Conway Jefferson se movió en la cama y se desperezó. Tenía los brazos estirados, brazos largos, potentes, en los que parecía haberse concentrado toda la fuerza de su cuerpo desde el accidente.
A través de las cortinas la luz de la mañana brillaba dulcemente.
Conway Jefferson sonrió. Siempre, después de una noche de descanso, se despertaba así, feliz, fresco, renovada su sorprendente vitalidad. ¡Otro día!
Así permaneció durante un minuto. Luego oprimió el timbre especial instalado junto a su mano. Y de pronto una oleada de recuerdos le inundó.
En el momento en que Edwards, ágil y silencioso, entraba en el cuarto, su amo exhaló un leve gemido. Edwards se detuvo, con la mano en las cortinas.
—¿Sufre usted dolor, señor?
Conway dijo con aspereza:
—No. Anda. Descórrelas.
La luz inundó el cuarto. Edwards, comprendiendo, no miró a su amo.
Con el rostro sombrío, Conway Jefferson permaneció echado, recordando, pensando… Ante sus ojos vio de nuevo el rostro bonito e insípido de Rubi. Sólo que en sus pensamientos no empleó el adjetivo «insípido». Anoche hubiera dicho «inocente». ¡Una criatura inocente e ingenua! Y, ¿ahora?
Experimentando un hastío enorme; cerró los ojos. Murmuró en voz baja:
—Margarita…
Era el nombre de su difunta esposa…
—Me gusta su amiga —le dijo Adelaida Jefferson a la señora Bantry.
Las dos mujeres estaban sentadas en la terraza.
—Juana Marple es una mujer sorprendente —aseguró la señora Bantry.
—Y es muy simpática también —sonrió Adelaida.
—La gente la llama difamadora… pero no lo es en realidad.
—¿Sólo es que tiene una opinión muy baja de la naturaleza humana?
—Podría decirse eso.
—Resulta reconfortante —dijo Adelaida— tras haber tenido que soportar demasiado de lo contrario.
La señora Bantry la miró vivamente.
Adi se explicó.
—Tantos pensamientos elevados… tanto idealizar un objeto indigno.
—¿Se refiere a Rubi Keene?
Adi asintió con la cabeza.
—No quiero ser demasiado desagradable. No había mal en ella. Tenía que luchar por lo que quería, pobre rata. No era mala. Vulgar y bastante tonta, y de muy buen genio; pero una sacacuartos rematada. No creo que conspirara ni que hiciese planes. Lo que tenía era que sabía aprovechar en seguida cualquier oportunidad que se le presentara. Y sabía cómo atraerse a un hombre de edad que se sentía… solo…
—Supongo —dijo la señora Bantry pensativa— que Conway se sentía solo en efecto.
Adi se agitó inquieta.
—Sí; se sentía solo… este verano.
Hizo una pausa y luego exclamó:
—Marcos se empeña en que es culpa mía. Tal vez lo sea; no lo sé.
Guardó silencio unos instantes. Luego, impulsada por alguna necesidad de hablar, siguió diciendo con dificultad y casi a regañadientes:
—He… he tenido una vida tan rara… Miguel Carmody, mi primer marido, murió poco después de nuestra boda. Me… me dejó aturdida. Pedro, como usted sabe, nació después de su muerte. Francisco Jefferson era un gran amigo de Miguel. Conque le vi mucho. Fue padrino de Pedro… Miguel había querido que lo fuese. Llegué a cobrarle mucho afecto… y… ¡oh!, a compadecerle también.
—¿Compadecerle? —murmuró la señora Bantry con interés.
—Sí, compadecerle. Parece raro. Francisco había tenido siempre cuanto había deseado. Sus padres no podían haber sido más bondadosos con él. Y, sin embargo…, ¿cómo le diré…? Es que, ¿sabe…? la personalidad del señor Jefferson padre es tan fuerte… Si se vive con él, uno no puede tener personalidad propia. Francisco sentía eso.
»Cuando nos casamos era muy feliz… maravillosamente feliz. El señor Jefferson fue muy generoso. Donó una importante cantidad a Francisco… Dijo que quería que sus hijos fuesen independientes y que no tuvieran que esperar a que él muriera. Era una acción tan buena, tan generosa… Pero fue demasiado brusca. Debieron haber acostumbrado a Francisco a desenvolverse en la independencia poco a poco.
»Se le subió a Francisco a la cabeza. Quiso valer tanto como su padre, ser tan inteligente con el dinero y en los negocios, ser tan previsor y tener tanto éxito. Y claro está, no lo era. No es que especulara con el dinero precisamente; pero lo invirtió en lo que no debía y en los momentos en que menos debía haberlo hecho. Da miedo, ¿sabe?, lo aprisa que se va el dinero cuando uno no es listo con él. Cuanto más perdía Francisco, más avisado se sentía de recobrarlo haciendo una jugada hábil. Conque las cosas fueron de mal en peor.
—Pero, querida, ¿no podía haberle aconsejado Conway?
—No quería que le aconsejaran. Lo que él ambicionaba era triunfar sólo. Por eso nunca le dejamos saber la verdad al señor Jefferson. Cuando murió Francisco, quedaba muy poco… sólo una pequeña renta para mí. Y yo… yo tampoco se lo dije a su padre. Es que…
»Me hubiera parecido como si traicionara a Francisco. A Francisco no le hubiera gustado que lo hiciese. El señor Jefferson estuvo enfermo mucho tiempo. Cuando se puso bueno, dio por sentado que yo era una viuda acomodada. Jamás le he desengañado. Ha sido un punto de honor. Él sabe que yo soy muy cuidadosa con el dinero; pero lo aprueba… cree que soy una mujer ahorradora. Y claro está, Pedro y yo hemos vivido con él casi siempre desde entonces y él ha pagado todos nuestros gastos de manutención. Conque nunca he tenido necesidad de apurarme.
Dijo lentamente:
—Hemos sido como una familia durante todos estos años, sólo… sólo que…, ¿comprende? O, ¿no comprende? Nunca he sido la viuda de Francisco para él… he sido la esposa de Francisco.
La señora Bantry comprendió lo que quería decirle.
—¿Quiere decir con eso que él nunca ha aceptado su muerte?
—Sí. Ha sido maravilloso. Pero ha vencido a su propia terrible tragedia negándose a reconocer la muerte. Marcos es el esposo de Rosamunda y yo soy la esposa de Francisco… Y aunque Francisco y Rosamunda no están aquí con nosotros exactamente… siguen existiendo.
La señora Bantry dijo dulcemente:
—Es un maravilloso triunfo de la fe.
—Lo sé. Hemos seguido viviendo año tras año. Pero de pronto… este verano… algo pasó en mi interior. Sentí… sentí rebeldía. Es una cosa terrible decir eso, pero… ¡no quería pensar más en Francisco! Todo eso había pasado… mi amor y su compañía, y mi dolor al morir él. Era algo que había sentido, y que ya había dejado de ser.
»Es dificilísimo de describir. Es como querer borrar el pasado y empezar de nuevo. Yo quería ser yo… Adi, aún razonablemente joven y fuerte y capaz de jugar, de nadar, bailar… quería ser simplemente persona. Hasta Hugo… ¿Conoce a Hugo McLean? es una buena persona y quiere casarse conmigo; pero claro, nunca he pensado en eso en realidad… pero este verano sí que empecé a pensar en ello… aunque no en serio…; sólo vagamente…
Calló y sacudió la cabeza.
—Conque supongo que es verdad. Descuidé a Jeff. No quiero decir que le abandonara en realidad, pero mi mente y mis pensamientos no estaban con él. Cuando vi que Rubi le distraía, me alegré y todo. Me dejaba más libre para poder hacer mis cosas. Jamás soñé… claro que no soñé jamás… que se… que se encapricharía tanto de ella.
La señora Bantry preguntó:
—¿Y qué sucedió cuando lo descubrió usted?
—Quedé estupefacta… ¡Oh!, estupefacta de verdad. Y me temo que me enfurecí también.
—Yo me hubiera enfurecido —dijo la señora Bantry.
—Pensé en Pedro, ¿comprende? Todo el porvenir de Pedro depende de Jeff. Jeff lo consideraba casi como nieto suyo… así lo creía yo… Pero, claro, no era su nieto. No le unía parentesco alguno con él. ¡Y pensar que iba a ser… desheredado! —Sus manos firmes y bien formadas temblaron levemente sobre el halda, donde reposaban—. Porque eso era lo que parecía, desheredado por una sacacuartos estúpida y ordinaria… ¡Oh! ¡La hubiera matado!
Se interrumpió, como herida por el rayo. Los hermosos ojos de color avellana miraron a la señora Bantry suplicantes y horrorizados. Exclamó:
—¡Qué cosa tan terrible de decir!
Hugo McLean, acercándose rápidamente a ellas por detrás, preguntó:
—¿Qué es lo que resulta tan terrible de decir?
—Siéntate, Hugo. Conoces a la señora Bantry, ¿verdad?
McLean había saludado ya a la señora. Dijo ahora lentamente y con insistencia:
—¿Qué era lo que resultaba tan terrible de decir?
Adi Jefferson contestó:
—Que me hubiera gustado matar a Rubi Keene.
Hugo McLean reflexionó unos instantes.
—No; yo no diría eso, pudiera interpretarse mal.
Sus ojos, ojos pensativos, grises, de sostenida mirada, le contemplaron expresivamente.
Dijo:
—Tienes que andar con pies de plomo.
Y había una advertencia en sus palabras.
Cuando la señorita Marple salió del hotel y se reunió con la señora Bantry unos minutos más tarde, Hugo McLean y Adelaida Jefferson caminaban juntos por el sendero en dirección al mar.
La señorita Marple tomó asiento y observó:
—Parece muy adicto.
—¡Le ha sido adicto muchos años! Uno de esos hombres.
—Lo sé. Como el comandante Bury. Anduvo rondando a una viuda angloindia años y años. ¡Era una broma ya entre sus amigas! Al final, cedió. Pero por desgracia, diez días antes de la fecha fijada para el matrimonio, ¡se fugó con el conductor de su automóvil! ¡Una mujer tan simpática como era! ¡Tan equilibrada, tan formal!
—La gente hace cosas muy raras —asintió la señora Bantry—. Me hubiera gustado que estuviese aquí hace un momento, Juana. Adi Jefferson me estuvo contando su vida… me dijo que su marido se gastó todo el dinero, pero que nunca se lo había dicho al señor Jefferson. Y luego, este verano, a ella le parecieron las cosas un tanto distintas.
La señorita Marple movió afirmativamente la cabeza.
—Sí. Supongo que se rebelaría al ver que se la obligaba a vivir en el pasado, ¿no es eso? Después de todo, hay un tiempo para cada cosa. No puede una estarse sentada años y años en casa con las cortinas corridas. Supongo que la señora Jefferson las descorrió y se quitó el mantón de viuda, y a su suegro, claro está, no le gustó. Se sintió abandonado, aunque no supongo ni por un instante que adivinara quién era la persona que le había incitado a ello. Sin embargo, no cabe la menor duda de que no le gustaría. Conque, claro, al igual que el señor Bagder cuando su mujer se dedicó al espiritismo, estaba maduro para lo que ocurrió. Cualquier muchacha medio bonita que escuchara atentamente hubiese servido.
—¿Crees tú —dijo la señora Bantry— que esa prima Josita la trajo aquí deliberadamente… que se trata de una conspiración de familia?
La señorita Marple negó con la cabeza.
—No, no lo creo ni muchísimo menos. No creo que Josita tenga la clase de mentalidad que prevé la reacción de la gente. Es un poco dura de cabeza en ese sentido. Tiene uno de esos cerebros astutos, limitados y prácticos que jamás prevén el porvenir y a los que el porvenir generalmente asombra.
—Parece haber asombrado a todo el mundo —comentó la señora Bantry—. A Adi… y a Marcos Gaskell también… aparentemente.
La señorita Marple sonrió.
—Seguramente tendría él otras cosas en qué pensar. ¡Un hombre osado, de errabunda mirada! No la clase de hombre que sea viudo inconsolable años enteros, por mucho que haya querido a su esposa. Yo creo que los dos se revolvían inquietos bajo el yugo del recuerdo perpetuo del viejo.
—Sólo que —agregó la señorita Marple cínicamente— es mucho menos duro de sobrellevar para los caballeros.
En aquel preciso instante Marcos estaba confirmando las palabras que sobre él se decían en una charla con sir Enrique Clithering.
Con su característica franqueza, Marcos había ido derecho al grano.
—Acaba de ocurrírseme —dijo— que soy el Sospechoso Favorito Número 1 para la policía. Han estado profundizando en mis dificultades económicas. Estoy sin un penique, ¿sabe?, o casi sin un penique. Si mi querido Jeff muere, de acuerdo con lo esperado, dentro de un mes o dos y Adi y yo nos repartimos los cuartos de acuerdo con lo esperado también, todo irá bien. La verdad es que debo la mar de dinero. Si me doy el batacazo, va a ser un batacazo de padre y muy señor mío. Si logro evitarlo, ocurrirá todo lo contrario… Saldré airoso y seré un hombre muy acaudalado.
Sir Enrique dijo:
—Es usted un jugador, Marcos.
—Siempre lo he sido. Hay que arriesgarlo todo… ¡ese es mi lema! Sí; es una suerte para mí que alguien estrangulara a esa chica. Yo no lo hice. No soy estrangulador. En realidad, no creo que pudiera matar a nadie. Soy demasiado pacifico. Pero no supongo que pueda pedirle a la policía que crea eso. Debo parecerles la contestación enviada por el Cielo a las súplicas de un investigador criminalista. Tenía motivos, me hallaba en escena, no estoy cargado de elevados escrúpulos morales… No comprendo por qué no me han metido en la cárcel ya. Ese superintendente tiene una mirada muy desagradable.
—Posee usted esa cosa que tan útil resulta: una coartada.
—¡No hay cosa más sospechosa que una coartada! No hay persona inocente que tenga una coartada jamás. Además, todo depende de la hora de la muerte o algo así. Y puede usted tener la seguridad de que si tres médicos dicen que la muchacha murió a medianoche, se encontrarán por lo menos seis que jurarán, convencidos, que murió a las cinco de la mañana. ¿Y dónde está mi coartada entonces?
—Sea como fuere, tiene usted humor para bromear.
—Es de muy mal gusto, ¿verdad? —dijo Marcos, alegremente—. En realidad, estoy bastante asustado. Uno se asusta… tratándose de asesinato. Y no crea que no le compadezco a Jeff. Sí que le compadezco. Pero es mejor así, por terrible que haya sido el golpe, que si la hubiera pillado en un renuncio.
—¿Qué quiere decir con eso?
Marcos guiñó un ojo.
—¿Adónde se fue la muchacha anoche? Le apuesto lo que usted quiera a que se largó a ver a un hombre. A Jeff no le hubiera gustado eso. No le hubiera gustado ni pizca. Si hubiese descubierto que ella le estaba engañando… que no era la ingenua charlatana que parecía ser… Bueno… mi suegro es un hombre muy raro. Es un hombre que ejerce un gran dominio sobre sí. Pero puede perder ese dominio y entonces… ¡ojo con él!
Sir Enrique le miró con curiosidad.
—¿Le tiene usted cariño?
—Le tengo muchísimo cariño… y al mismo tiempo estoy resentido con él. Procuraré explicarme. Conway Jefferson es un hombre al que le gusta dominar lo que le rodea. Es un déspota benévolo, bondadoso, generoso y afectuoso… pero es él quien toca la música y los demás han de bailar a su son.
Marcos Gaskell hizo una pausa.
—Yo amaba a mi esposa. Jamás me inspirará el mismo sentimiento ninguna otra persona. Rosamunda era sol, alegría y flores, y cuando murió me sentí igual que el boxeador que acaba de recibir el golpe que le deja fuera de combate. Pero el árbitro lleva contando mucho tiempo ya. Soy un hombre después de todo. Me gustan las mujeres. No quiero casarme otra vez… ni mucho menos. Pero es igual. He tenido que ser discreto…, pero he pasado mis buenos ratos a pesar de todo. La pobre Adi no ha sido tan afortunada. Adi es muy buena en verdad. Es la clase de mujer con quien a los hombres les gusta casarse… y no para compartir el lecho matrimonial. Dele usted media ocasión de hacerlo y se volvería a casar. Y será muy feliz y hará muy feliz a su marido también. Pero Jeff no pensaba en ella más que como esposa de su hijo Francisco… y la hipnotizó hasta el punto de que ella misma sólo se viera como tal. Él no lo sabe, pero hemos estado encarcelados. Yo me fugué de mi celda sin llamar la atención, hace mucho tiempo ya. Adi se escapó de la prisión este verano… y fue una tremenda sacudida para Jeff. Deshizo su mundo. Resultado: Rubi Keene. «Pero ella está muerta y en la tumba la vi. ¡Oh cuánto ha cambiado el mundo para mí!» Venga a echar un trago, Clithering.
No tenía nada de extraño, pensó sir Enrique, que la policía encontrara altamente sospechoso a Marcos Gaskell.