Un día o dos más tarde el coronel Melchett y el superintendente Harper se contemplaron mutuamente, sentados uno a cada lado de la gran mesa de despacho del primero. Harper había acudido a Much Benham para efectuar consultas.
Melchett dijo en tono lúgubre:
—Bueno, pues ya sabemos dónde estamos… o, mejor dicho, dónde no estamos.
—«Dónde no estamos» expresa el caso con mayor exactitud.
—Hay dos muertes que tener en cuenta. Dos asesinatos. Rubi Keene y la niña Pamela Reeves. No quedó gran cosa para identificarla, pobre criatura, pero sí lo bastante. El zapato no se quemó; ha sido reconocido como suyo por su padre; y hay ese botón de un uniforme de exploradora. Un asunto diabólico, superintendente.
Harper contestó:
—Tiene usted razón.
—Me alegro de que sea cosa segura que estaba ya muerta antes de que fuera incendiado el coche. La forma en que yacía, cruzada en el asiento, lo demuestra. Probablemente le darían un golpe en la cabeza a la infeliz.
—O la estrangularían quizá —dijo Harper.
Melchett le miró con viveza.
—¿Cree usted eso?
—Hay asesinos así, por lo menos.
—Lo sé. He visto a los padres… La madre de la pobre chica está loca de dolor. Todo el asunto es terrible. El punto que hemos de decidir es: ¿están relacionados los dos asesinatos?
—Yo diría que sí.
—Y yo también.
El superintendente pasó revista a los datos conocidos, contándolos con los dedos.
—Pamela Reeves asiste a la reunión de exploradoras en Danebury Down. Dicen las compañeras que parecía normal y alegre. No regresó a Medschester en autobús con tres compañeras. Les dijo que iba a entrar en Danemouth, ir a Woolworth y tomar el autobús desde allí. La carretera real que conduce a Danemouth desde Danebury Down describe una curva bastante grande tierra dentro. Pamela Reeves atajó cruzando dos prados, un sendero y un camino, con lo que iría a salir a las proximidades del Hotel Majestic. Para ser exactos, el camino pasa por el lado del hotel. Es posible, por consiguiente, que viera u oyera algo… algo relacionado con Rubi Keene… que podría resultar peligroso para el asesino. Por ejemplo, podía haberle oído al asesino citarse con Rubi Keene para las once de aquella noche. Se da cuenta de que aquella colegiala le ha oído, y decide sellarle los labios.
Dijo el coronel:
—Eso es suponiendo que el asesinato de Rubi Keene fuera premeditado y no espontáneo.
El superintendente asintió.
—Yo creo que lo fue. Parece como si debiera de haber sido todo lo contrario: repentina violencia hija de un acceso de ira o de celos… pero empiezo a creer que no es así. No veo, si no, cómo puede explicarse la muerte de la niña Reeves. Si ésta fue testigo del crimen, sería muy tarde por la noche, allá por las once. ¿Y qué iba a estar haciendo ella por los alrededores del Hotel Majestic a semejantes horas? ¡Si a las nueve sus padres empezaban a experimentar ansiedad porque aún no había vuelto!
—Cabe la posibilidad de que fuera a ver a alguien en Danemouth sin conocimiento de su familia ni de sus amigas y que su muerte no tenga absolutamente nada que ver con la otra.
—Sí, señor; pero yo no lo creo así. Fíjese que hasta la anciana esa, la señorita Marple, se dio cuenta en seguida de que ambos hechos estaban relacionados. Preguntó inmediatamente si el cadáver hallado en el coche era el de la exploradora desaparecida. Es una viejecita muy lista. Estas ancianas lo son, a veces. Perspicaces, ¿sabe? Ponen el dedo en la llaga en seguida.
—La señorita Marple ha hecho eso más de una vez —dijo el coronel Melchett con hosquedad.
—Y además hay la cuestión del coche. Se me antoja a mí que eso relaciona el asesinato definitivamente con el Hotel Majestic.
Era el automóvil de Jorge Barlett.
De nuevo se encontraron las miradas de los dos hombres. Melchett dijo:
—¿Jorge Barlett? ¡Podría ser! ¿Qué opina usted? ¿Se le ocurre algo?
Harper volvió a recitar varios puntos concretos.
—A Rubi Keene se la vio por última vez en compañía de Jorge Barlett. Él dice que ella se marchó a su cuarto (cosa confirmada por el hallazgo en la alcoba del vestido que había llevado); pero ¿volvió ella a su cuarto y se mudó con el fin de salir con él? ¿Habrían acordado más temprano salir juntos…? ¿Lo habrían discutido, por ejemplo, antes de cenar y les habría oído Pamela Reeves por casualidad?
Melchett dijo:
—No denunció haber perdido el automóvil hasta la mañana siguiente, y aun entonces sus declaraciones fueron bastante nebulosas. Aseguraba no poder recordar con exactitud cuándo lo había visto por última vez.
—Pudiera ser habilidad. Según yo lo veo, ese hombre es una persona muy lista que finge ser un imbécil o… o es un imbécil de verdad.
—Lo que necesitamos —dijo Melchett— es un móvil. Según está la cosa, no parece él haber tenido motivo alguno para matar a Rubi.
—Sí; ahí es donde nos atascamos siempre. El móvil. Todos los informes recibidos del Palais de la Danse de Brixwell son negativos, según tengo entendido.
—Completamente negativos. Rubi Keene no tenía lo que pudiera llamarse novio. Slack ha investigado el asunto bien. Y hay que reconocer que cuando Slack hace una investigación la hace concienzudamente: con seguridad.
—Es cierto. Eso no se le puede negar.
—Si hubiera habido algo que sonsacar, él lo hubiera sonsacado. Pero no hay nada allí. Tiene una lista de sus parejas de baile más frecuentes… todas ellas investigadas y halladas bien. Se trata de jóvenes inofensivos y todos han podido probar la coartada para la noche de autos.
—¡Ah! —murmuró Harper—. Coartadas… Con eso es con lo que tenemos que luchar.
Melchett le miró con viveza.
—¿Usted lo cree? Le he dejado a usted esa parte de investigación.
—Sí, señor. Y ya se han llevado a cabo. Concienzudamente. Solicitamos ayuda a Londres para ello.
—¿Bien?
—El señor Conway Jefferson podrá creer que el señor Gaskell y que la señora Jefferson se encuentran en buena situación económica; pero no es cierto. Ambos se hallan bastante mal de dinero.
—¿Es cierto eso?
—Completamente cierto. El señor Conway Jefferson dijo la verdad. Dio una cantidad considerable a cada uno de sus hijos cuando se casaron. Eso fue hace más de diez años, sin embargo, Francisco Jefferson se las daba de conocer muy bien los valores comerciales. No invirtió el dinero en negocios más o menos descabellados; pero tuvo mala suerte y demostró ser muy poco perspicaz más de una vez. Las acciones en que gastó su dinero han ido perdiendo valor sin cesar. En mi opinión, la viuda debe de estar haciendo verdaderos equilibrios para poder mantenerse a flote y mandar a su hijo al colegio.
—Pero… ¿no le ha pedido ayuda a su suegro?
—No, señor. Al parecer, vive siempre con él y, por consiguiente, se ahorra los gastos de casa.
—Y el estado de salud de Conway es tal, que no se esperaba que viviese mucho tiempo, ¿no es eso?
—Justo. Y ahora, Marcos Gaskell. Éste es jugador por temperamento. Acabó con el dinero de la mujer es muy poco tiempo. Se encuentra en un atolladero bastante grande en este momento. Necesita dinero a todo trance… y en gran cantidad, por añadidura.
—No puedo decir que me fuera muy simpático —anunció el coronel—. Tiene cara de alocado…, ¿eh? Y el móvil no le falta. Representaba para él veinticinco mil libras el quitar a la muchacha del paso. Sí; no cabe la menor duda de que en su caso había un móvil.
—Lo había en el caso de ambos.
—No tomo en consideración a la señora Jefferson.
—Ya sé que no. Y sea como fuere, ambos tienen probada la coartada. No podían haberlo hecho. He ahí todo.
—¿Tiene usted un informe detallado de todos los pasos que dieron aquella noche?
—Sí. Examinemos primero el caso de Gaskell. Cenó con su suegro y la señora Jefferson, tomó café con ellos después, cuando Rubi Keene se les reunió. Luego dijo que tenía que escribir unas cartas y les dejó. En realidad, lo que hizo fue coger su coche y darse un paseo por el malecón. Me dijo, con franqueza, que no podía soportar estar jugando al bridge toda la noche. El viejo está loco por el juego ese. Conque inventó la excusa de las cartas. Rubi Keene se quedó con los otros. Marcos Gaskell regresó cuando la muchacha bailaba con Raimundo. Después de su número. Rubi fue y bebió algo con ellos; luego se marchó con Barlett, y Gaskell y los otros se pusieron a jugar al bridge. Esto fue a las once menos veinte… Y no abandonó la mesa hasta después de medianoche. Eso es completamente seguro. Todo el mundo lo dice. La familia, los camareros, todo el mundo. Por consiguiente, él no pudo haber cometido el crimen. Y la coartada de la señora Jefferson es igual. Ella tampoco se levantó de la mesa. Quedan eliminados los dos… eliminados por completo.
El coronel se recostó en el respaldo de su asiento, golpeando la mesa con un cortapapeles.
El superintendente dijo:
—Es decir, quedan eliminados si aceptamos que la muchacha fuera asesinada antes de medianoche.
—Haydock dice que sí. Es un hombre muy concienzudo en cuestiones policíacas. Si él dice una cosa, puede creerse a pies juntillas…
—Pudiera haber razones… de salud, idiosincrasia, físicas, o algo…
—Se lo sugeriré.
Melchett consultó su reloj, descolgó el auricular y pidió un número. Dijo:
—Haydock debiera estar en su casa a estas horas. ¿Y si supiéramos que la habían matado después de medianoche?
Harper contestó:
—En tal caso cabría la posibilidad. Hubo idas y venidas después. Supongamos que Gaskell le hubiera pedido a la muchacha que se encontrara con él fuera… a las doce y media, por ejemplo.
Se retira un minuto o dos, la estrangula, regresa, y se deshace del cadáver más tarde… en las primeras horas de la mañana.
Dijo Melchett:
—¿Se la lleva a treinta millas de distancia para dejarla en la biblioteca de los Bantry? ¡Qué rayos! Eso resulta muy poco probable.
—Es cierto —reconoció inmediatamente Harper.
Sonó el timbre del teléfono. Melchett lo volvió a descolgar.
—Hola, Haydock, ¿es usted? A Rubi Keene, ¿hubiera sido posible que la hubiesen matado después de medianoche?
—Ya le dije que había muerto entre las diez y doce.
—Si, ya lo sé; pero uno podría estirar eso un poco, ¿verdad?
—No, no podría estirarlo. Cuando yo digo que murió antes de medianoche, quiero decir que murió antes de medianoche y hágame el favor de no intentar falsear las declaraciones del forense.
—Sí, pero ¿no podría haber alguna razón fisiológica? Ya sabe usted lo que quiero decir.
—Yo lo que sé es que no sabe usted una palabra de lo que dice. La muchacha estaba completamente sana y no era anormal en cosa alguna… y no pienso decir lo contrario nada más que por ayudarle a usted a ponerle un dogal al cuello a algún infeliz que le haya sido antipático a la policía. No proteste: conozco sus mañas. Y, a propósito, a la muchacha no la estrangularon sin más ni más… es decir, la narcotizaron primero. Murió estrangulada, pero antes la narcotizaron.
Haydock colgó el auricular.
Melchett dijo en tono lúgubre:
—Pues ya lo sabemos.
Contestó Harper:
—Creí haber encontrado otro asesino probable; pero me falló.
—¿Qué es eso? ¿Quién?
—En rigor, es pieza de coto ajeno… del de usted, para ser exacto. Se llama Basilio Blake. Vive cerca de Gossington Hall.
—¡Ese impertinente! —El coronel frunció el entrecejo al recordar la grosería de Blake—. ¿Qué pinta ése en el asunto?
—Parece ser que conocía a Rubi Keene. Iba a cenar al Majestic con frecuencia… bailaba con la muchacha. ¿Recuerda usted lo que dijo Josita a Raimundo cuando se descubrió que Rubi había desaparecido? «No estará con el peliculero, ¿verdad?» He averiguado que se refería a Blake. Es empleado de los Estudios Lemville. Josita no tenía razón alguna para creer que Rubi estuviese con él, más que el saber que a la muchacha le era bastante simpático aquel joven.
—Muy prometedor, Harper, muy prometedor.
—No tanto como parece. Basilio Blake fue aquella noche a una reunión que se celebraba en los Estudios. Ya conoce usted esas fiestas. Empiezan a las ocho con refresco y continúan hasta que la atmósfera se pone demasiado espesa para que pueda verse a través de ella y se quedan todos sin conocimiento de puro borrachos. Según el inspector Slack, que se encargó de interrogarle, dejó la reunión a eso de medianoche. Y a medianoche Rubi Keene estaba ya muerta.
—¿Hay alguien que confirme su declaración?
—La mayoría de los concursantes, según tengo entendido, estaban, ah… bastante beodos. La… la… señorita Dina Lee… dice que lo que él declara es cierto.
—¡Eso no significa nada!
—¡No, señor! Es probable que no. Las declaraciones tomadas a otros concurrentes a la reunión confirman la declaración del señor Blake en conjunto, aunque sus ideas acerca de la hora son un poco vagas.
—¿Dónde están esos estudios?
—En Lemville. A unas treinta millas al sudoeste de Londres.
—¡Hum! ¿Aproximadamente a la misma distancia de aquí?
—Sí, señor.
El coronel se frotó la nariz. Dijo, con descontento:
—Parece como si pudiéramos eliminarle a él también ahora.
—Yo creo que sí. No hay pruebas de que le gustara formalmente Rubi Keene. Es más, parece bastante ocupado ya con su propia novia.
Dijo Melchett:
—Pues no nos queda más que «X», un asesino desconocido, tan desconocido, que Slack no puede encontrar el rastro de él. O el yerno de Jefferson, que puede haber querido matar a la muchacha… pero que no tuvo ocasión de hacerlo. La nuera, ídem. O Jorge Barlett, que no puede probar la coartada… pero que por desgracia tampoco tenía motivos. Y he ahí todo. No, no todo. Supongo que debiéramos tener en cuenta al bailarín… a Raimundo Starr. Después de todo, veía mucho a la joven.
Harper dijo lentamente:
—No puedo creer que le interesara mucho. A menos que sea un magnífico actor. Y si a eso viene, también él puede probar la coartada. Estuvo más o menos a la vista desde las once menos veinte hasta medianoche, bailando con distintas personas. No veo yo que podamos presentar acusación contra él.
—Total —dijo el coronel Melchett—, que no hay una sola persona contra la que podamos presentar una acusación fundamental.
—Nuestra mayor esperanza es Jorge Barlett. Si se nos ocurriera un móvil quiero decir.
—¿Le ha hecho usted investigar?
—Sí, señor. Hijo único. Mimado por la madre. Heredó la mar de dinero al morir ésta hace cosa de un año. Se lo está gastando muy aprisa. Débil más bien que vigoroso.
—Su debilidad puede ser mental —sugirió Melchett.
El superintendente asintió con la cabeza. Preguntó:
—¿Se le ha ocurrido a usted pensar que ésa pudiera ser la explicación de todo el asunto?
—¿Un loco criminal quiere decir?
—Sí, señor. Uno de esos hombres que andan por ahí estrangulando a muchachas jóvenes. Los médicos tienen un nombre muy largo para describir esa clase de locura.
—Eso resolvería todas nuestras dificultades —dijo Melchett.
—Sólo hay en eso una cosa que no me gusta.
—¿Cuál?
—Es demasiado fácil.
—Hum… sí… quizá… Conque, como dije al principio, ¿adónde hemos llegado?
—A ninguna parte —respondió el superintendente Harper.