Capítulo XIII

1

El doctor Metcalf era uno de los médicos más conocidos de Danemouth. No tenía modales agresivos, pero su presencia en el cuarto del enfermo surtía invariablemente un efecto animador. Era de edad madura y tenía una voz tranquila y agradable.

Escuchó atentamente al superintendente Harper y replicó a sus preguntas con dulce precisión.

Harper dijo:

—Así, pues, doctor Metcalf, ¿puedo considerar que lo que me dijo la señora Jefferson es exacto?

—Si; la salud del señor Jefferson se encuentra en precario estado. Hace ya varios años que se atormenta a sí mismo implacablemente. En su determinación de vivir como otros hombres, ha vivido muchísimo más intensamente que un hombre normal de su edad. Se ha negado a descansar, a tomarse las cosas con tranquilidad, a ir despacio… y a hacer caso de todas las frases que tanto yo como sus otros consejeros médicos hemos empleado para darle a conocer nuestra opinión. El resultado es que ese hombre puede compararse a una máquina que ha trabajado más allá de su capacidad. El corazón, los pulmones, la presión arterial… todo acusa tensión excesiva.

—¿Dice usted que el señor Jefferson se ha negado rotundamente a escucharles?

—Sí; y no crea que le critico por ello. No es cosa que les diga a mis pacientes, señor Harper, pero tanto da que un hombre se desgaste como que se oxide. Muchos de mis colegas lo dicen, y créame, no es mal sistema. En un sitio como Danemouth uno ve todo lo contrario por lo general. Inválidos que se aferran a la vida, aterrados de hacer un esfuerzo demasiado grande, temerosos de la menor corriente de aire, de un microbio perdido, de una comida poco juiciosa…

—Sí; supongo que tiene usted razón. Así, pues, todo se reduce a lo siguiente: Conway Jefferson es bastante fuerte físicamente hablando… o, mejor dicho, muscularmente hablando. Y a propósito, ¿qué es lo que puede hacer en cuanto a actividades físicas se refiere?

—Tiene una fuerza hercúlea en los brazos y en los hombros. Era un hombre muy fuerte antes de su accidente. Es muy diestro en el manejo de su sillón de ruedas, ir de la cama al sillón, por ejemplo.

—¿No le es posible a un hombre que ha sufrido un accidente así usar piernas artificiales?

—En su caso, no; sufrió daños en la espina dorsal.

—Comprendo. Permítame que haga el resumen otra vez. Jefferson es fuerte y se halla perfectamente en cuanto a los músculos se refiere. ¿Se siente bien y todo eso?

Metcalf movió afirmativamente la cabeza.

—Pero tiene el corazón en mal estado. Cualquier exceso o sacudida, o susto, pudiera matarle. ¿No es eso?

—Poco más o menos. Los excesos le están matando poco a poco, porque no quiere ceder cuando se siente cansado. Eso agrava su estado cardíaco. No es probable que los excesos le maten de repente. Pero una sacudida inesperada o un susto pudieran hacerlo con facilidad. Por eso avisé expresamente a su familia.

El superintendente habló muy despacio:

—Pero lo cierto es que una sacudida no le mató. Quiero decir, doctor, que no podía haber recibido una sacudida más fuerte que la que le ha proporcionado este asunto, y sin embargo, está vivo.

El doctor Metcalf se encogió de hombros.

—Ya lo sé. Pero si usted hubiera tenido la experiencia que yo, superintendente, sabría que el historial de los casos demuestra que es imposible pronosticar con exactitud. La gente que debiera morir de susto y exposición no muere de susto y exposición, etc…, etc… El cuerpo humano es más resistente de lo que uno se imaginaría posible. Además, la experiencia me ha demostrado que una sacudida física es fatal con más frecuencia que una sacudida mental. En pocas palabras: es más fácil que un portazo inesperado matase al señor Jefferson, que el conocimiento de que una muchacha a la que él apreciaba hubiese muerto de una forma horrible.

—¿Por qué será eso?

—Una mala noticia casi siempre provoca una reacción defensiva. Entumece o paraliza, por decirlo así, a quien la recibe. No acaba de entrarles, de momento, en la cabeza. Se requiere algo de tiempo para que se filtre y el que la recibe se percate, se empape y la comprenda. Pero un portazo, o que alguien salte de pronto de un armario, o que se le eche encima a uno un automóvil cuando cruza la calle y todas esas cosas son inmediatas en su acción. El corazón da un salto de terror o se le vuelca a uno el corazón, como suelen decir los profanos.

Dijo Harper lentamente:

—Pero que cualquiera sepa, ¿hubiese podido causarle la muerte fácilmente al señor Jefferson la sacudida que el asesinato de la muchacha pudiera proporcionarle?

—Fácilmente —asintió el doctor mirando con curiosidad a su interlocutor—. ¿No creerá usted que…?

—No sé qué creer —respondió Harper con enfado.

2

—Pero reconocerá usted que las dos cosas encajarían bien juntas —le dijo un poco más tarde a sir Enrique Clithering—. Mataría dos pájaros de un tiro. Primero la muchacha… y la noticia de su muerte acaba con el señor Jefferson también… antes de que haya tenido ocasión de cambiar el testamento.

—¿Cree usted que lo cambiará?

—Más probabilidades tendría usted de saber eso que yo. ¿Qué opina?

—No lo sé. Antes de que Rubi Keene apareciese en escena sé que había legado su dinero a Marcos Gaskell y a la señora Jefferson por partes iguales. No veo yo por qué había de cambiar de intención ahora sobre ese particular. Pero claro está, podría hacerlo. Podría dejar su fortuna a un Asilo de Gatos o para ayudar a bailarinas pobres.

El superintendente asintió.

—Cualquiera sabe por dónde va a dar la locura a un hombre… sobre todo cuando no cree que exista obligación moral alguna en cuanto se refiere al reparto de su fortuna. No hay parientes de sangre en este caso.

Dijo sir Enrique:

—Le tiene afecto al niño… a Pedro.

—¿Cree usted que lo considera como nieto suyo? Usted sabrá eso mejor que yo.

—No… no creo que le considere como tal.

—Hay otra cosa que me gustaría preguntarle, señor. Es una cosa que no puedo juzgar por mí mismo. Pero son amigos de usted y usted debiera saberlo. Me gustaría saber exactamente cuánto quiere el señor Jefferson al señor Gaskell y a la señora Jefferson.

—No estoy muy seguro de que lo entienda, superintendente.

—Verá usted… lo que yo quiero saber es: ¿hasta qué punto les aprecia como personas… aparte el parentesco que con ellos le une?

—Ah, comprendo lo que quiere decir.

—Sí, señor. Nadie duda que les tenía mucho afecto a los dos…, pero les tenía cariño, según yo lo veo, porque eran, respectivamente, marido y mujer de su hija y de su hijo. Pero supongamos, por ejemplo, que uno de ellos se hubiera vuelto a casar…

Sir Enrique reflexionó.

—Es un punto interesante el que toca usted. No lo sé. Me inclino a sospechar (ésta es mera opinión mía) que hubiera cambiado mucho su actitud. Les hubiera deseado bien, no les hubiera guardado rencor; pero creo…; sí, sí, estoy bien convencido… de que se hubiera interesado muy poco por ellos ya.

—¿En ambos casos?

—Creo que sí. En el caso del señor Gaskell, casi seguramente, y me inclino a creer que en el caso de la señora Jefferson también… aunque en este caso no es tan seguro como en el otro, yo creo que a ella la quería por ella misma.

—El sexo tendría algo que ver con eso —dijo el superintendente—. Le resultaría más fácil considerarla a ella como hija que al señor Gaskell como hijo. Lo mismo puede decirse en sentido inverso. Las mujeres aceptan a un yerno como si fuera de la familia sin dificultad; pero rara es la vez en que una mujer considera como hija suya a la mujer de su hijo.

Continuó Harper:

—¿Tiene inconveniente en que vayamos por este camino hasta el campo de tenis? Veo que la señorita Marple está sentada allí. Quiero pedirle que me haga un favor. Mejor dicho, quiero obtener la colaboración de ustedes dos.

—¿En qué forma, superintendente?

—Quisiera que consiguiesen datos que yo no puedo obtener. Desearía que usted abordara a Edwards.

—¿A Edwards? ¿Qué desea de él?

—Todo lo que a usted se le ocurra. Todo lo que sepa y piense. Las relaciones entre los diversos miembros de la familia; lo que él sepa u opine sobre la cuestión de Rubi Keene. Él conocerá mejor que nadie la situación… ¡Vaya si la conocerá! Y no me lo diría a mí. Pero se lo dirá a usted. Porque usted es un caballero y amigo del señor Jefferson. Y pudiera sacarle algo en limpio de todo eso. Es decir, si usted no tiene inconveniente, claro está.

—No tengo inconveniente. Se me ha mandado llamar urgentemente para que descubra la verdad. Tengo la intención de hacer todo lo posible por conseguirlo.

Agregó:

—¿Cómo quiere que le ayude la señorita Marple?

—Con unas muchachas. Algunas de esas exploradoras. Hemos recogido a media docena o así… las que más amistad tenían con Pamela Reeves. Es posible que sepan algo. He estado pensando, ¿sabe? Se me antoja que si esa muchacha iba a los Almacenes Woolworth en realidad, intentaría convencer a alguna de las muchachas para que la acompañara. A las muchachas suele gustarles hacer sus compras acompañadas.

—Sí; creo que tiene usted razón.

—Conque creo posible que lo de Woolworth no fuera más que una excusa. Quiero saber la verdad, dónde iba la muchacha. Quizá haya dejado escapar algo. En caso afirmativo, creo que la señorita Marple es la más indicada para sacarles esa información a las niñas. Entenderá a las muchachas y sabrá cómo tratarlas mejor que yo. Y sea como fuere, las chicas se asustarían de la policía.

—Ésa es una clase de problema doméstico que entra de lleno en la especialidad de la señorita Marple. Es muy perspicaz, ¿sabe?

El superintendente sonrió. Dijo:

—Ya lo creo que lo es. Se le escapan muy pocas cosas a la señorita.

La señorita Marple alzó la cabeza al acercarse ellos y les recibió con cordialidad. Escuchó la petición del superintendente y asintió sin vacilar.

—Me gustaría muchísimo ayudarle, superintendente, y creo que quizá pudiera serle útil en algo, en efecto. Entre la escuela dominical, ¿sabe?, y la organización infantil y nuestras exploradoras, y el asilo de niños… Formo parte de la Junta, ¿saben?, y voy con frecuencia a charlar un rato con la directora… y las criadas… Suelo tener siempre doncellas muy jóvenes. Oh, sí, tengo mucha experiencia en eso y sé distinguir cuándo dice la verdad una muchacha y cuándo me oculta algo.

—Total, que es usted una experta —dijo sir Enrique.

—Oh, por favor, no se ría usted de mí, sir Enrique.

—No se me ocurrirá jamás reírme de usted. Ha tenido usted ocasión de reírse de mí con demasiada frecuencia.

—Es que una ve tanta maldad en un pueblo —murmuró la señorita Marple.

—A propósito —dijo sir Enrique—, he aclarado un punto acerca del cual me interrogó usted. El superintendente me dice que fueron hallados recortes de uña en el cesto de los papeles de Rubi.

La señorita Marple dijo pensativa:

—¿Ah, si? Bueno es saberlo…

—¿Por qué deseaba usted saberlo, señorita Marple? —inquirió el superintendente.

—Era una de las cosas que… bueno, que no me parecían bien cuando vi el cadáver. Había algo anormal en las manos, y al principio no conseguía adivinar qué era. Luego me di cuenta que las muchachas que se componen mucho suelen llevar las uñas muy largas. Claro está, ya sé que hay muchas muchachas que se muerden las uñas… es una de esas costumbres que cuesta mucho trabajo quitarse. Pero la vanidad contribuye mucho a veces a que se quite una el vicio. Sin embargo, supuse que esa muchacha no se había curado. Y luego el niño… me refiero a Pedro, ¿sabe…? dijo algo que demostraba que había tenido las uñas largas, sólo que se le había enganchado una y se la había roto. Conque entonces, claro, podía ser que hubiera recortado las otras para igualarlas y pregunté lo de los recortes y sir Enrique me dijo que lo averiguaría.

Sir Enrique observó:

—Ha dicho usted hace un momento que era «una de las cosas que no le parecían bien cuando vio el cadáver». ¿Había alguna otra cosa?

La señorita Marple asintió con un gesto.

—¡Oh, sí! —respondió—: El vestido. El vestido estaba todo mal.

Los dos hombres la miraron con curiosidad y sumamente interesados.

—¿Por qué? —inquirió sir Enrique.

—Pues verá, era un vestido viejo. Josita lo dijo bien claramente y yo misma pude comprobar que estaba muy gastado y hasta deshilachado. Eso no puede ser.

—No veo por qué.

Las mejillas de la anciana se colorearon un poco.

—Verá… La idea que se tiene es que Rubi Keene se cambió de vestido para ir a entrevistarse con alguien de quien estaba enamorada.

—Ésa es la teoría —asintió el superintendente—. Estaba citada con alguien… con un amigo se supone.

—Entonces —exigió la anciana—, ¿por qué se puso un vestido viejo?

El superintendente se rascó la cabeza, pensativo.

—Comprendo. ¿Usted cree que se hubiera puesto uno nuevo para eso?

—Creo que se pondría el mejor que tuviese. Las muchachas hacen eso.

Sir Enrique intervino.

—Sí, pero escuche, señorita Marple. Supóngase que marchara fuera a esa cita. En coche abierto, quizá, o a pie por un mal camino. En tal caso no querría correr el riesgo de estropear un vestido nuevo y se pondría uno viejo.

—Eso sería lo sensato —asintió el superintendente.

La señorita Marple se volvió hacia él. Habló con animación:

—Lo sensato seria ponerse pantalón y jersey, o un traje sastre de mezclilla. Eso, claro está (no quiero ser reo de snobismo, pero me temo que es inevitable), eso es lo que una muchacha de… de nuestra clase haría. Una muchacha bien criada —continuó la anciana, animándose más— siempre procura llevar la ropa adecuada para cada ocasión. Quiero decir que por muy caluroso que fuera el día, una muchacha bien criada jamás se presentaría en una cacería con un vestido de seda adornado con flores.

—¿Y cuál es el vestido adecuado para encontrarse con un novio? —preguntó sir Enrique.

—Si le iba a ver dentro del hotel o en algún sitio donde se llevara traje de noche, se pondría su mejor traje de noche, naturalmente… pero fuera, le parecería que estaría ridícula con un traje de noche y se pondría el traje de deporte más atractivo que poseyera.

—Concedido, Reina de la Moda; pero Rubi…

Atajó la señorita Marple:

—Rubi, claro, no era… bueno, hablando en plata… Rubi no era una señora. Pertenecía a una clase que se pone la mejor ropa que tiene por muy poco en consonancia que esté con la ocasión. El año pasado, ¿sabe?, salimos de excursión a las Peñas del Serantor y merendamos allí. Le hubiera sorprendido ver cuán fuera de lugar estaban los vestidos que llevaban las muchachas. Vestidos de seda fina, zapatos de charol, adornadísimos sombreros algunas de ellas… Para escalar rocas y andar por entre aulagas y brezos… Y los jóvenes se pusieron los mejores trajes que tenían. Claro está, el andar por carretera es distinto. Para eso casi hay un uniforme… y las muchachas no parecen darse cuenta que el pantaloncito corto les sienta muy mal, a menos que sean muy bien formadas.

El superintendente dijo con lentitud:

—Y usted cree que Rubi Keene…

—Yo creo que se hubiera dejado puesto el vestido que llevaba… el de color rosado. Sólo se lo hubiese cambiado de haber tenido uno más nuevo aún.

Preguntó Harper:

—¿Qué explicación le da usted a eso, señorita Marple?

Contestó la anciana:

—No he encontrado una explicación aún. Pero no puedo menos de pensar que es importante.

3

Dentro de la jaula de alambre, la lección de tenis que Raimundo Starr estaba dando había terminado.

Una mujer gruesa, de edad madura, emitió unos cuantos chirridos de agradecimiento, recogió una chaqueta azul celeste y empezó a caminar hacia el hotel.

Raimundo gritó unas palabras alegres tras ella. Luego se volvió hacia el banco en que estaban sentados los tres espectadores. Llevaba las pelotas de tenis en una redecilla que le colgaba de la mano y la raqueta debajo del brazo. La expresión alegre y riente desapareció de su rostro como si se la hubiera borrado con una esponja. Parecía cansado y preocupado.

—Eso se acabó por lo menos.

Luego volvió a aparecer la sonrisa, aquella sonrisa encantadora, juvenil, expresiva, que tanto armonizaba con su atezado rostro y moreno y ágil garbo.

Sir Enrique se preguntó qué edad tendría aquel hombre. ¿Veinticinco, treinta, treinta y cinco? Resultaba imposible adivinar. Raimundo dijo, sacudiendo un poco la cabeza:

—Ésa no aprenderá a jugar nunca.

—Todo esto debe ser lo más aburrido para usted —dijo la señorita Marple.

—Lo es a veces. Sobre todo a fines de verano. Durante algún tiempo el pensar en la paga le anima a uno, pero ni eso logra estimular la imaginación final.

El superintendente se puso en pie. Dijo bruscamente:

—Pasaré a buscarla dentro de media hora, señorita Marple. ¿Le parece bien?

—Muy bien, gracias. Estaré preparada.

Harper se fue. Raimundo se quedó mirando tras él. Luego preguntó:

—¿Desean algo de mí?

—Siéntese —dijo sir Enrique—. ¿Quiere un cigarrillo?

Le ofreció la pitillera, preguntándose al mismo tiempo por qué experimentaba cierta sensación de prejuicio contra Raimundo Starr. ¿Sería simplemente porque era profesor de tenis y bailarín profesional? Si tal era el caso, no sería por el tenis, sino por el baile. Los ingleses, decidió sir Enrique, desconfiaban de todo hombre que bailara demasiado bien. Aquel hombre se movía con demasiada gracia. Ramón… Raimundo…, ¿cuál sería su nombre? Hizo la pregunta bruscamente.

Al otro pareció caerle en gracia.

—Ramón fue el nombre primitivo profesional. Ramón y Josita… Se daba la sensación así de que se trataba de una pareja española. Luego hubo una especie de prejuicio contra todo lo extranjero… Conque me convertí en Raimundo… muy británico…

La señorita Marple dijo:

—¿Y su nombre es en realidad muy distinto?

Él sonrió.

—Me llamo Ramón, en efecto. Mi abuela era argentina, ¿comprende…? Pero mi nombre de pila es Tomás. ¿Verdad que es prosaico?

Se volvió a sir Enrique.

—Usted es del Devonshire, ¿verdad, caballero? ¿De Stande? Mi familia vivía por allí, en Alsmonston.

El rostro de sir Enrique se animó.

—¿Es usted uno de los Starr de Alsmonston? No había pensado en esa posibilidad.

—No… no creí que lo pensara.

Había algo de amargura en su voz.

Sir Enrique dijo con cierto embarazo:

—Mala suerte… ah… y todo eso.

—¿El que hubiera de vender la casa después de pertenecer trescientos años a la familia? Sí que lo fue bastante. Sin embargo, los de nuestra clase han de desaparecer, supongo. Hemos dejado de ser útiles al mundo. Mi hermano mayor marchó a Nueva York. Está metido en el negocio editorial y le va bien. Los demás estamos dispersados por todo el Globo. Es difícil encontrar trabajo hoy en día cuando lo único que puede decir uno a su favor es que ha recibido una educación universitaria. A veces, si tiene uno suerte, le ofrecen trabajo de encargado de recibir a los viajeros en un hotel. Los modales universitarios sí tienen aplicación allí. La única colocación que yo pude conseguir fue de encargado de la exportación de una casa de lampistería, fontanería y artículos sanitarios. Para vender baños soberbios de porcelana color de melocotón y de color de limón. Tenía unas salas enormes; pero como yo nunca me sabía el precio de los artículos ni cuándo podían ser entregados, acabaron despidiéndome.

»Las únicas cosas que sí que sabía hacer eran bailar y jugar al tenis. Me contrataron en un hotel de la Costa Azul. Allí se ganaba dinero. Me iba bastante bien. Hasta que un día oí a un coronel, un coronel de verdad, increíblemente viejo, inglés hasta la médula y que siempre estaba hablando de la India. Se acercó al gerente y le preguntó a voz en grito:

“—¿Dónde está el gigoló? Quiero encontrar al gigoló. Mi esposa y mi hija quieren bailar, ¿sabe? ¿Dónde está el tipo ese? ¿Cuánto le clava a uno por bailar? Es el gigoló a quien busco.

Raimundo prosiguió:

—Fue una estupidez molestarme, pero me molesté, dejé la colocación. Vine aquí. Menos sueldo, pero trabajo más agradable. Casi todo se reduce a enseñar tenis a mujeres redondas que nunca, nunca, nunca podrán jugarlo. A eso y a bailar con las hijas de clientes adinerados a las que nadie quiere por pareja. Bueno, la vida es así, supongo. ¡Perdonen que les haya estado contando lástimas!

Rió. Le destellaron los blancos dientes, sonrieron sus ojos. Pareció de pronto sano, feliz y exuberante de vida.

Dijo sir Enrique:

—Me alegro de haber tenido esta ocasión. Tenía ganas de hablar con usted.

—¿Acerca de Rubi Keene? No puedo ayudarle. No sé quién la mató. Sabía muy poco de ella. No me hizo depositario de sus confidencias.

La señorita Marple preguntó:

—¿La encontraba usted simpática?

—No gran cosa. Pero tampoco la encontraba antipática.

Dijo sir Enrique:

—Conque… ¿no puede sugerir nada?

—Me temo que no… Se lo hubiera dicho a Harper de haber podido. A mí se me antoja uno de esos crímenes de baja estofa… sin indicios, sin móviles.

—Dos personas tenían motivos para cometerlo —dijo la señorita Marple.

Sir Enrique la miró vivamente.

Raimundo pareció sorprendido.

—¿De veras?

La señorita Marple miró con insistencia a sir Enrique, y éste dijo a regañadientes:

—La muerte de esa muchacha beneficia probablemente a la señora Jefferson y al señor Gaskell en unas cincuenta mil libras esterlinas.

—¿Cómo? —Raimundo pareció sobresaltado de verdad… y más que sobresaltado… trastornado—. Pero eso es absurdo… completamente absurdo… La señora Jefferson… ninguno de los dos puede haber tenido nada que ver con el asunto. Resultaría increíble pensar en semejante cosa.

La señorita Marple tosió. Dijo con dulzura:

—Me temo, ¿sabe?, que es usted un poco idealista.

—¿Yo? —rió—. ¡No lo crea! ¡Soy un cínico rematado!

—El dinero —dijo la señorita Marple— constituye un móvil muy poderoso.

—Tal vez —asintió Raimundo, con calor—; pero no admito que ninguno de esos dos estrangulara a una muchacha a sangre fría…

Sacudió negativamente la cabeza.

Luego se puso en pie.

—Aquí está la señora Jefferson. Viene a tomar su lección. Llega tarde —su voz tenía un dejo humorístico—. Viene con diez minutos de retraso.

Adelaida Jefferson y Hugo McLean caminaban rápidamente hacia ellos.

Excusándose sonriente por su retraso, la señora Jefferson siguió hasta el campo. McLean se sentó en el banco. Después de preguntar cortésmente si a la señorita Marple le molestaría el humo, encendió la pipa y fumó unos minutos en silencio, observando a los jugadores.

Dijo por fin:

—No comprendo para qué quiere tomar lecciones Adi. Jugar un partido, sí. Nadie se divierte jugando al tenis más de lo que me divierto yo. Pero ¿por qué tomar lecciones?

—Quiere llegar a jugar mejor —sugirió sir Enrique lentamente.

—No es mala jugadora —respondió Hugo—. Lo bastante buena por lo menos. ¡Qué rayos! ¡No piensa tomar parte en ningún campeonato!

Guardó silencio un minuto o dos. Luego dijo:

—¿Quién es ese Raimundo? ¿De dónde salen esos profesionales? A mi me parece un extranjero.

—Es uno de los Starr del Devonshire —contestó sir Enrique.

—¿Cómo? ¿De veras?

Sir Enrique movió afirmativamente la cabeza. Era evidente que la noticia le resultaba desagradable a McLean. Puso peor cara que nunca.

—No sé por qué me mandó llamar Adi a mí. No parece haberla afectado en absoluto este asunto. En su vida ha tenido mejor aspecto. ¿Por qué mandarme llamar?

Sir Enrique preguntó, con cierta curiosidad:

—¿Cuándo le mandó llamar?

—Oh… ah… cuando sucedió todo esto.

—¿Cómo lo supo usted? ¿Por teléfono o por telegrama?

—Por telegrama.

—Por simple curiosidad…, ¿cuándo fue expedido el telegrama?

—Pues, no lo sé exactamente.

—¿A qué hora lo recibió usted?

—No lo recibí exactamente. Si quiere que le diga la verdad, me telefonearon su contenido.

—Pues, ¿dónde estaba usted?

—Había salido de Londres la tarde anterior. Estaba en Danebury Head.

—¡Cómo…! ¿Aquí cerca?

—Sí; es curioso, ¿verdad? Recibí el mensaje cuando regresé de un partido de golf y vine aquí inmediatamente.

La señorita Marple le miró pensativa. El hombre parecía abochornado, molesto. Dijo ella:

—He oído decir que se está muy bien en Danebury Head y que no es muy caro.

—No; no es caro. No hubiera podido permitirme el lujo de alojarme allí si lo hubiera sido. Es un sitio pequeño y delicioso.

—Hemos de darnos un paseo hasta allí algún día —dijo la señorita Marple.

—¿Eh? ¿Cómo? Oh… ah… sí; yo en su lugar lo haría —se puso en pie—. Más vale que haga un poco de ejercicio… para abrirme el apetito.

Se alejó con cierta rigidez.

—Las mujeres —dijo sir Enrique— tratan a sus devotos admiradores muy mal.

La señorita Marple sonrió sin responder.

—¿Le produce a usted la sensación de ser tenaz? —inquirió sir Enrique—. Me gustaría saberlo.

—Un poco limitado en sus ideas quizá —dijo la señorita Marple—; pero con posibilidades, creo yo… oh, con posibilidades indudablemente.

Sir Enrique se levantó a su vez.

—Ya es hora de que me vaya a hacer mi parte. Veo que la señora Bantry viene aquí a hacerle compañía.

4

La señora Bantry llegó sin aliento y se dejó caer en el asiento.

—He estado hablando con las camareras. Pero de nada sirve. ¡No he descubierto en absoluto nada más! ¿Crees tú que esa muchacha puede haber tenido de verdad relaciones con alguien sin que todo el mundo en el hotel estuviera enterado?

—Ése es un punto muy interesante, querida. Yo diría rotundamente que no. ¡Alguien lo sabe, ten la completa seguridad de ello, si es verdad! Pero tiene que haber hecho las cosas con mucha habilidad.

La atención de la señora Bantry había vagado hacia el campo de tenis. Dijo con aprobación:

—Adi está haciendo grandes progresos en tenis. Es un joven muy atractivo ese profesional. Adi está la mar de linda. Aun es una mujer atractiva… No me sorprendería nada que se volviera a casar.

—Será una mujer rica también cuando se muera el señor Jefferson —dijo la señorita Marple.

—¡Oh, no tengas siempre una mentalidad tan desagradable, Juana! ¿Por qué no has resuelto este misterio ya? No parecemos hacer el menor progreso. Yo creí que lo sabrías inmediatamente.

La señora Bantry hablaba en tono de reproche.

—No, no, querida. No lo supe inmediatamente… Tardé algún tiempo.

La señora Bantry la miró con sobresalto.

—¿Quieres decir con eso que sabes ahora quién mató a Rubi Keene?

—¡Oh, sí! Eso lo sé.

—Pero, Juana, ¿quién es? ¡Dímelo en seguida!

La señorita Marple sacudió la cabeza con firmeza.

—Lo siento, Dorotea, pero eso no resultaría bien.

—¿Por qué no resultaría bien?

—Porque eres tan indiscreta… Irías por ahí diciéndoselo a todo el mundo… O si no lo decías, lo insinuarías.

—No lo creas. No se lo diría ni al gato.

—La gente que usa esa frase es la que nunca cumple su promesa. Es inútil, querida. Queda mucho camino que andar aún. Hay muchas cosas que siguen siendo muy oscuras. ¿Recuerdas cuando me opuse tanto a que la señora Patridge recaudara para la Cruz Roja y no pude decir por qué? Pues fue porque se le contrajo la mano de la misma manera que se le contraía a mi doncella Alicia cuando la mandaba a pagar los libros. Siempre pagaba un chelín de menos y les decía que podían agregarlo a la cuenta de la semana siguiente. Y eso fue, claro está, lo que hizo la señora Patridge exactamente, sólo que en mayor escala. Setenta y cinco libras esterlinas fueron las que ella malversó.

—Déjate ahora de la señora Patridge —dijo la señora Bantry.

—Es que tenía que explicarte mis razones. Y si quieres, te insinuaré algo acerca de lo que quieres saber. El error en este caso es que todo el mundo ha sido excesivamente crédulo. No puede una permitirse el lujo de creerse todo lo que la gente diga. Cuando hay algo sospechoso yo no creo a nadie. Y es porque conozco la naturaleza humana muy bien.

La señora Bantry guardó silencio unos minutos. Luego dijo, en distinto tono de voz:

—Te lo dije, ¿verdad?, que no veía por qué no había de divertirme en este asunto. ¡Un asesinato de verdad en mi casa! La clase de cosa que no volverá a ocurrir.

—Espero que no.

—Y yo también. Con una vez basta. Pero es mi asesinato, Juana. Quiero sacarle toda la diversión posible.

La señorita Marple le dirigió una mirada.

La señora Bantry le preguntó retadora:

—¿No me crees, Juana?

Dijo la señorita Marple con dulzura:

—Claro que sí, Dorotea, si tú me lo aseguras.

—Sí; pero tú nunca crees lo que te dice la gente, ¿verdad? Acabas de decirlo tú misma. Bueno, pues tienes muchísima razón.

La voz de la señora Bantry adquirió de pronto un dejo de amargura. Dijo:

—No soy tonta del todo. Podrás creer, Juana, que no sé lo que están diciendo por todo Saint Mary Mead… ¡por toda la comarca! Están diciendo todos, todos sin excepción, que no hay humo sin fuego; que si la muchacha fue hallada en la biblioteca de Arturo, Arturo tiene que saber algo del asunto. Están diciendo que la muchacha era la amante de Arturo… que era su hija ilegítima… que le estaba haciendo víctima de un chantaje… ¡Están diciendo todo lo que se les ocurre! Y continuarán así. Arturo no se dará cuenta al principio… No sabrá lo que ocurre. Es tan buenazo y tan tonto, que jamás creería que la gente fuera capaz de pensar semejantes cosas de él. Le harán desprecios, le mirarán por encima del hombro, y se irá dando cuenta poco a poco. Y de pronto quedará horrorizado y herido en lo más profundo de su alma. Y callará como una ostra y se limitará a aguantar día tras día el tormento.

»Es precisamente por todo lo que le va a ocurrir a él por lo que he venido aquí a husmear y desenterrar todos los datos que pueda acerca del asunto. ¡Es preciso aclarar este misterio! De lo contrario, la vida de Arturo quedará truncada… y me niego a consentir que ocurra esto. ¡Me niego! ¡Me niego! ¡Me niego!

Calló un momento y agregó luego:

—No consentiré que el pobre sufra los tormentos del infierno por algo que no hizo. Ésa es la única razón de que viniera yo a Danemouth y le dejara a él solo en casa: vine a descubrir la verdad.

—Ya lo sé, querida —contestó la señorita Marple—. Para eso estoy yo aquí también.