Capítulo IV

1

Saint Mary Mead estaba pasando la mañana de más emoción que había conocido en mucho tiempo.

La señorita Wetherby, solterona nariguda acidulada, fue la primera en propagar la intoxicante información. Se presentó en casa de su amiga y vecina la señorita Hartnell.

—Perdona que venga a verte tan temprano, querida; pero pensé que a lo mejor no habrías oído la noticia.

—¿Qué noticia? —exigió la señorita Hartnell.

Tenía una voz profunda, de bajo, y visitaba infatigablemente a los pobres a pesar de cuantos esfuerzos hacían éstos por librarse de su presencia.

—La relacionada con el cadáver de la biblioteca del coronel Bantry… un cadáver de mujer…

—¿En la biblioteca del coronel?

—Sí. Es terrible, ¿verdad?

—¡Pobre mujer la suya! —dijo la señorita Hartnell, haciendo todo lo posible por disimular cuán grata le resultaba la noticia.

—En efecto, pobre mujer. No supongo que tuviera ella la menor idea…

La señorita Hartnell observó severamente:

—Pensaba demasiado en su jardín y no lo bastante en su marido. No hay que quitarle ojo a un hombre… ni un momento… —repitió con ferocidad.

—Lo sé. Lo sé. Es verdaderamente horrible.

—¿Qué diría Juana Marple? ¿Crees tú que sabría ella algo del asunto? Es tan perspicaz en esas cosas…

—Juana Marple se ha ido a Gossington.

—¡Cómo! ¿Esta mañana?

—Muy temprano. Antes de desayunar.

—¡Cielos! ¡Hay que ver…! Bueno, quiero decir que eso me parece a mí llevar las cosas demasiado lejos. Todos sabemos que a Juana le gusta meter las narices en todo… Pero a esto lo llamo yo… ¡indecente!

—Oh, pero es que la señora Bantry la mandó llamar.

—¿Que la señora Bantry la mandó llamar a ella?

—Vino el automóvil a buscarla. Lo conducía Muswell.

—¡Dios mío! ¡Qué cosa más singular!

Guardaron silencio unos minutos, asimilando la noticia.

—¿De quién era el cadáver? —exigió la señorita Hartnell.

—¿Sabes esa horrible mujer que viene con Basilio Blake?

—¿Esa rubia oxigenada? —la señorita Hartnell estaba un poco rezagada en cuestión de modas. Aún no había avanzado de la rubia oxigenada a la rubia platino—. ¿Ésa que está a veces tumbada en el jardín desnuda como quien dice?

—Sí, querida. Ahí estaba… sobre la alfombra… ¡estrangulada!

—Pero ¿qué quieres decir…? ¿En Gossington?

La señorita Wetherby movió afirmativa y expresivamente la cabeza.

—Entonces…, ¿el coronel Bantry también…?

Volvió a decir que sí la señorita Wetherby con la cabeza.

—¡Oh!

Hubo una pausa mientras las dos damas saboreaban aquella nueva adición al escándalo del pueblo.

—¡Qué mujer más malvada! —trompeteó la señorita Hartnell con ira implacable.

—De una moralidad completamente relajada, me temo.

—Y el coronel Bantry… un hombre tan simpático y discreto…

La señorita Wetherby dijo con verdadero deleite:

—Los más callados son con frecuencia los peores. Juana Marple dice eso siempre.

2

La señora Price Ridley fue una de las últimas en oír la noticia.

Rica y autoritaria viuda, vivía en una gran casa al lado de la vicaría. Conoció el suceso por boca de su doncellita Clara.

—¿Una mujer dices, Clara? ¿Hallada muerta sobre la alfombra del coronel Bantry?

—Sí, señora. Y dicen, señora, que no llevaba nada puesto, señora…, ¡ni un trapo!

—Basta, Clara; no es necesario entrar en detalles.

—No, señora. Y dicen, señora, que al principio creyeron que era la novia del señor Blake, señora… la que bajaba con él los fines de semana a la casa nueva del señor Booker. Pero ahora dicen que es una señorita completamente distinta, señora. Y el dependiente del pescadero dice que jamás se lo hubiera creído del coronel Bantry, señora…, no, cuando el coronel pasa con la bandeja para la colecta los domingos en la iglesia…

—Hay mucha maldad en el mundo, Clara —dijo la señora Price Ridley—. Que esto te escarmiente.

—Sí, señora. Mi madre nunca me deja que entre a servir en una casa donde haya un caballero.

—Puede usted retirarse, Clara —dijo la señora Price Ridley.

3

Sólo había un paso desde la casa de la señora Price Ridley hasta la vicaria.

La señora Price Ridley tuvo la suerte de encontrar al vicario en su estudio.

El vicario, hombre apacible, de edad madura, era siempre el último en enterarse de todo.

—¡Es una cosa tan terrible! —dijo la señora Price Ridley jadeando un poco, porque había ido bastante aprisa—. Me parece absolutamente necesario acudir a usted en busca de consejos, querido vicario.

El señor Clement pareció alarmarse. Preguntó:

—¿Ha sucedido algo?

—¿Que si ha sucedido algo? —exclamó la señora, repitiendo la pregunta con gesto dramático—. ¡El más horrible escándalo! Ninguno de nosotros tenía la menor idea de ello. Una mujer depravada, completamente desnuda, estrangulada sobre la alfombra, ante la chimenea del coronel Bantry.

El vicario la miró boquiabierto. Dijo:

—¿Se… se encuentra usted bien de salud?

—No me extraña que le cueste trabajo creerlo. Yo tampoco podía al principio. ¡La hipocresía de ese hombre! ¡Todos estos años!

—Tenga la bondad de contarme exactamente lo ocurrido.

La señora Price Ridley se lanzó a hacer un relato completo. Cuando hubo terminado, el señor Clement dijo apaciblemente:

—Pero no hay nada, ¿verdad?, que indique que el coronel Bantry tuviera nada que ver con ello.

—¡Oh, querido vicario! ¡Sabe usted tan poco del mundo! Pero voy a contarle una cosa. El jueves pasado, o ¿sería el jueves anterior? Bueno, da lo mismo… Yo iba a Londres en el tren con billete reducido. El coronel Bantry iba en el mismo coche. Me pareció muy abstraído. Y durante casi todo el camino estuvo parapetado tras el Times. Como si no quisiera hablar, ¿comprende?

El vicario expresó con un movimiento de cabeza su completa comprensión, y posiblemente su completo acuerdo con la acción del coronel.

—Al llegar a la estación de Paddington le dije adiós. Él había ofrecido buscarme un taxi; pero yo iba a tomar el autobús hasta Oxford Street. El coronel, sin embargo, alquiló un coche y le oí claramente decirle al conductor que le llevara a… ¿a dónde cree usted?

El señor Clement la miró interrogador.

—¡A unas señas de Saint John’s Wood!

La señora Price Ridley hizo una pausa triunfal.

—Eso, en mi opinión, lo demuestra —dijo la señora Price Ridley.

El vicario siguió tan enterado como antes.

4

En Gossington, la señora Bantry y la señorita Marple estaban en la sala conversando animadamente.

—¿Sabes? —dijo la señora Bantry—. Me alegro de que se hayan llevado el cadáver. No es agradable tener un cadáver en casa.

La señorita Marple asintió con un movimiento de cabeza.

—Ya sé, querida. Comprendo perfectamente tus sentimientos.

—No puedes comprenderlos. Sería necesario para eso que hubieras tú tenido un cadáver en tu casa. Ya sé que tuviste uno en la casa de al lado una vez, pero eso no es lo mismo. Espero —prosiguió— que no le cogerá Arturo antipatía a la biblioteca. ¡Nos sentamos tanto en ella! ¿Qué estás haciendo, Juana?

Porque la señorita Marple, tras echar una mirada a su reloj, se estaba poniendo en pie.

—Estaba pensando marcharme a casa. Si no puedo hacer ninguna cosa por ti…

—No te vayas aún. Los de las huellas dactilares, los fotógrafos y casi todos los policías se han marchado ya; pero sigo teniendo el presentimiento de que puede suceder algo. Tú no querrás que se te escape nada.

Sonó el teléfono y fue a contestar. Volvió con la cara radiante.

—Ya te dije que ocurrirían más cosas. Era el coronel Melchett. Viene aquí con la prima de la pobre muchacha.

—¿Por qué será? —murmuró la señorita Marple.

—Oh, supongo que para que vea dónde sucedió y todo eso.

—Para algo más que eso será, seguramente.

—¿Qué quieres decir, Juana?

—Pues que… tal vez… quiera que conozca al coronel Bantry.

La señora Bantry dijo vivamente:

—¿Para ver si le reconoce? Supongo… oh, sí; supongo que han de sospechar de Arturo.

—Me temo que sí.

—¡Como si Arturo pudiera tener nada que ver con el asunto!

La señorita Marple guardó silencio. La señora Bantry se volvió hacia ella, acusadora.

—Y no me pongas como ejemplo al viejo general Henderson… o a algún horrible viejo por el estilo que mantenía a su doncella… Arturo no es así.

—No, no, claro que no.

—No; es que no lo es. Sólo es… a veces… un poco tonto con las muchachas bonitas que vienen a jugar al tenis. Un poco fatuo y machacón, ¿comprendes? Lo hace sin malicia. Y, ¿por qué no había de hacerlo? Después de todo —terminó diciendo la señora Bantry con paz nebulosa— yo tengo el jardín.

La señorita Marple sonrió.

—No debes preocuparte, Dorotea —dijo.

—No, no tengo la menor intención de hacerlo. No obstante lo cual, sí que me preocupo un poco. Y Arturo también. Le ha disgustado. Todos esos policías rondando por ahí… Se ha ido a la granja. El ver cerdos y todo eso le apacigua cuando está disgustado. Hola. Aquí están.

El coche del jefe de policía se detuvo a la puerta.

El coronel Melchett entró acompañado de una joven elegantemente vestida.

—Ésta es la señorita Turner, señora Bantry. La prima de la… la… víctima.

—Tanto gusto —dijo la señora Bantry, avanzando con la mano extendida—. Todo esto debe ser terrible para usted.

Josefina Turner dijo con franqueza:

—Sí que lo es. Nada de ello parece real. Es como una pesadilla.

La señora Bantry presentó a la señorita Marple.

Melchett preguntó, con aparente despreocupación:

—¿Está por aquí el bueno de su marido?

—Tuvo que ir a una de las granjas. Estará de vuelta pronto.

—Oh…

Melchett pareció desconcertado.

La señora Bantry le dijo a Josita:

—¿Le gustaría a usted ver dónde… ¿dónde ocurrió? O, ¿preferiría no verlo?

Josefina dijo tras un instante de pausa:

—Creo que me gustaría verlo.

La señora Bantry la condujo a la biblioteca, seguida del coronel Melchett y de la señorita Marple.

—Ahí estaba —anunció la señora Bantry con gesto dramático—, sobre la estera.

—¡Oh!

Josita se estremeció. Pero también dio muestras de perplejidad. Dijo, arrugando la frente:

—No puedo comprenderlo. ¡No puedo!

—Pues nosotros menos aún —aseguró la señora Bantry.

Josita dijo lentamente:

—No es la clase de sitio…

Y se interrumpió.

La señorita Marple manifestó su asentimiento con lo que había quedado a medio decir, mediante un dulce movimiento de cabeza.

—Eso —murmuró— es lo que, precisamente, lo hace tan interesante.

—Vamos, señorita Marple —dijo el coronel Melchett, de buen humor— ¿no se le ocurre a usted una explicación?

—Oh, sí. Sí que se me ocurre una explicación —repuso la anciana—. Una explicación admisible. Pero claro, sólo se trata de una idea más. Tomasito Bond —continuó— y la señora Martin, nuestra nueva maestra de escuela. Fue a dar cuerda al reloj y saltó fuera una rana.

Josita Turner la miró extrañada. Cuando salían todos del cuarto, le preguntó a la señora Bantry:

—¿Está esa señora un poco mal de la cabeza?

—¡De ninguna manera! —exclamó indignada la señora Bantry.

Dijo Josita:

—Perdone. Creí que a lo mejor se imaginaba ser ella una rana o algo así.

El coronel Bantry entraba en aquellos instantes por la puerta excusada. Melchett le llamó y observó a Josefina Turner mientras hacía las presentaciones. Pero no sorprendió gesto alguno de interés ni señal de que le reconociese. Melchett exhaló un suspiro de alivio. ¡Al diablo con Slack y sus insinuaciones!

En contestación a una pregunta del coronel Bantry, Josita estaba contando la historia de la desaparición de Rubi Keene.

—Sería una preocupación terrible para usted, querida —dijo la señora Bantry.

—Estaba más furiosa que preocupada —aseguró Josita—. Yo no sabía entonces que le había ocurrido nada, claro está.

—Y, sin embargo —dijo la señorita Marple—, fue usted a la policía. ¿No fue eso… y usted perdone… un poco prematuro?

Josita dijo con avidez:

—¡Ah, pero no fui! Lo hizo, tan pronto lo supo, el señor Jefferson…

Dijo la señora Bantry:

—¿Jefferson?

—Sí; es un inválido.

—¿No será Conway Jefferson? ¡Si le conozco muy bien! Es un viejo amigo nuestro. Arturo, escucha… Conway Jefferson. Se aloja en el Majestic y fue él quien lo notificó a la policía: ¿No es eso una coincidencia?

Josefina Turner dijo:

—El señor Jefferson estuvo aquí el verano pasado también.

—¡Hay que ver! Y nosotros sin saberlo. No le he visto desde hace la mar de tiempo. ¿Cómo… cómo se encuentra actualmente?

Josita reflexionó.

—A mí me parece maravilloso. De veras… Verdaderamente maravilloso. Teniendo en cuenta las circunstancias, quiero decir. Siempre está alegre… siempre tiene un chiste a flor de labios.

—¿Está la familia allí con él?

—¿El señor Gaskell, quiere decir? ¿Y la señora Jefferson joven? ¿Y Pedro? Oh, sí.

Algo cohibía a Josefina Turner, frenaba su atractiva franqueza habitual. Al hablar de los Jefferson, había algo no del todo natural en su voz.

La señora Bantry dijo:

—Los dos son muy agradables, ¿verdad? Los jóvenes, quiero decir.

Josita contestó algo indecisa:

—Oh, sí… sí que lo son. Yo… nosotros… sí; sí que lo son, en realidad.

5

—Y, ¿qué —exigió la señora Bantry mirando por la ventana hacia el coche del jefe de policía que se alejaba— quería decir con eso? «Lo son, en realidad». ¿Crees tú, Juana, que hay algo…?

La señorita Marple se abalanzó sobre las palabras con avidez.

—¡Oh, sí…! ¡Sí que lo creo! ¡Es completamente inconfundible! Cambió inmediatamente cuando se hizo mención de los Jefferson. Había parecido natural hasta aquel momento.

—Pero ¿qué crees tú que es, Juana?

—Mira, querida, tú los conoces. Lo único que yo presiento es que hay algo, como tú dices, de ellos que tiene alarmada a la joven esa. Y otra cosa. ¿No notaste que cuando le preguntaste si no experimentó ansiedad al ver que había desaparecido la muchacha, te contestó que estaba furiosa? Y parecía furiosa… ¡furiosa de verdad! Eso se me antoja interesante, ¿sabes? Me da en los huesos, quizá me equivoque, que ésta es su principal reacción ante la muerte de la muchacha. No le tenía el menor cariño, estoy segura. No le llora ni mucho menos. Pero sí que creo definitivamente que el pensar en esa muchacha, en Rubi Keene, la enfurece. Y aquí lo interesante es saber… ¿por qué?

—¡Ya lo averiguaremos! —aseguró la señora Bantry—. Iremos a Danemouth y nos alojaremos en el Majestic… Sí; tú también, Juana. Necesito un cambio de aires después de lo ocurrido aquí. Unos cuantos días en el Majestic… eso es lo que necesitamos, y conocerás a Conway Jefferson. Es encantador… encantador de verdad. Es la historia más triste que puedas imaginar. Tenía un hijo y una hija y al uno y al otro los quería entrañablemente. Los dos estaban casados, pero pasaban largas temporadas en casa de su padre. Su esposa era una mujer dulcísima también y él la adoraba. Volaban a casa desde Francia un año, y hubo un accidente. Se mataron todos: el piloto, la señora Jefferson, Rosamunda y Francisco. A Conway le quedaron las piernas tan mal heridas, que hubieron de amputárselas. Y ha sido maravilloso… ¡Su valor! ¡Su ánimo! Era un hombre muy activo y ahora es un inválido; pero jamás se queja. Su nuera vive con él… Era viuda cuando Francisco Jefferson se casó con ella y tenía un hijo del primer matrimonio. Pedro Carmody. Los dos viven con Conway. Marcos Gaskell, marido de Rosamunda, está allí también la mayor parte del tiempo. Fue una tragedia horrible.

—Y ahora —dijo la señorita Marple— hay aún otra tragedia…

Dijo la señora Bantry.

—Oh, sí…, sí…, pero no tiene nada que ver con los Jefferson.

—¿No…? Fue el señor Jefferson quien lo notificó a la policía.

—En efecto…, ¿sabes, Juana? Sí que es curioso todo eso…