Capítulo III

1

En su despacho de Much Benham, el coronel Melchett recibió y examinó los informes de sus subordinados.

—… conque todo parece bastante claro, jefe —estaba terminando de decir el inspector Slack—. La señora Bantry se sentó en la biblioteca después de cenar y se acostó poco antes de las diez. Apagó las luces al salir de la habitación y, al parecer, nadie entró allí después. La servidumbre se acostó a las diez y media, y Lorrimer, después de dejar la bandeja con las bebidas en el vestíbulo, se fue a la cama a las once menos cuarto. Nadie oyó nada anormal, salvo la doncella tercera, y ésta oyó demasiado. Gemidos, un grito espantoso, pasos siniestros y Dios sabe qué más. La doncella segunda, que comparte con ella una alcoba, dice que su compañera durmió toda la noche de un tirón, sin soltar un respingo siquiera. Son las que inventan cosas así las que nos dan tanto quehacer.

—¿Y la ventana forzada?

—Es trabajo de aficionado, según dice Simmons. Se hizo con formón corriente. No haría mucho ruido. Debiera haber un formón en la casa; pero nadie ha conseguido encontrarlo. Sin embargo, eso ocurre con mucha frecuencia cuando se trata de herramientas.

—¿Cree usted que se enteró alguno de la servidumbre?

De bastante mala gana el inspector replicó:

—No, señor. No creo que sepan nada. Todos parecían aturdidos y disgustados. Me inspiró desconfianza Lorrimer… Se mostró reticente, si comprende usted lo que quiero decir… pero no creo que haya nadie metido en el asunto.

Melchett movió afirmativamente la cabeza. Él no daba importancia a la reticencia de Lorrimer. El enérgico inspector Slack producía con frecuencia ese efecto en las personas a quienes interrogaba.

Se abrió la puerta y entró el doctor Haydock.

—Se me ocurrió asomarme aquí a darle una breve idea de la situación.

—Sí, sí, me alegro de verle. ¿Qué cuenta?

—No gran cosa. Lo que era de suponer. La muerte se produjo por estrangulación. El cinturón de seda de su propio vestido le fue echado al cuello y cruzado por detrás. Muy fácil y muy sencillo de hacer. No haría falta mucha fuerza… es decir, si pillaron a la chica por sorpresa. No hay señales de lucha.

—¿Y la hora de la muerte?

—Entre diez y doce de la noche.

—¿No puede precisar más?

Haydock sacudió negativamente la cabeza y sonrió.

—No quiero poner en peligro mi fama profesional. No más temprano de las diez, y no más tarde de las doce.

—¿Y hacia qué hora se inclina la imaginación de usted?

—Escuche. Había fuego en la chimenea. La habitación estaba caliente. Todo eso contribuía a retrasar el momento de quedarse rígido el cadáver.

—¿Puede usted decir alguna otra cosa de ella?

—Poco más. Era joven, diecisiete o dieciocho años en mi opinión. No había alcanzado la madurez en ciertos aspectos; pero tenía la musculatura bien desarrollada. Un cuerpo bastante sano. Y a propósito, era doncella.

Y saludando con una inclinación de cabeza, el médico salió del cuarto.

Melchett le dijo al inspector:

—¿Está usted seguro de que no se la ha visto jamás en Gossington antes?

—La servidumbre parece segura de ello. Hasta se indignó. Dicen que se hubieran acordado de ella, de haberla visto alguna vez por los alrededores.

—Supongo que sí. Una mujer de este tipo se distinguiría a una milla de aquí. Fíjese en la joven esa de Blake.

—¡Lástima que no haya sido ella! —dijo Slack—. Hubiéramos podido adelantar algo.

—Se me antoja que esa muchacha tiene que haber bajado de Londres —dijo el jefe de policía, pensativo—. No creo que encontremos indicio alguno en la localidad. Y, siendo así, supongo que haríamos bien en solicitar la ayuda de Scotland Yard. Es un caso para ellos, no para nosotros.

—Algo tiene que haberla traído aquí sin embargo —dijo Slack.

Y, agregó, tanteando:

—Yo creo que el coronel y la señora Bantry tienen que saber algo… Sé que son amigos suyos, jefe…

El coronel le dirigió una mirada fría. Dijo con dureza:

—Puede usted tener la seguridad de que estoy teniendo en cuenta todas las posibilidades. Todas las posibilidades… ¿Supongo que habrá usted repasado la lista de personas denunciadas como desaparecidas?

Slack movió afirmativamente la cabeza. Sacó una hoja de papel escrito a máquina.

—Las tengo aquí. La señora Saunders, cuya desaparición se denunció hace una semana; morena de ojos azules, treinta y seis años. No es ésa… y sea como fuere, todo el mundo sabe, menos su marido, que se ha largado con un viajante de Leeds. La señora Marnard… ésta tiene sesenta y cinco años. Pamela Reeves, dieciséis, desapareció de su casa anoche. Había ido a una reunión de Exploradoras. Cabellos castaño oscuro en trenza, cinco pies, cinco pulgadas de estatura…

Melchett dijo con irritación:

—Hágame el favor de no leer detalles idiotas, Slack. Ésta no era una colegiala. En mi opinión…

Le interrumpió el timbre del teléfono. Fue allá.

—¿Diga…? Sí…, sí… Jefatura de Policía de Much Benham… ¿Cómo? Un momento…

Escuchó y escribió rápidamente. Luego dijo:

—Rubi Keene, dieciocho años, bailarina profesional, cinco pies cuatro pulgadas, esbelta, rubia platino, ojos azules, nariz respingona, se cree que lleva traje de noche blanco diamante y zapatos sandalias plateados. ¿No es eso? ¿Cómo…? No; no cabe la menor duda, creo yo. Mandaré a Slack inmediatamente.

Colgó el auricular y miró a su subordinado con decreciente excitación.

—Creo que hemos dado con ello. Hablaba la policía de Glenshire (Glenshire era el condado vecino). Muchacha denunciada como desaparecida del Hotel Majestic, en Danemouth.

—Danemouth —dijo el inspector Slack—. Eso ya es otra cosa.

Danemouth era un balneario de moda, situado en la costa, no muy lejos de allí.

—Sólo está a cosa de dieciocho millas de aquí —dijo el jefe—. La muchacha bailaba o no sé qué en el Majestic. No compareció a presentar su número anoche y la gerencia echaba chispas. Cuando siguió sin comparecer esta mañana, otra de las muchachas se alarmó, o tal vez fuera otra persona. No parece muy claro. Más vale que marche usted a Danemouth inmediatamente, Slack. Preséntese al superintendente Harper y coopere con él.

2

Siempre era del gusto del inspector Slack la actividad. Salir a toda marcha en un automóvil, imponer silencio groseramente a las personas que ardían en deseos de contarle algo, cortar en seco conversaciones so pretexto de urgente necesidad… todo eso era la sal de la vida para Slack.

En un tiempo increíblemente corto, por consiguiente, había llegado a entrevistarse con un gerente del hotel, aturdido y aprensivo; y dejándole luego con el dudoso consuelo de «hay que asegurarse primero de que es, en efecto, la muchacha de que se trata antes de levantar polvo», se hallaba camino de Much Benham de nuevo, acompañado de la más próxima pariente de Rubi.

Había conferenciado ya brevemente con Much Benham por teléfono antes de salir de Danemouth; de suerte que el jefe de policía estaba preparado para su llegada, aunque tal vez no para la breve presentación que hizo.

—Ésta es Josita, jefe.

El coronel Melchett miró fríamente a su subordinado. Le hacía el efecto de que Slack había perdido el juicio.

La joven que acababa de saltar del coche acudió en su ayuda.

—Ése es mi nombre profesional —explicó, con fugaz destello de dientes fuertes, blancos y hermosos—. Mi compañero y yo usamos los nombres de Raimundo y Josita, respectivamente; y, claro está, todo el hotel me conoce con el nombre de Josita. Mi verdadero nombre es Josefina Turner.

El coronel Melchett se ajustó a la situación e invitó a la señorita Turner a que se sentara, echándole entretanto una rápida mirada profesional.

Era una joven bien parecida, más cerca de los treinta que de los veinte años quizá, y su belleza dependía más del hábil maquillaje que de las facciones en sí. Parecía competente, de buen genio y gran sentido común. No era del tipo que pudiera calificarse jamás de hechicero, no obstante lo cual tenía atractivos en abundancia. Estaba maquillada muy discretamente y llevaba un traje oscuro de chaqueta. Aunque parecía disgustada y llena de ansiedad, no creyó el coronel que experimentara gran dolor.

Al sentarse, dijo:

—Parece demasiado horrible para ser verdad. ¿Cree usted que se trata de Rubi, en efecto?

—Me temo que eso es precisamente lo que tenemos que pedirle a usted que nos diga, y temo que le resulte un poco desagradable.

La señorita Turner preguntó, aprensiva:

—¿Tiene…, tiene… un aspecto muy horrible?

—La verdad… temo que la emocione un poco.

Le ofreció su pitillera y ella aceptó un cigarrillo, agradecida.

—¿Quiere… quiere que la vea inmediatamente?

—Creo que sería lo mejor, señorita Turner. Como comprenderá, de nada sirve el hacerle a usted preguntas mientras no tengamos la seguridad. Más vale pasar el mal rato de una vez, ¿no le parece?

—Bueno.

Tomaron el coche hasta el depósito.

Cuando Josita salió tras una breve visita, parecía bastante mareada.

—Es Rubi, en efecto —dijo con voz trémula—. ¡Pobre chica! ¡Cielos, sí que me siento rara! ¿No habrá —miró a su alrededor con nostalgia— un poco de ginebra?

No había ginebra, pero sí coñac y, tras beber un trago, la señorita Turner recobró el aplomo. Dijo con franqueza:

—Le da a una un vuelco el corazón al ver una cosa así, ¿verdad? ¡Pobrecita Rubi! ¡Qué canallas son los hombres! ¿No le parece?

—¿Usted cree que fue un hombre?

Josita pareció desconcertarse un poco.

—¿No lo fue? Bueno, quiero decir… yo creí, naturalmente…

—¿Pensaba usted en algún hombre en particular?

Ella negó vigorosamente con la cabeza.

—No… yo no. No tengo la menor idea. Como es natural, Rubi no me lo hubiera dicho si…

—Si, ¿qué?

Josita vaciló.

—Pues… si…, si hubiese tenido relaciones con alguien.

Melchett le dirigió una mirada aguda. No dijo más hasta que estuvieron de vuelta en el despacho.

—Ahora, señorita Turner, deseo oír toda la información que pueda usted darme.

—Sí, naturalmente. ¿Por dónde quiere que empecemos?

—Quisiera conocer el nombre completo y las señas de la muchacha, el parentesco que la unía a usted con ella y todo lo que de ella sepa.

Josefina Turner movió afirmativamente la cabeza. Melchett vio confirmada su opinión de que la joven no experimentaba gran dolor. Estaba impresionada y angustiada; pero nada más. Habló sin dificultad:

—Se llamaba Rubi Keene… Ése era su nombre de guerra, claro está. El verdadero era Rosita Legge. Su madre era prima hermana de la mía. La he conocido toda la vida; pero no demasiado bien, si comprende lo que quiero decir… Tengo muchos primos, unos en el comercio, otros en el teatro… Rubi se estaba preparando para ser bailarina. Tuvo algunos contratos buenos el año pasado en pantomimas y todo eso. No con compañías de primera, pero sí con compañías buenas de provincias. Desde entonces ha estado contratada como una de las parejas de baile en el Palais de la Danse, en Bixwell, del Sur de Londres. Es un sitio decente y cuidaban mucho de la muchacha; pero no se gana gran cosa.

Hizo una pausa. El coronel Melchett movió afirmativamente la cabeza.

—Y ahora —prosiguió Josefina— entro yo. He dirigido el baile y el bridge en el Majestic de Danemouth durante tres años. Es una buena plaza, bien pagada y agradable de desempeñar. Se encarga una de la clientela en cuanto entra… La estudia una, claro está, y adivina sus aficiones. A algunos les gusta que los dejen en paz y otros se sienten muy solos y quieren divertirse. Intenta una reunir a la gente adecuada para organizar partidas de bridge y todo eso… y se encarga de que los jóvenes bailen. Se requiere algo de tacto y de experiencia.

Melchett volvió a asentir con un gesto. Opinaba que aquella muchacha sabría desempeñar muy bien su cargo. Tenía modales agradables y amistosos y era perspicaz sin llegar a ser intelectual de una manera absoluta.

—Aparte de eso —continuó Josita—, hago un par de bailes de exhibición todas las noches con Raimundo. Raimundo Starr… el jugador de tenis profesional, y bailarín profesional también. Bueno, pues da la casualidad de que este verano resbalé sobre una roca cuando me bañaba un día y me torcí un tobillo.

Melchett había observado ya que cojeaba levemente.

—Claro está, eso puso fin al baile para mí durante una temporada, lo que resultaba un poco engorroso. No quería que el hotel buscase a otra que ocupara mi lugar. Siempre existe el peligro —durante unos momentos los ojos azules aceraron su mirada; era la hembra luchando por la existencia—, de que le estropeen a una la combinación, como comprenderá. Conque me acordé de Rubi y propuse a la gerencia que se la hiciera ir a ella. Yo seguiría encargándome de recibir a la clientela, organizar las partidas de cartas y todo eso. Rubi se cuidaría del baile nada más. Quería conservarlo todo dentro de la familia, ¿comprende?

Melchett aseguró que comprendía.

—Bueno, pues se mostraron conformes; conque telegrafié a Rubi y ella bajó. Era una oportunidad para ella. De más categoría que todo lo que había hecho antes. Eso fue hace cosa de un mes.

El coronel dijo:

—Comprendo. Y, ¿fue un éxito?

—Oh, sí —repuso, como quien no da importancia a la cosa—; Rubi cayó bien. No bailaba tan bien como yo; pero Raimundo es listo y la sacaba adelante, y era bastante mona además… esbelta, rubia y con cara infantil. Exageraba un poco el maquillaje… Siempre la andaba yo regañando por eso. Pero ya sabe usted lo que son las muchachas. Sólo tenía dieciocho años y a esa edad siempre exageran las cosas un poco. No resulta eso en sitio de categoría como el Majestic. Siempre le hablaba de ello y procuraba conseguir que fuera un poco más discreta.

Melchett preguntó:

—¿Gustaba a la gente?

—Oh, sí. Aunque, francamente, Rubi no era muy brillante en su conversación. Era un poco sosa. Caía mejor entre los jóvenes.

—¿Tenía algún amigo en particular?

La mirada de la muchacha se encontró con la suya, comprendiendo perfectamente el alcance de la pregunta.

—No en el sentido que usted quiere decir. O por lo menos, no que supiera yo. Pero claro está, ella no me lo hubiese dicho.

Durante un instante Melchett se preguntó por qué Josita no daba la impresión de ser una ordenancista. Pero se limitó a decir:

—Tenga la bondad de describirme cuándo vio usted a su prima por última vez.

—Anoche. Ella y Raimundo daban dos bailes de exhibición: uno a las diez y media y el otro a medianoche. Dieron el primero. Después de eso, vi que Rubi bailaba con uno de los jóvenes alojados en el hotel. Yo estaba jugando al bridge con unos señores en el salón. Hay una mampara de cristal entre el salón y la sala de baile. Ésa fue la última vez que la vi. Un poco después de medianoche, Raimundo se acercó agitado, preguntó por Rubi, dijo que no se había presentado y que era hora de empezar. ¡Lo que yo me enfadé! Esas cosas son las que irritan a la gerencia y son causa de que las muchachas sean despedidas. Subí con él al cuarto de ella, pero Rubi no estaba allí. Noté que se había mudado. El vestido que había llevado para bailar, una prenda rosa, que parecía de espuma, estaba tirado sobre una silla. Generalmente conservaba el mismo vestido puesto, a menos que fuera la noche del baile especial… es decir, los miércoles.

»No tenía la menor idea de dónde podía haberse metido. Hicimos que la orquesta tocara un fox-trot más; pero Rubi seguía sin aparecer. Conque le dije a Raimundo que bailaría yo con él. Escogimos un baile que no me castigara demasiado el tobillo y lo acortamos. No obstante lo cual, fue un poco fuerte para mí. Tengo el tobillo hinchado esta mañana. Y Rubi seguía sin aparecer cuando terminamos. Estuvimos en vela, esperándola, hasta las dos de la madrugada. Yo estaba furiosa con ella.

Su voz vibró levemente. Melchett notó el dejo de auténtica ira. Durante un momento se extrañó. La reacción era un poco más intensa de lo que justificaban los hechos. Tenía el presentimiento de que se había callado aposta. Dijo:

—Y esta mañana, cuando vio que Rubi no había vuelto y que su cama estaba sin deshacer, ¿fue usted a la policía?

Sabía por el breve mensaje telefónico de Slack desde Danemouth que Josita no había hecho tal cosa. Pero quería saber lo que diría ella.

Josita no vaciló. Dijo:

—No, señor. Yo no.

—¿Por qué no, señorita Turner?

Los ojos de Josita le miraron con franqueza. Contestó:

—Usted no lo hubiera hecho… en mi lugar.

—¿Cree que no?

—Tengo que pensar en mi empleo. Una de las cosas que ningún hotel desea es el escándalo…, sobre todo si es uno en que tenga que intervenir la policía. No creí que le hubiese sucedido nada a Rubi. ¡Ni un instante! Creí que habría hecho la tontería de largarse con algún joven. Suponía que acabaría volviendo… Y ¡tenía la intención de ponerla verde cuando lo hiciese! Las muchachas de dieciocho años son todas tan tontas…

Melchett fingió consultar sus notas.

—Ah, sí. Veo que fue un tal señor Jefferson el que avisó a la policía. ¿Es uno de los alojados en el hotel?

Josefina Turner contestó lacónicamente:

—Sí.

El coronel preguntó:

—¿Qué le impulsó al señor Jefferson a hacer eso?

Josita se estaba acariciando un puño de la chaqueta. Parecía estarse reprimiendo. El coronel volvió a experimentar la sensación de que le ocultaba algo. Dijo ella, con bastante hosquedad:

—Es un inválido. Se… se excita con facilidad… Porque es inválido, quiero decir.

Melchett no insistió. Preguntó:

—¿Quién era el joven con el que vio usted bailar a su prima?

—Se llama Barlett. Ha estado allí unos diez días.

—¿Eran muy amigos?

—No gran cosa, creo yo. No que yo supiera, por lo menos.

De nuevo sonó la singular nota de ira en su voz.

—¿Qué dice él?

—Dice que después del baile Rubi subió a darse polvos en la nariz.

—¿Fue entonces cuando se cambió de vestido?

—Supongo que sí.

—Y, ¿eso es lo último que sabe de ella? ¿Después de eso Rubi…?

—Desapareció —dijo Josita—. Sí, señor.

—¿Conocía la señorita Keene a alguien en Saint Mary Mead? ¿O en estos alrededores?

—No lo sé. Quizá sí. Van muchos jóvenes a Danemouth y al Majestic procedentes de estos alrededores. Yo no tengo manera de saber dónde viven a menos que lo digan ellos.

—¿Ha oído usted mencionar el nombre de Gossington a su prima alguna vez?

—¿Gossington? —murmuró Josita, evidentemente perpleja.

—Gossington Hall.

Ella negó con la cabeza.

—En mi vida he oído ese nombre.

El tono en que lo dijo convencía. Y expresaba curiosidad también.

—Gossington Hall —explicó el coronel— es el lugar en que fue hallado el cadáver.

—¿Gossington Hall? —exclamó ella, mirándole con los ojos muy abiertos—. ¡Qué raro!

Melchett pensó para sí: «Extraordinario es el suceso, en efecto». Y en voz alta:

—¿Conoce usted a un coronel o una señora con el nombre de Bantry?

Josita volvió a negar con la cabeza.

—¿Y a un tal Basilio Blake?

La muchacha frunció el entrecejo.

—Me parece haber oído ese nombre. Sí; estoy segura de que lo he oído… pero no recuerdo nada de ese Basilio Blake.

El diligente inspector Slack le pasó a su superior una hoja arrancada de su libro de notas. En ella iba escrito con lápiz:

El coronel Bantry cenó en el Majestic la semana pasada.

Melchett alzó la cabeza y su mirada se encontró con la del inspector. El jefe de policía se puso colorado. Slack era un hombre trabajador y celoso cumplidor de su deber y a Melchett le resultaba enormemente antipático. Pero no podía hacer caso omiso del reto. El inspector le estaba acusando tácitamente de favorecer a los de su propia clase social, de escudar a un antiguo compañero de Universidad.

Se volvió hacia Josita.

—Señorita Turner, yo quisiera que me acompañara usted a Gossington Hall, si no tiene inconveniente alguno.

Frío, retador, casi sin hacer caso de un murmullo de asentimiento de Josita, Melchett clavó su mirada en la de Slack.