocupo mucho de él. Todos los libros dicen que a una criatura hay que dejarla sola todo lo más posible.

—Eso es muy prudente, querida —aseguró la señorita Marple—. ¡Ejem…! Vine a preguntarle si estaba usted recaudando para algo especial en estos momentos.

La mujer del vicario la miró con cierto asombro.

—Oh, para un montón de cosas —aseguró alegremente—. Siempre hay que recaudar para algo, las necesidades son muchas.

Fue contando con los dedos:

—Hay el fondo para Restaurar la Nave de la iglesia, y las Misiones de San Gil, y nuestro Bazar Benéfico del miércoles, y las Madres Solteras, y la Excursión de los Exploradores, y la Sociedad del Ganchillo, y la llamada del Obispo en pro de los Pescadores de Alta Mar…

—Cualquiera de ellos sirve —dijo la señorita Marple—. Había pensado en dar una vueltecita… con una libreta de recaudación, ¿sabe…? si me lo autorizara usted…

—¿Va usted con segundas? Apuesto a que sí. Claro que la autorizo. Recaude para el Bazar Benéfico. Resultaría muy agradable conseguir dinero de verdad en lugar de esas horribles almohadillas perfumadas, y limpiaplumas cómicos y muñecas hechas de ropa vieja y de trapos de quitar polvo…

»Supongo —continuó Griselda acompañando a la anciana hasta la puerta-ventana— que no querrá usted decirme de qué se trata.

—Más tarde, querida —dijo la señorita Marple, retirándose precipitadamente.

Exhalando un suspiro, la joven madre volvió a la estera, y cumpliendo los preceptos de no preocuparse en absoluto de su hijo, le dio tres veces en el estómago con la cabeza, oportunidad que aprovechó el niño para agarrarle el cabello y tirar con grandes muestras de alegría. Luego rodaron los dos por el suelo dando gritos, hasta que se abrió la puerta y la doncella de la vicaría le anunció a la feligresa de más influencia de la parroquia, a la que, por cierto, no le gustaban los niños:

—La señora está aquí.

Al oír lo cual Griselda se incorporó y procuró asumir un aire de seriedad más en consecuencia con su calidad de esposa del vicario.

2

La señorita Marple, llevando en la mano un librito negro lleno de anotaciones en lápiz, caminó apresuradamente por la calle del pueblo hasta llegar a la encrucijada. Allí torció a la izquierda y pasó de largo por delante de la hostería del «Jabalí Azul», deteniéndose ante Chatsworth, alias «la casa nueva del señor Booker».

Entró por la puerta del jardín, se acercó a la casa y llamó a la puerta principal.

Abrió la joven rubia llamada Dina Lee. Estaba menos cuidadosamente maquillada que de costumbre y parecía tener algo sucia la cara. Llevaba pantaloncito corto gris y un jersey color esmeralda.

—Buenos días —dijo la señorita Marple alegremente—. ¿Me permite que entre un instante?

Avanzó al hablar, de suerte que Dina Lee no tuvo tiempo de reflexionar.

—Muchísimas gracias —dijo la anciana, mirándola con radiante y bondadosa expresión y sentándose con mucho cuidado en una silla de bambú.

—Hace bastante calor para la época del año en que estamos, ¿verdad? —prosiguió la señorita Marple, rebosando genialidad.

—Sí, sí, en efecto —asintió la señorita Lee.

No sabiendo cómo hacer frente a la situación, abrió una caja y se la ofreció a su visita.

—Ah… ¿un cigarrillo?

—¡Cuánto se lo agradezco…! pero no fumo. Sólo vine, ¿sabe?, para ver si conseguía su cooperación para la tómbola del Bazar Benéfico de la semana que viene.

—¿Bazar Benéfico? —exclamó Dina Lee, como quien repite una frase en un idioma extranjero.

—En la vicaría —dijo la señorita Marple—. El miércoles que viene.

—¡Oh! —La señorita Lee la miró boquiabierta—. Me temo que no podría…

—¿Ni siquiera una pequeña suscripción…? ¿Dos chelines y medio quizá?

Enseñó el librito que llevaba.

—Oh… ah… bueno, sí… Creo que eso sí podría.

La muchacha pareció experimentar un gran alivio y empezó a rebuscar en su bolso.

La penetrante mirada de la señorita Marple estaba recorriendo la habitación.

—Veo que no tienen ustedes estera delante del fuego.

Dina Lee se volvió y se la quedó mirando. No podía menos de darse cuenta del agudo escrutinio al que la anciana la estaba sometiendo; pero no despertó en ella más emoción que una leve molestia. La señorita Marple lo notó. Dijo:

—Es algo peligroso, ¿sabe? Saltan chispas del fuego y estropean la alfombra.

«¡Qué viejecilla más rara!» —pensó Diana.

Pero dijo amablemente, aunque con cierta vaguedad:

—Había una estera antes. No sé dónde habrá ido a parar.

—Supongo —dijo la anciana— que sería de esas esteras lanosas, ¿verdad?

Empezaba a divertirse. ¡Qué vieja más excéntrica!

Le ofreció una moneda de dos chelines y medio para su Bazar Benéfico.

—Aquí tiene —dijo.

La señorita Marple la aceptó y abrió el librito.

—Ah… ¿qué nombre anoto?

La mirada de Dina se tornó de pronto dura y desdeñosa.

«¡La muy entrometida! —pensó—. Sólo ha venido para eso: a husmear y comadrear después».

Dijo claramente y con maliciosa satisfacción:

—La señorita Dina Lee.

La señorita Marple le miró fijamente.

Preguntó:

—Ésta es la casa del señor Basilio Blake, ¿verdad?

—Sí; y yo soy la señorita Dina Lee.

Sonó retadora su voz… echó hacia atrás la cabeza; centellearon los ojos azules.

La señorita Marple la miró sin parpadear. Inquirió luego:

—¿Me permite que le dé un consejo, aun cuando pueda considerarlo impertinente?

—Sí que lo consideraré una impertinencia. Más vale que no diga usted nada.

—No obstante —dijo la anciana—, voy a hablar. Quiero aconsejarle que no continúe empleando su nombre de soltera en el pueblo.

Dina se la quedó mirando.

—¿Qué… qué quiere usted decir? —preguntó.

La señorita Marple le aseguró, muy seria:

—Dentro de muy poco tiempo pudiera necesitar usted toda la simpatía y toda la buena voluntad que le sea posible encontrar. Es importante para su esposo también que se piense bien de él. Existen prejuicios en los distritos anticuados contra la gente que vive junta sin estar casada. Les habrá resultado divertido a los dos seguramente fingir que eso era lo que estaban ustedes haciendo. Mantenía alejada a la gente, de suerte que no venía a molestarles ninguna de las que seguramente llamarían «viejas entrometidas». No obstante, las viejas también sirven para algo.

Dina exigió:

—¿Cómo sabía que estábamos casados?

La señorita Marple sonrió despreciativa.

—¡Oh, querida…! —dijo.

Dina insistió:

—¿Cómo lo sabía usted? No… no habrá ido al Registro Central, ¿verdad?

Un destello apareció momentáneamente en los ojos de la señorita Marple.

—¿Al Registro Central? ¡Oh, no! Pero era muy fácil adivinarlo. Todo se sabe en un pueblo. La… ah… clase de riñas que tienen… típicas de los primeros tiempos del matrimonio. Completa… completamente distintas a las de personas que tienen relaciones ilícitas. Se ha dicho, ¿sabe?, y con muchísima razón creo yo, que sólo puede exasperarse de verdad a una persona cuando se está casado con ella. Cuando no existe ningún… lazo legal… la gente tiene mucho más cuidado… tienen que estarse asegurando de continuo de que son felices y que están muy bien. Tienen que justificarse, ¿comprende? ¡No se atreven a regañar! He observado que la gente casada goza hasta con sus riñas y con las… ah… consecuentes reconciliaciones.

Hizo una pausa, mirándola con benignidad.

—Pues sí que… —Dina calló y se echó a reír. Se sentó y encendió un cigarrillo—. ¡Es usted verdaderamente maravillosa!

Luego prosiguió:

—Pero ¿por qué quiere usted que confesemos la verdad y reconozcamos que somos gente decente?

El semblante de la señorita Marple se tornó muy grave. Contestó:

—Porque de un momento a otro ya, su esposo podrá ser detenido, acusado de asesinato.

3

Durante unos segundos Dina se la quedó mirando boquiabierta. Luego exclamó con incredulidad:

—¿Basilio? ¿Asesinato? ¿Bromea usted?

—De ninguna manera. ¿No ha leído los periódicos?

Dina contuvo el aliento. Dijo luego…

—¿Se refiere… a esa muchacha del Hotel Majestic? ¿Quiere usted decir con eso que sospechan que ha sido Basilio quien la ha matado?

—Sí.

—Pero… ¡eso es un disparate!

Se oyó fuera el ruido de un automóvil y la puerta del jardín que se cerraba de golpe. Basilio Blake abrió la puerta de la casa y entró con unas botellas.

—Traigo la ginebra y el vermouth. ¿Hiciste…?

Se interrumpió y miró con incredulidad a la visita.

Dina estalló:

—¡Está loca! Dice que te van a detener por el asesinato de Rubi Keene.

—¡Dios Santo! —exclamó Basilio Blake.

Se le cayeron las botellas de los brazos al sofá. Se acercó tambaleándose a una silla, se dejó caer en ella y sepultó el rostro entre las manos. Repitió:

—¡Dios Santo! ¡Dios Santo!

Dina corrió a su lado. Le asió de los hombros.

—Basilio, mírame. ¡No es verdad eso! ¡Yo sé que no es verdad! ¡No lo creo ni un solo instante!

Alzó él la mano y asió la de su esposa.

—Dios te bendiga, querida.

—Pero ¿por qué habían de creer…? Si ni siquiera la conocías, ¿verdad?

—Oh, sí que la conocía; ¡sí, sí! —aseguró la señorita Marple.

Basilio dijo con ferocidad:

—¡Cállate, vieja bruja! Dina, querida, apenas la conocía. La vi dos o tres veces en el Majestic. Eso es todo, te lo juro.

Dina preguntó aturdida:

—No comprendo. ¿Por qué había de sospechar nadie de ti entonces?

Basilio soltó un gemido. Se tapó los ojos con las manos y se tambaleó de un lado para otro.

Preguntó la señorita Marple:

—¿Qué hizo con la estera de delante del fuego?

Él contestó automáticamente:

—La metí en el cacharro de la basura.

La señorita Marple hizo un chasquido de disgusto con la lengua.

—Eso fue una estupidez… una estupidez muy grande. A nadie se le ocurre meter en la basura una estera en buen estado. Supongo que tendría lentejuelas de su vestido, ¿verdad?

—Sí; no pude sacarlas.

Dina exclamó:

—Pero ¿de qué estáis hablando los dos?

Basilio contestó con hosquedad:

—Pregúntaselo a ella. Parece estar enterada de todo.

—Le diré lo que yo creo que sucedió, si quiere. Puede usted corregirme, señor Blake, si me equivoco. Yo creo que, después de haber reñido violentamente con su esposa en una fiesta y después de haber ingerido, quizá, demasiado… ah… alcohol… vino usted aquí. No sé a qué hora llegaría.

Basilio aclaró:

—A eso de las dos de la madrugada. Había tenido la intención de acercarme a la ciudad primero. Luego, al llegar a los suburbios, cambié de opinión. Pensé que Dina pudiera bajar aquí en mi busca. Conque aquí vine. La casa estaba a oscuras. Abrí la puerta, encendí la luz y vi… y vi…

Tragó un nudo que se le había hecho en la garganta y calló. La señorita Marple continuó:

—Vio usted a una muchacha tendida en la estera. Una muchacha con traje blanco de noche… estrangulada. No sé si la reconoció usted entonces…

Basilio sacudió la cabeza negativa y violentamente.

—No pude mirarla después de echarle el primer vistazo. Tenía la cara azulada… hinchada… Llevaba algún tiempo muerta y se encontraba allí, en mi cuarto.

Se estremeció.

—No las tenía todas consigo, claro está. Se encontraba aturdido y no tiene usted buenos nervios. Si no me equivoco, se apoderaría de usted el pánico. No sabía qué hacer…

—Esperaba que Dina se presentara de un momento a otro. Y me encontraría aquí con el cadáver… el cadáver de una muchacha… y creería que la había matado yo. De pronto se me ocurrió una idea… me pareció, no sé por qué, una buena idea por entonces. Pensé: «La dejaré en la biblioteca del viejo Bantry». Ese fanfarria siempre me anda mirando con desdén, despreciándome por considerarme artístico y afeminado. Le estará muy bien empleado, pensé. La cara que va a poner cuando se encuentre con una joven muerta en la biblioteca. Estaba algo borracho entonces, ¿sabe? —dijo, como queriendo justificarse—. Me pareció verdaderamente divertido. El viejo Bantry con una rubia muerta.

—Sí, sí —dijo la señorita Marple—. Al pequeño Tomasito Bond se le ocurrió una idea por el estilo. Era un niño bastante delicado, con un complejo de inferioridad. Decía que la maestra siempre se estaba metiendo con él. Metió una rana en el reloj y la rana le saltó a la maestra en las narices. Usted hizo lo mismo. Sólo que, claro está, los cadáveres son cosas algo más serias que las ranas.

Basilio volvió a gemir.

—Al amanecer me había serenado ya. Me di cuenta de lo que había hecho. Quedé aterrado. Y luego se presentó aquí la policía… el jefe de policía, otro individuo que es todo pomposidad. Le tenía verdadero pánico… y no encontré más manera de ocultar mi miedo que mostrarme abominablemente grosero. En aquel momento se presentó Dina.

La muchacha atisbó por la ventana.

—Se acerca un automóvil ahora… Hay hombres dentro.

—La policía, creo yo —dijo la señorita Marple.

Basilio Blake se puso en pie. De pronto se tornó sereno y resuelto. Incluso sonrió.

—Conque buena me espera, ¿eh? Bien, Dina, dulzura, no pierdas la cabeza. Ponte en comunicación con Sims… es el abogado de la familia… y ve a mamá y anúnciale nuestro matrimonio. No te morderá. Y no te preocupes. Yo no lo hice. Conque a la fuerza ha de arreglarse todo, ¿comprendes?

Llamaron a la puerta. Basilio dijo: «¡Adelante!» Entró el inspector Slack acompañado de otro hombre.

—¿El señor Basilio Blake?

—Sí.

—Traigo una orden de detención contra usted. Se le acusa de haber asesinado a Rubi Keene en la noche del veintiuno de septiembre. Le advierto que cualquier cosa que usted diga podrá ser repetida en el juicio contra usted. Tenga la bondad de acompañarme ahora. Se le darán todas las facilidades para que se ponga en comunicación con su abogado. Puede avisarle cuando quiera.

Basilio asintió con un movimiento de cabeza.

Miró a Dina, pero no la tocó.

—Hasta la vista, Dina.

«¡Qué tipo más tranquilo!», pensó el inspector.

Saludó a la señorita Marple con una inclinación de cabeza y un «Buenos días» y pensó para sí:

«¡Astuta vieja! ¡Ya estaba ella al tanto! Menos mal que tenemos la estera. Eso y el averiguar por el encargado del parque de estacionamiento del Estudio que Blake se fue de la fiesta a las once en lugar de la medianoche. No creo que esos amigos suyos tuvieran la intención de perjurar. Estaban borrachos y Blake les dijo con seguridad al día siguiente que eran las doce cuando se marchó, y le creyeron. Bueno, ése ya está listo. Intervendrán los psiquiatras, seguramente. No le ahorcarán. Caso mental. Lo mandarán a Broadmoor. Primero la niña Reeves. Probablemente la estranguló. La llevó a la cantera, volvió a pie a Danemouth, recogió su propio coche en algún camino y se fue a la fiesta. Luego regresó a Danemouth, se trajo a Rubi Keene aquí, la estranguló, la metió en la biblioteca de Bantry. A buen seguro que después se arrepintió de haber dejado el coche en la cantera, volvió allí, le prendió fuego, regresó aquí… Loco… ávido de sangre… suerte que esta muchacha se ha salvado. Es lo que llaman manía periódica, seguramente».

Sola con la señorita Marple, Dina Blake se volvió hacia ella. Dijo:

—No sé quién es usted; pero ha de comprender una cosa: Basilio no la mató.

Dijo la señorita Marple:

—Ya lo sé. Sé quién lo hizo. Pero no va a ser cosa fácil demostrarlo. Tengo una idea de que algo que usted dijo… hace un momento… podría ayudar. Me dio una idea… la relación que yo había estado intentando encontrar… Pero ¿qué cosa fue?