El superintendente Harper contempló el montón de metal chamuscado y retorcido. Un automóvil incendiado siempre resulta un espectáculo desagradable, aun cuando no lo empeorara la presencia de un cadáver chamuscado y ennegrecido.
La Cantera de Venn era un lugar apartado, lejos de toda vivienda humana. Aunque sólo se encontraba, en realidad, a dos millas de Danemouth en línea recta, se llegaba a ella por uno de esos caminos estrechos, retorcidos, llenos de surcos y baches, poco más que un camino de herradura, que no conducía a ninguna parte más que a la propia cantera. Hacía mucho tiempo ya que no se trabajaba en la cantera y las únicas personas que se internaban por aquel camino eran los ocasionales visitantes que acudían en busca de zarzamoras. Como lugar para abandonar un coche resultaba ideal. El automóvil no se hubiera encontrado en mucho tiempo a buen seguro, de no haber sido porque quiso la casualidad que el resplandor del incendio fuera visto por Alfredo Biggs, labriego que iba camino de su trabajo.
Alberto Biggs seguía allí, aun cuando todo lo que tenía que contar había sido oído algún tiempo antes; pero siguió repitiendo el emocionante relato con cuantos adornos se le iban ocurriendo.
—¡Maldita sea mi estampa!, me dije, ¿qué diablos es eso? Un resplandor. Un resplandor en el cielo. Puede ser una hoguera, me dije; pero ¿a quién se le iba a ocurrir encender una hoguera en la Cantera de Venn? No, me dije, digo: es un gran incendio, eso es seguro. Pero ¿qué rayos puede ser?, me dije. No hay ninguna casa ni granja por ese lado. Digo, dije: está por la Cantera de Venn, dije, ahí es donde está, seguro. No sabía exactamente lo que debía hacer; pero viendo que el policía Gregg llegaba en aquel momento en su bicicleta, le dije lo que había visto. Se había apagado para entonces, pero le dije. Un resplandor muy grande en el cielo, le dije. Quizá sea un almiar, le dije. Pero nunca se me ocurrió que pudiera ser un automóvil… y mucho menos que se pudiera estar quemando vivo alguien dentro. Es una tragedia horrible.
La policía de Glenshire había estado trabajando aprisa. Se habían hecho fotografías, tomándose cuidadosamente nota de la posición del cuerpo carbonizado antes de que el forense hubiera dado principio a su propia investigación.
Este último se acercó ahora a Harper, sacudiéndose ceniza negra de las manos.
—Una faenita bastante concienzuda —dijo—. Parte de un pie y el zapato es aproximadamente lo único que se ha salvado. Yo, personalmente, sería incapaz de asegurar en ese instante si el cadáver era el de un hombre o una mujer, aunque supongo que obtendremos alguna indicación por los huesos. Pero el zapato es uno de esos, de correa, como los que usan las colegialas.
—Ha desaparecido una colegiala del condado vecino —dijo Harper—, muy cerca de aquí. Una muchacha de dieciséis años o así.
—Entonces, seguramente será ella —contestó el médico—. ¡Pobre criatura!
Harper preguntó, inquieto:
—¿No estaba viva cuando…?
—No; no lo creo. No se ve señal de que intentara apearse. El cuerpo estaba caído sobre el asiento… con el pie asomado. Estaba muerta cuando la pusieron allí, en mi opinión. Luego fue incendiado el coche para destruir pruebas comprometedoras.
Hizo una pausa y preguntó:
—¿Me necesita usted ya?
—No lo creo, gracias.
—Bien; me marcho, pues.
Se dirigió a su coche. Harper se acercó al lugar en que uno de sus hombres, un sargento especializado en casos automovilísticos, estaba trabajando.
Éste alzó la cabeza.
—Es un caso muy claro, jefe. Se roció todo el coche con gasolina y luego se le prendió fuego. Hay tres latas vacías en el seto.
Un poco más allá, otro hombre ordenaba cuidadosamente pequeños objetos sacados de entre los restos del automóvil. Había un zapato negro, chamuscado, de cuero y, con él, trozos de ennegrecido material. Al acercarse Harper, su subordinado alzó la mirada y exclamó:
—Vea esto, jefe. Creo que ya no existe duda.
Harper tomó el pequeño objeto en la mano. Dijo:
—¿Un botón del uniforme de una exploradora?
—Sí, señor.
—Así —asintió Harper—, tiene usted razón. No parece haber duda ya.
Era un hombre bueno, bondadoso, y se sintió levemente mareado. Primero Keene y ahora aquella niña: Pamela Reeves.
Se dijo para sí, como se preguntara anteriormente:
«¿Qué ha venido a descargar sobre Glenshire?»
El paso siguiente era telefonear al jefe de policía de su propio condado primero y, después, ponerse en contacto con el coronel Melchett. La desaparición de Pamela Reeves había ocurrido en Radforshire, aun cuando su cadáver había sido hallado en Glenshire.
La misión que había de cumplir a renglón seguido no era muy agradable. Tenía que comunicarles la noticia a los padres de Pamela Reeves.
El superintendente Harper contempló pensativo la fachada de Braeside al tocar el timbre de la puerta principal.
Una casita primorosa, un jardín muy lindo de media hectárea aproximada. Una clase de viviendas que se habían construido bastante por todo el campo durante los últimos veinte años. Militares retirados, empleados del Estado jubilados… esa clase de gente. Gente agradable y decente. Lo peor que podría decirse de ella sería que quizá resultase un poco aburrida. Se gastaban todo el dinero que podían en la educación de sus hijos. No la clase de gente que uno asociaría con una tragedia. Y ahora la tragedia les había alcanzado. Exhaló un suspiro.
Le hicieron pasar inmediatamente a una salita donde un hombre erguido, de bigote entrecano y una mujer con los ojos enrojecidos por el llanto se pusieron en pie de un brinco al verle entrar. La señora Reeves preguntó con avidez:
—¿Trae usted noticias de Pamela?
Luego retrocedió, como si la mirada de conmiseración que le dirigió el superintendente hubiese sido un golpe. Harper dijo:
—Lo siento; pero van a tener que prepararse ustedes a recibir noticias.
—Pamela… —tartamudeó la mujer.
El comandante Reeves preguntó con viveza:
—¿Le ha sucedido algo… a la criatura?
—Sí, señor.
—¿Quiere decir con eso que ha muerto?
La señora Reeves exclamó:
—¡Oh, no, no…!
Y estalló en sollozos. El comandante rodeó a su esposa con un brazo y la trajo hacia sí. Le temblaban los labios, pero miró interrogador a Harper, que movió afirmativamente la cabeza.
—¿Un accidente?
—No ha sido eso exactamente, comandante Reeves. Se la encontró en un automóvil incendiado que habían abandonado en una cantera.
Su asombro era evidente.
La señora Reeves dio rienda suelta a su dolor y se dejó caer en el sofá, rendida, exánime, sollozando amargamente.
Dijo el superintendente.
—Si quieren ustedes que aguarde unos minutos…
El comandante inquirió con viveza:
—¿Qué significa esto? ¿Un crimen?
—Eso parece, caballero. Por eso quisiera hacerles unas preguntas, si es que la cosa no resulta demasiado dura para usted.
—No, no; tiene usted razón. No debe perderse un instante si lo que usted insinúa es cierto. Pero no puedo creerlo. ¿Quién iba a querer hacer daño a una criatura como Pamela?
Harper dijo con estolidez:
—Ya ha denunciado usted a la policía local las circunstancias de la desaparición de su hija. Salió de aquí para asistir a una reunión de exploradores y la esperaban ustedes de vuelta a la hora de cenar. ¿Es cierto eso?
—Sí.
—¿Había de regresar en un autobús? Tengo entendido que, según relato de sus compañeras, cuando se acabó la reunión Pamela anunció que iba a entrar en Danemouth para hacer unas compras en los Almacenes Woolworth y que tomaría el autobús más tarde. ¿Le parece a usted ésa una forma de proceder normal?
—Oh, sí. A Pamela le gustaba mucho ir a los Almacenes Woolworth. Iba con frecuencia a Danemouth a comprar. El autobús sale de la carretera real, a cosa de un cuarto de milla de aquí.
—Y, ¿no tenía otros planes, que usted sepa?
—Ninguno.
—¿No había de entrevistarse con nadie en Danemouth?
—No, estoy seguro de que no. Lo hubiese dicho. La esperábamos de vuelta para cenar. Por eso, cuando se hizo tan tarde y no se hubo presentado, telefoneamos a la policía. Era contrario a su carácter retrasarse así.
—¿Su hija no tenía amistades indeseables… es decir, amistades que ustedes no aprobaran?
—No; jamás se dio un caso de esa clase.
La señora Reeves dijo, lacrimosa:
—Pam era una criatura. Era muy joven para su edad. Le gustaba jugar y todo eso. No era precoz en forma alguna.
—¿Conocen ustedes a un tal Jorge Barlett que se aloja en el Hotel Majestic en Danemouth?
—Nunca he oído ese nombre —dijo el comandante.
—¿No cree usted que le conociera su hija?
—Estoy completamente seguro de que no le conocía. Segurísimo.
Agregó vivamente:
—¿Qué papel desempeña ese hombre en el asunto?
—Es el propietario del coche Minoan 14 en que fue hallado el cadáver de su hija.
La señora Reeves exclamó:
—¡En tal caso debe…!
Harper se apresuró a decir:
—Denunció la desaparición de su coche a primera hora de hoy. Se encontraba en el patio del hotel a la hora de comer ayer. Cualquiera podía habérselo llevado.
—Pero ¿no vio quién se lo llevaba?
El superintendente negó con la cabeza.
—Entran y salen docenas de coches durante todo el día. Y el Minoan 14 es una de las marcas más populares.
La señora Reeves exclamó:
—Pero ¿no estarán haciendo ustedes nada? ¿No están intentando encontrar al… al diablo que hizo eso? ¡Mi niña… oh, mi niñita! ¿No la quemarían viva, verdad? ¡Oh! ¡Pam, Pam…!
—No sufrió, señora Reeves. Le aseguro que ya estaba muerta cuando incendiaron el coche.
Reeves preguntó:
—¿Cómo la mataron?
Harper le dirigió una mirada expresiva.
—No lo sabemos. El fuego ha destruido toda prueba de esa clase.
Se volvió hacia la mujer.
—Créame, señora Reeves, estamos haciendo todo lo que nos es posible. Es cuestión de comprobaciones. Tarde o temprano encontraremos a alguien que vio a su hija ayer en Danemouth y que pueda decirnos quién la acompañaba. Todo eso requiere tiempo. Recibiremos docenas, centenares de informes acerca de una exploradora que ha sido vista aquí, allí y en todas partes. Es cuestión de indagar y de paciencia…; pero no tema, acabaremos averiguando la verdad.
La señora Reeves preguntó:
—¿Dónde… dónde está? ¿Puedo ir a ella?
De nuevo miró el superintendente al marido.
—El médico forense se está encargando de todo eso. Propongo que su esposo me acompañe ahora y atienda cualquier cosa que pueda haber dicho Pamela… algo a lo que… quizá no prestara usted atención de momento, pero que pudiera derramar luz sobre el asunto. Ya sabe lo que quiero decir… cualquier palabra casual, o cualquier frase. Ésa es la mejor manera en que puede ayudarnos.
Cuando los dos hombres se dirigían a la puerta, Reeves dijo, señalando una fotografía:
—Ahí la tiene.
Harper la miró con atención. Era un grupo de jugadoras de hockey. Reeves señaló a Pamela en el centro del equipo.
«Una buena muchacha», pensó Harper, al contemplar el rostro de la niña, que llevaba trenzas. Comprimió los labios al recordar el carbonizado cadáver hallado en el coche. Se juró a si mismo que el asesino de Pamela Reeves no se convertiría en uno de los misterios sin solución de Glenshire. Jamás descansaría hasta haber cazado al hombre o la mujer que le hubiese quitado la vida.