La señora Bantry estaba soñando. Sus guisantes de olor acababan de recibir el primer premio en los Juegos Florales. El vicario, con casaca y sobrepelliz, estaba repartiendo los premios en la iglesia. Pasó su esposa en traje de baño; pero según es bendita costumbre en sueños, este hecho no provocó muestra alguna de desaprobación por parte de los feligreses, como hubiera sucedido, a no dudar, de haber ocurrido semejante cosa en la vida normal.
El sueño era manantial de perpetuo deleite para la señora Bantry. Solían hacerla disfrutar siempre los sueños matinales, a los que la llegada de la taza de té de ritual ponía fin. Subconsciente, se daba cuenta de que habían empezado a oírse los primeros ruidos mañaneros de la casa. El tintineo de las anillas al descorrer las cortinas la doncella; el sonido de la escoba y el cogedor de la segunda doncella en el pasillo. En la distancia, chirrió el grueso cerrojo de la puerta de la calle al ser descorrido.
Empezaba otro día. Entretanto, era preciso que extrajera el mayor deleite posible de los Juegos Florales, porque ya se iba haciendo aparente que se trataba de un simple juego.
Llegaba de abajo el ruido producido por las grandes persianas de madera de la sala al ser abierta. Lo oía y, sin embargo, no lo oía. Durante media hora más continuarían percibiéndose los ruidos de la casa —discretos, amortiguados—. Eran tan conocidos que ya no turbaban. Culminarían en el rumor de pasos rápidos pero comedidos por el corredor, el roce de un vestido estampado, el tintineo de la taza y el plato al ser depositada la bandeja del desayuno sobre la mesa, fuera; luego el suave golpe en la puerta y la entrada de María para descorrer las cortinas.
La señora Bantry frunció el entrecejo, dormida. Un ruido fuera de lugar. Pasos por el pasillo, pasos que iban demasiado aprisa y acudían demasiado temprano. Aguzó el oído, intentando captar, subconscientemente, el tintineo de porcelana.
Llamaron a la puerta. Automáticamente, desde las profundidades de su sueño, la señora Bantry ordenó: «¡Adelante!» La puerta se abrió; ahora se oirían resbalar las anillas al ser descorridas las cortinas.
Pero las anillas no resbalaron. De la verdosa penumbra surgió la voz de María, fatigada, histérica:
—¡Oh, señora, señora! ¡Hay un cadáver en la biblioteca!
Luego, estallando en histéricos sollozos, salió corriendo de la alcoba.
La señora Bantry se incorporó en la cama.
O su sueño había tirado por derroteros inesperados, o… o María había entrado, en efecto, en el cuarto y dicho, ¡increíble!, ¡fantástico!, que había un cadáver en la biblioteca.
—Imposible —se dijo la señora Bantry—. Lo debo de haber soñado.
Pero aún estaba diciendo estas palabras cuando adquirió el reciente convencimiento de que no había soñado; de que María, su María, tan superior, siempre tan dueña de sí misma, había pronunciado verdaderamente aquellas fantásticas palabras.
La señora Bantry reflexionó un momento y luego dio un conyugal codazo a su durmiente esposo.
—Arturo, Arturo, despierta.
El coronel Bantry gruñó, murmuró y dio la vuelta para el otro lado.
—Despierta, Arturo. ¿Has oído lo que ha dicho?
—Es probable —dijo con voz borrosa el coronel—. Estoy completamente de acuerdo contigo, Dorotea.
Y volvió a quedar dormido. La señora Bantry le sacudió.
—Tienes que escucharme. María ha entrado a decir que hay un cadáver en la biblioteca.
—¿Eh? ¿Cómo?
—Un cadáver en la biblioteca.
—¿Quién lo ha dicho?
—María.
El coronel Bantry hizo un esfuerzo por concentrar sus dispersas facultades y procedió a hacer frente a la situación. Dijo:
—No digas tonterías. Has estado soñando.
—No. También yo lo creí al principio. Pero no, es verdad. Entró, en efecto, y lo dijo.
—¿Que entró María y dijo que había un cadáver en la biblioteca?
—Sí.
—Pero no es posible.
—No… no, supongo que no —dijo la señora Bantry, dudando.
Reanimándose, prosiguió:
—Pero, entonces, ¿por qué dijo María que lo había? ¿Por qué?
—No puede haberlo dicho.
—Lo dijo.
—Lo habrás imaginado.
—No me lo imaginé.
El coronel Bantry estaba ya completamente despierto y preparado para resolver la situación.
—Has estado soñando, Dorotea; eso es lo que te pasa. Es esa novela policíaca que has estado leyendo: La pista de la cerilla perdida. ¿Recuerdas? Lord Edgbaston encuentra a una hermosa reina muerta sobre la alfombra de la biblioteca. Siempre se encuentran los cadáveres en la biblioteca en las novelas. Jamás he conocido un caso en la vida real.
—Tal vez conozcas uno ahora. Sea como fuere, Arturo, tienes que levantarte a ver.
—Pero, en serio, Dorotea, tiene que haber sido un sueño. Los sueños se recuerdan frecuentemente con vividez al despertarse. Se siente uno seguro de que son verdad.
—Estaba soñando algo completamente distinto… algo de los Juegos Florales, y la mujer del vicario en traje de baño.
Con un arranque de energía, la señora Bantry saltó de la cama y descorrió las cortinas. La luz de un hermoso día de otoño inundó el cuarto.
—No lo sé —dijo la señora Bantry con firmeza—. Levántate inmediatamente, Arturo, baja la escalera y resuélvelo.
—¿Quieres que baje la escalera y pregunte si hay un cadáver en la biblioteca? Voy a hacer el más espantoso de los ridículos.
—No es preciso que preguntes nada. Si hay un cadáver… Y, claro está, existe la posibilidad de que María se haya vuelto loca y vea cosas que no existen… Bueno, ya te lo dirá alguien bien aprisa. Tú no tendrás que decir una palabra.
Gruñendo, el coronel Bantry se envolvió en su batín y salió del cuarto. Recorrió el pasillo y bajó la escalera. Al pie de ésta había un corrillo de criados, algunos de ellos sollozando. El mayordomo se adelantó, diciendo:
—Me alegro de que haya usted bajado, señor. He dado órdenes de que no se hiciera nada hasta que llegara. ¿Debo telefonear a la policía, señor?
—¿Telefonear a la policía? ¿Para qué?
El mayordomo dirigió una mirada de reproche, por encima del hombro, a la joven alta que lloraba histéricamente, apoyada en el robusto hombro de la cocinera…
—Tenía entendido, señor, que María le había informado ya. Dijo que lo había hecho.
María exclamó:
—Estaba tan aturdida que no sé lo que dije. Lo recordé todo de pronto otra vez, y se me doblaron las piernas y se me revolvió el estómago. Encontrarlo así… ¡oh!, ¡oh!, ¡oh!
Volvió a apoyarse en la señora Ecles, que dijo:
—Vamos, vamos, querida…
—María está un poco trastornada, señor; cosa muy natural, puesto que fue ella quien hizo el descubrimiento —explicó el mayordomo—. Entró en la biblioteca como de costumbre a descorrer las cortinas y… y casi tropezó con el cadáver.
—¿Pretende usted decirme —exigió el coronel Bantry— que hay un cadáver en mi biblioteca… mi biblioteca?
El mayordomo tosió.
—¿Tal vez, señor —dijo—, preferiría comprobarlo usted mismo?
—Diga… diga… diga… Comisaría al habla. Sí; ¿quién llama?
El guardia Palk se estaba abrochando la guerrera con una mano mientras sujetaba el auricular con la otra.
—Sí, sí, Gossington Hall. ¿Diga…? Oh, buenos días, señor.
El tono del guardia Palk sufrió una leve modificación. Dejó de ser tan impacientemente oficial al reconocer al generoso contribuyente a los deportes policíacos y principal magistrado del distrito.
—Diga, señor. ¿En qué puedo servirle, señor…? Perdone, señor, no le he oído bien… ¿un cadáver dice usted…? ¿Sí…? Si me hace el favor, si, señor… Eso es, sí, señor… ¿Una joven que le es desconocida dice…? Bien, señor. Sí; puede dejarlo todo de mi cuenta.
El guardia Palk colgó el auricular, emitió un prolongado silbido de sorpresa y se puso a marcar el número de su superior jerárquico.
La señora Palk asomó la cabeza por la puerta de la cocina, de la cual salía un apetitoso olor a tocino frito.
—¿Qué pasa?
—La cosa más rara que habrás oído en tu vida —replicó su marido—. Se ha encontrado el cadáver de una joven en el Hall. En la biblioteca del coronel.
—¿Asesinada?
—Estrangulada, según él.
—¿Quién era?
—El coronel dice que le es completamente desconocida.
—Entonces, ¿qué estaba haciendo esa joven en la biblioteca de su casa?
El guardia Palk le impuso silencio con una mirada de reproche y habló, con tono oficial, por teléfono.
—¿El inspector Slack? Guardia Palk al aparato. Acaba de llegar el informe de que el cadáver de una joven fue descubierto esta mañana, a las siete y quince en…
El teléfono sonó cuando la señorita Marple se estaba vistiendo. El sonido la turbó un poco. No era aquélla una hora en que acostumbrara sonar el teléfono. Tan bien ordenada estaba su vida de solterona, que las llamadas telefónicas imprevistas eran, para ella, manantial de vívidas conjeturas.
—¡Dios mío! —murmuró la señorita Marple, contemplando perpleja el aparato—. ¿Quién podrá ser?
En el pueblo, la hora oficial para hacer llamadas entre vecinos era de nueve a nueve y media. A esa hora solían concertarse los planes para el día y cursarse las invitaciones. Se le había ocurrido al carnicero telefonear unos segundos antes de las nueve por haber surgido una crisis en el comercio de la carne. Durante el día podían darse llamadas espasmódicas a intervalos, aun cuando se consideraba falta de modales telefonear después de las nueve y media de la noche. Cierto era que el sobrino de la señorita Marple, un escritor y, por consiguiente, dado a las irregularidades, había telefoneado en ocasiones a las horas más singulares, llegando incluso a hacerlo una vez diez minutos antes de la medianoche. Pero fueran cuales fueran las excentricidades de Raimundo West, el madrugar no figuraba entre ellas. Ni él ni ninguna de las personas conocidas de la señorita Marple era fácil que llamaran antes de las ocho de la mañana. Eran las ocho menos cuarto.
Demasiado temprano hasta para un telegrama, puesto que la Estafeta no abría hasta las ocho.
—Deben de haberse equivocado de número —decidió la señorita Marple.
Habiendo llegado a tal decisión, se acercó al impaciente instrumento y acalló su clamor descolgando el auricular.
—Diga —inquirió.
—¿Eres tú, Juana?
La señorita Marple quedó sorprendida.
—Sí, soy Juana. Has madrugado mucho, Dorotea.
La voz de la señora Bantry sonó agitada y casi sin aliento por el aparato.
—Ha ocurrido la cosa más terrible.
—¡Oh, querida…!
—Acabamos de encontrar un cadáver en la biblioteca.
Durante un instante la señorita Marple creyó que su amiga se había vuelto loca.
—Que habéis encontrado ¿qué?
—Ya sé. Uno no puede creerlo, ¿verdad? Quiero decir… Yo creía que esas cosas sólo pasaban en las novelas. Tuve que discutir con Arturo horas enteras esta mañana antes de que se decidiera a bajar a ver.
La señorita Marple intentó serenarse. Preguntó, casi sin aliento:
—Pero ¿de quién es el cadáver?
—De una rubia.
—Una ¿qué?
—Una rubia. Una hermosísima rubia… como en los libros también. Ninguno de nosotros la ha visto antes de ahora. Está ahí tendida, en la biblioteca, muerta. Por eso tienes que venir tú inmediatamente.
—¿Quieres que vaya yo?
—Sí; mando el coche inmediatamente.
La señorita Marple dijo dudando:
—Claro, querida, si tú crees que puedo servirte de consuelo…
—Oh, no necesito tus consuelos. Pero ¡eres tan hábil con los cadáveres…!
—Oh, no. Mis pequeños éxitos han sido teóricos más bien.
—Pero tienes mucha habilidad para desentrañar asesinatos. Ha sido asesinada, ¿comprendes?, estrangulada. Lo que yo digo es que si ha de aguantar una que se cometa un asesinato en su propia casa, lo menos que una puede hacer es sacarle todo el partido posible, si comprendes lo que quiero decir… Por eso quiero que vengas a ayudarme a descubrir quién es el culpable y a desentrañar el misterio de todo eso. Es la mar de emocionante, ¿verdad?
—Bueno, querida; si yo puedo ayudarte, claro que iré.
—¡Magnífico! Arturo se está mostrando un poco insoportable. Parece creer que no debo divertirme con el asunto. Ya sé que es una cosa muy triste y todo eso, claro; pero, después de todo, yo no conozco a la muchacha… y, cuando la hayas visto, comprenderás lo que quiero decir cuando aseguro que no parece de verdad ni mucho menos.
La señorita Marple se apeó del coche de los Bantry, cuya portezuela le abrió el conductor.
El coronel Bantry salió a los escalones de su casa y pareció sorprendido.
—¿La señorita Marple…? Ah… Encantado de verla.
—Su esposa me telefoneó —explicó la señorita Marple.
—Excelente, excelente. Necesita alguien a su lado. De lo contrario sufrirá un desquiciamiento nervioso. Hace buena cara al mal tiempo; pero ya sabe usted lo que ocurre…
En aquel instante apareció la señora Bantry y exclamó:
—Haz el favor de volver al comedor y desayunar, Arturo. Se enfriará el jamón.
—Creí que era el inspector el que llegaba —explicó el coronel.
—No tardará en llegar. Por eso es importante que desayunes primero. Lo necesitas.
—Y tú también. Más vale que vengas a comer algo, Dorotea.
—Iré en seguida. Ve tú ahora, Arturo.
Al coronel Bantry le ahuyentaron hacia el comedor como a una gallina recalcitrante.
—¡Ahora! —dijo la señora Bantry con entonación triunfal—. Vamos.
Condujo a su amiga rápidamente por el comedor hacia el lado oriental de la casa. A la puerta de la biblioteca se hallaba el guardia Palk, de centinela. Interceptó a la señora Bantry con cierto aire de autoridad.
—Temo que nadie pueda entrar aquí, señora. Orden del inspector.
—No diga tonterías, Palk. Conoce a la señorita Marple divinamente.
El guardia reconoció que la conocía.
—Es muy importante que vea ella el cadáver —dijo la señora Bantry—. No sea estúpido, Palk. Después de todo es mía la biblioteca, ¿sabe?
El guardia Palk cedió. La costumbre suya de ceder ante el «señorío» databa de toda su vida. El inspector, se dijo, no tenía por qué saber una palabra.
—No debe tocarse cosa alguna ni moverla de su sitio —les advirtió a las señoras.
—Claro que no —dijo la señora Bantry con impaciencia—. Eso lo sabemos. Puede entrar y vigilar si quiere.
El guardia aprovechó la autorización. De todas formas había tenido la intención de hacerlo.
La señora Bantry cruzó triunfalmente la biblioteca con su amiga hasta la anticuada chimenea. Dijo con dramático sentido de culminación:
—¡Ahí tienes!
La señorita Marple comprendió entonces lo que había querido decir su amiga al asegurar que la muerta no era de verdad. La biblioteca era una habitación típica de los propietarios de la casa: grande, raída y desordenada. Tenía sus grandes sillones de hundido asiento, y pipas, y libros, y documentos sobre la gran mesa. De las paredes colgaban dos o tres buenos retratos de familia, unas cuantas acuarelas ochocentistas malas y algunas escenas de caza que querían ser cómicas. Había un jarrón de margaritas en un rincón. Todo el cuarto era oscuro, meloso, casero. Proclamaba intensa y frecuente ocupación, uso familiar y eslabones con la tradición.
Y sobre la vieja piel de oso tendida ante la chimenea yacía algo nuevo, crudo, espeluznante y melodramático.
La flamante figura de una muchacha. Una muchacha de cabello anormalmente rubio, peinado hacia atrás en complicados bucles y anillos. El delgado cuerpo estaba enfundado en un vestido de noche sin espalda, de raso blanco, con lentejuelas. El rostro estaba muy maquillado, destacándose los polvos en el azulado e hinchado cutis; el «rimel» de las pestañas teñía las descompuestas mejillas; y el carmín daba a los labios un aspecto de sangrante herida. Llevaba las uñas de las manos esmaltadas de un color rojo sangre intenso, y también las de los pies, calzados con sandalias baratas plateadas. Era una figura chillona, vulgar, incongruente a más no poder en la sólida comodidad del viejo estilo de la biblioteca del coronel Bantry.
La señora Bantry dijo en voz baja:
—¿Te das cuenta de lo que quiero decir? ¡No es de verdad!
La anciana a su lado movió la cabeza en señal de asentimiento. Miró larga y pensativamente a la muerta que yacía en la biblioteca.
—Es muy joven —dijo por fin en voz dulce.
—Sí…, sí…, supongo que sí. —La señora Bantry parecía algo sorprendida, como si acabara de hacer un descubrimiento.
La señorita Marple se inclinó. No tocó a la muchacha. Observó los dedos, que se asían con fuerza a la parte delantera del vestido como si se hubiese llevado la mano allí durante sus últimos momentos de lucha por respirar.
Se oyó el ruido de un automóvil que se detenía fuera, sobre la arena. El guardia Palk indicó con urgencia:
—Será el inspector…
Confirmando su innata creencia de que el «señorío» nunca le deja a uno en mal lugar, la señora Bantry se dirigió inmediatamente a la puerta. La señorita Marple la siguió. Dijo la primera:
—No se preocupe, Palk.
El guardia experimentó un gran alivio.
Empujando garganta abajo precipitadamente los últimos fragmentos de tostada y mermelada con ayuda de una taza de café, el coronel Bantry salió apresuradamente al vestíbulo y vio, con alivio, al coronel Melchett, jefe de policía del condado, que se apeaba de un automóvil acompañado del inspector Slack. Melchett era amigo del coronel. Nunca le había sido muy simpático Slack, hombre enérgico que desmentía su propio apellido[1] y que añadía a su dinamismo una falta de consideración enorme para los sentimientos de cualquier persona a la que él no consideraba importante.
—Buenos días, Bantry —dijo el jefe de policía—. Pensé que sería mejor que viniera yo mismo. Parece un asunto extraordinario.
—Es… es… —El coronel Bantry hizo un esfuerzo por expresarse—. ¡Es increíble…! ¡Fantástico!
—¿No tiene idea de quién es la mujer?
—Ni la menor idea. En mi vida la había visto.
—¿Sabe algo el mayordomo? —inquirió el inspector Slack.
—Lorrimer ha quedado tan desconcertado como yo.
—¡Ah! —murmuró el inspector—. Si será eso verdad…
El coronel Bantry explicó:
—Hay desayuno en el comedor, Melchett, si quieres tomar algo.
—No, no… más vale que nos apliquemos a nuestro trabajo. Maydock llegará de un momento a otro… yo… Ah, aquí está.
Llegó otro automóvil del que se apeó un hombre corpulento, de anchos hombros; el doctor Haydock, que también era forense. De un segundo coche policíaco habíanse apeado dos agentes vestidos de paisano, uno de ellos con una máquina fotográfica.
—Todos listos, ¿eh? —dijo el jefe de policía—. Bien. Entraremos. En la biblioteca, según me ha dicho Slack.
El coronel Bantry gimió:
—¡Es increíble! ¿Sabes? Cuando mi mujer se empeñó esta mañana en que había entrado la doncella y me anunció que había un cadáver en la biblioteca, no quise creerlo.
—No, no… Eso lo comprendo perfectamente. Espero que esto no habrá turbado demasiado a tu esposa.
—Se ha portado maravillosamente… maravillosamente de verdad. Tiene a la anciana señorita Marple con ella… la del pueblo. ¿Sabes?
—¿La señorita Marple? —El jefe se tornó rígido—. ¿Por qué la mandó llamar?
—¡Oh, una mujer necesita a otra mujer! ¿No te parece?
El coronel Melchett dijo con una leve sonrisa:
—Si quieres que te dé mi opinión, tu esposa va a probar suerte como detective. La señorita Marple es la policía de la localidad. Nos dejó tamañitos en cierta ocasión, ¿verdad, Slack?
El inspector repuso:
—Eso fue distinto.
—¿Distinto a qué?
—Aquél fue un caso local. La anciana sabe todo lo que pasa en el pueblo, eso es cierto. Pero aquí se encontrará fuera de su ambiente.
Melchett dijo secamente:
—Usted mismo no sabe aún gran cosa del asunto, Slack.
—Ah, pero aguarde y verá. No necesitaré mucho tiempo para hincarle el diente.
En el comedor, la señora Bantry y la señorita Marple estaban desayunando.
Después de servir a su invitada, la señora Bantry insinuó con urgencia:
—¿Bien, Juana?
La señorita Marple alzó la cabeza y la miró, algo aturdida.
La señora Bantry inquirió, esperanzada:
—¿No te recuerda nada?
Porque la señorita Marple había alcanzado fama gracias a su habilidad en relacionar sucesos triviales del pueblo con problemas más serios, de forma que los primeros derramaban luz sobre los últimos.
—No —respondió la interpelada, pensativa—. No puedo decir que me recuerde nada… no de momento. Me acordé un poco de la hija más joven de la señora Chetty… ya la conoces, me refiero a Eduardina… pero creo que eso fue porque esta pobre chica se mordía las uñas, y porque le sobresalían un poco los dientes delanteros. Nada más que por eso. Y claro está —prosiguió la señorita Marple, llevando adelante el paralelo—, a Eduardina le gustaba también lo que yo llamo lujo barato.
—¿Te refieres a su vestido? —inquirió la señora Bantry.
—Si; un raso muy chillón… de baja calidad.
—Ya lo sé. De una de esas tiendecitas donde todo vale una guinea.
Prosiguió con cierta esperanza:
—Vamos a ver…, ¿qué fue de la Eduardina de la señora Chetty?
—Acaba de ir a su segundo empleo… y le va muy bien, según tengo entendido.
La señora Bantry se sintió algo chasqueada. El paralelo del pueblo no parecía ofrecer grandes esperanzas.
—Lo que no comprendo —dijo— es lo que puede haber estado haciendo en el estudio de Arturo. Ha sido forzada la ventana, me dice Palk. Puede haber venido aquí con un ladrón y luego haber regañado con él. Pero eso parece una tontería, ¿verdad?
—No iba vestida como para cometer un robo —advirtió, pensativa, la anciana.
—No; iba vestida para bailar… o para asistir a alguna fiesta o reunión. Pero no hay nada de eso por aquí… ni en los alrededores.
—No… —contestó la señorita Marple, dudando.
La señora Bantry atacó.
—Tú me ocultas algo, Juana.
—La verdad, me estaba preguntando…
—¿Qué?
—Basilio Blake.
La señora Bantry exclamó, impulsiva:
—¡Oh, no!
Y agregó, como explicación:
—Conozco a su madre.
Las dos se miraron.
La señorita Marple suspiró y sacudió la cabeza.
—Comprendo perfectamente tus sentimientos —exclamó.
—Selina Blake es la mujer más agradable que se puede una imaginar. Sus arriates son sencillamente maravillosos… me matan de envidia. Y es generosa con los brotes. Me regala todos los que quiero para volverlos a plantar.
La señorita Marple, pasando por alto todas estas virtudes de la señora Blake, dijo:
—No obstante, se ha hablado mucho, ¿sabes?
—Oh, lo sé…, lo sé. Y, claro está, Arturo se pone lívido cuando oye mencionar el nombre de Basilio Blake. La verdad es que fue muy grosero con Arturo, y, desde entonces, Arturo no quiere escuchar ni una sola palabra buena de él. Tiene esa forma de mirar estúpida y desdeñosa de los muchachos de hoy en día… se burla de la gente que defiende a su antiguo colegio, o a la patria, o cualquier cosa así. Y luego, claro, ¡la ropa que usa!
—La gente dice —continuó la señora Bantry— que no importa lo que uno lleve en el campo. En mi vida oí majadería mayor. Es precisamente en el campo donde todo el mundo se fija.
Hizo una pausa y agregó, entre nostálgica y ansiosa:
—Era un bebé adorable en el baño.
—El periódico publicó el domingo pasado una fotografía preciosa del asesino de Cheviot cuando era niño —dijo la señorita Marple.
—Oh, Juana, no creerás que él…
—Oh, no, querida. No quise decir eso ni muchísimo menos. Eso sí que sería emitir juicios temerarios. Me limitaba a intentar justificar la presencia de la muchacha aquí. Saint Mary Mead es un sitio tan inverosímil… Y Basilio Blake. Él sí que da fiestas y reuniones. Viene gente de Londres y de los Estudios… ¿Te acuerdas del pasado julio? Gritos y cantos… el ruido más terrible. Todos estaban medio borrachos, luego. Y a la mañana siguiente, la suciedad y la cristalería rota eran verdaderamente increíbles… o así me lo contó la señora Berry por lo menos… Y ¡había una joven dormida en el baño, desnuda…!
La señora Bantry dijo con indulgencia:
—Supongo que serían actores y actrices de cine.
—Es muy probable. Y luego… supongo que lo oirías decir… durante varios fines de semana últimamente ha traído aquí consigo a una joven… una rubia platino.
La señora Bantry exclamó:
—¿No creerás que es ésta?
—La verdad… eso me preguntaba yo. Claro está, nunca la he visto de cerca… sólo subiendo y bajando del coche… y una vez en el jardín de la casa cuando estaba tomando baños de sol sin más ropa que un pantalón corto y un sostén. Jamás vi su cara en realidad. Y todas estas muchachas, con el maquillaje, y el cabello teñido, y las uñas esmaltadas, se parecen tanto unas a otras…
—Sí, sin embargo, pudiera ser. Es una idea, Juana.