Sarajevo
El pequeño y estrafalario melodrama que se desarrolló en Bosnia el 28 de junio de 1914 tuvo un efecto sobre la historia del mundo similar al que podría tener una avispa al picar a un enfermo crónico que, de resultas de ello, enloqueciese y, abandonando el lecho, consagrase sus últimos días a destruir el avispero. El asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria-Hungría no procuró la auténtica «causa» de la primera guerra mundial; más bien se lo utilizó para justificar la liberación de unas fuerzas que ya estaban en juego. Que un terrorista adolescente matase al único hombre de entre todos los líderes del imperio de los Habsburgo que, probablemente, habría recurrido a su influencia para intentar impedir un cataclismo, no es sino una ironía de la historia, sin mayor trascendencia. Pero los sucesos de aquel tórrido día en Sarajevo ejercen una fascinación sobre la posteridad que se debe permitir a cualquier cronista de 1914.
Francisco Fernando no gozaba de especial estima por parte de nadie, exceptuando a su mujer. Era un hombre corpulento, de cincuenta años, uno de los setenta archiduques del imperio, que acabó convertido en heredero después de que su primo Rodolfo matase de un tiro a su amante y él mismo se suicidara en Mayerling, en 1889. Al emperador Francisco José le molestaba su sobrino; otros lo consideraban un tirano arrogante y dogmático. La pasión dominante de Francisco Fernando era la caza: acabó con la vida de unas 250 000 criaturas salvajes, antes de terminar sus días en el pequeño y raído morral de Gavrilo Princip.
En 1900, el archiduque entregó su afecto a una aristócrata bohemia: Sofía Chotek. Esta era inteligente y resuelta; en una ocasión, durante unas maniobras del ejército, reprendió a los oficiales al mando por la imprecisión con que marchaban sus hombres. Pero la ausencia de sangre real la convertía, a ojos de la corte imperial, en una figura inelegible como emperatriz. El monarca, que consintió el matrimonio a regañadientes, insistió en que tenía que ser morganático. Con ello, la pareja quedaba en una situación socialmente intolerable a ojos de la mayoría de la altanera aristocracia austríaca. Aunque Francisco Fernando y Sofía eran perfectamente felices juntos, sus vidas se veían ensombrecidas por las mezquinas humillaciones que se le dirigían a ella, como apéndice regio y pseudorregio. Francisco Fernando bautizó su paseo favorito del castillo bohemio de Konopiště con el nombre de Oberer Kreuzweg («Estaciones Superiores de la Cruz»). En las funciones de la corte, seguía al emperador en precedencia, pero sin su esposa; por ello, él sentía una animadversión cada vez más intensa hacia quien orquestaba aquellos insultos, el príncipe y chambelán Alfredo, príncipe de Montenuovo.
La condición de Francisco Fernando como heredero forzoso, sin embargo, conllevaba que él y su esposa fueran los encargados de recibir a los generales, políticos y grandes nobles extranjeros. El 13 de junio de 1914, el káiser alemán los visitó en Konopiště, acompañado del gran almirante Alfred von Tirpitz, un criador de rosas que ansiaba ver los famosos arriates del castillo. Guillermo II era propenso a sufrir contratiempos sociales: en esta ocasión, sus perros salchicha, Wadl y Hexl, hicieron un papelón al matar uno de los faisanes exóticos de Francisco Fernando. Al parecer, el káiser y el archiduque discutieron sobre cuestiones triviales, más que sobre las cuestiones políticas de Europa o los Balcanes.
Al día siguiente, el domingo 14, el conde Leopold von Berchtold, el ministro de Exteriores austríaco y político más importante de su país, visitó Konopiště con su esposa. Los Berchtold eran escandalosamente ricos y disfrutaban sin cortapisas de la vida elegante. Vivían con pasión las carreras de caballos y aquella primavera uno de sus yearlings había ganado el preciado hándicap «Con Amore» en Freudenau. Nandine, la condesa, era amiga de la infancia de Sofía de Hohenberg. Los invitados llegaron al castillo a la hora del desayuno, pasaron el día contemplando los jardines y las pinturas, sobre las cuales el conde era considerado un entendido, y luego cogieron un tren de última hora de la tarde hacia Viena; jamás volverían a ver a sus anfitriones.
Los puntos de vista del archiduque, en materia social y política, eran conservadores y los divulgaba con vigor. Tras asistir en 1910 al funeral de Eduardo VII en Londres, escribió a casa deplorando la zafiedad de la mayoría de sus colegas soberanos y la supuesta impertinencia de algunos políticos allí presentes, en especial del expresidente de Estados Unidos Theodore Roosevelt. Algunas veces se ha dicho que Francisco Fernando era un hombre inteligente. Aun siendo cierto, como ocurre con tantos otros personajes de la realeza en época moderna, la posición lo había corrompido y le confería el poder para manifestar opiniones anticuadas y cargadas de prejuicios incluso para lo habitual en su día.
Detestaba a los húngaros y comentó ante el káiser: «El que dan en llamar “magiar noble y caballeroso” es un tipo de lo más infame, antidinástico, mentiroso e informal». Consideraba a los eslavos del sur como un género infrahumano y se refería a los serbios como «aquellos cerdos». Ansiaba recuperar para el imperio Venecia y la Lombardía, que habían pasado a ser italianas en vida suya. Durante una visita a Rusia, en 1891, Francisco Fernando declaró que la autocracia del país representaba «un modelo admirable». El zar Nicolás II rehuía la intemperancia de Francisco Fernando, sobre todo en cuestiones raciales. Tanto el archiduque como su esposa eran católicos fervientes, benefactores de los jesuitas y hostiles a los francmasones, judíos y liberales. Tal era el fervor religioso de Sofía que en 1901 capitaneó a doscientas mujeres modernas en una marcha por Viena.
Sin embargo, el archiduque albergaba una convicción prudente: mientras que muchos austríacos —en particular, el general y jefe del Estado Mayor del ejército de tierra Conrad von Hötzendorf— detestaban Rusia y veían con buenos ojos la perspectiva de una confrontación bélica con el zar, Francisco Fernando disentía. Estaba decidido, según dijo repetidamente, a evitar un enfrentamiento armado. Con el deseo de alcanzar una «concordia entre emperadores», escribió: «Jamás dirigiré una guerra contra Rusia. Haré sacrificios para evitarla. Una guerra entre Austria y Rusia acabaría o con el derrocamiento de los Romanov o el de los Habsburgo; y tal vez con el derrocamiento de ambos». En una ocasión escribió a Berchtold: «¡Excelencia! No se deje influir por Conrad, ¡jamás! ¡No preste el menor crédito a su cháchara sobre el emperador! Por descontado, él quiere cualquier guerra posible, cualquier clase de precipitación a lo “¡hurra!” que conquiste Serbia y Dios sabe qué más… Mediante la guerra, quiere compensar el jaleo que, al menos en parte, es su responsabilidad. En conclusión: no juguemos a los guerreros balcánicos. No nos rebajemos a su vandalismo. Guardemos las distancias y dejemos que la escoria se parta el cráneo, unos a otros. Sería imperdonable, demencial, iniciar algo que nos enfrentase a Rusia»[1].
Francisco Fernando, aunque con idéntica propensión a los arrebatos de retórica violenta que el káiser Guillermo, era un actor menos temerario. De haber estado vivo el archiduque cuando se produjo la confrontación decisiva con Rusia, es probable que hubiera ejercido su influencia para evitar la guerra. Pero estaba muerto, y ello porque había insistido en visitar oficialmente una de las regiones más turbulentas y peligrosas bajo el gobierno de su tío. Todas las monarquías europeas compartían la creencia de que poseer extensos territorios —el imperio— constituía una medida fundamental de virilidad y grandeza. Mientras que las colonias británicas y francesas quedaban lejos, al otro lado de los océanos, las de los Habsburgo y Romanov estaban a la vuelta de la esquina. Las monedas húngaras llevaban una abreviatura de la inscripción: «Francisco José, por la gracia de Dios emperador de Austria y Hungría, Croacia, Eslavonia y Dalmacia, rey apostólico». En 1908, Austria-Hungría se anexionó Bosnia y Herzegovina, lo cual despertó la cólera rusa. Estas provincias gemelas, antiguas posesiones otomanas con una población mixta de serbios y musulmanes, estaban ocupadas por Austria desde 1878, bajo un mandato que aprobó el Congreso de Berlín, pero la mayoría de bosnios acogía con rabia aquel sometimiento.
En 1913, un diplomático extranjero exclamó desesperado a propósito de los austro-húngaros: «¡Jamás he visto gente tan decidida a trabajar en contra de sus propios intereses!»[2]. Era una insensatez extraordinaria, para un imperio que crujía bajo el peso de sus propias contradicciones y las frustraciones de sus minorías oprimidas, empecinarse en tomar Bosnia-Herzegovina. Pero Francisco José seguía dolido por la doble humillación que suponía haber perdido sus dominios en el norte de Italia al poco de heredar el trono, y sufrido una derrota militar contra Prusia en 1866. La adquisición de nuevas colonias en los Balcanes parecía brindarle una compensación, además de frustrar las ambiciones de Serbia de incorporarlas en un estado paneslavo.
Con la febril agitación de las provincias, fue imprudente anunciar ya en marzo el programa de visitas de Francisco Fernando en Bosnia. Esta información posibilitó que uno de los muchos grupos de disidentes violentos, los Jóvenes Bosnios —una sociedad secreta de estudiantes de origen campesino—, aprovechase la ocasión para matarlo. No sabemos si tomaron esta decisión por iniciativa propia o a instancias de quienes manejaban los hilos en Belgrado: a falta de pruebas concretas, cualquier perspectiva es posible. Uno de sus miembros era el joven de diecinueve años Gavrilo Princip. Como muchos personajes que a lo largo de la historia han representado su mismo papel, Princip se pasó su corta vida esforzándose porque la gente superase la primera reacción de querer descartarlo por su escasa estatura y personalidad anodina. En 1912 se presentó como voluntario para luchar por Serbia en la primera guerra balcánica, pero lo rechazaron por falta de altura. En el primer interrogatorio posterior a su notoriedad, en junio de 1914, se explicó diciendo: «Allí donde iba, la gente me tomaba por un pelele».
En mayo, Princip y dos conspiradores más viajaron a Belgrado. La ciudad era la capital de un país joven y volátil, que solo en 1903 se independizó plenamente del Imperio Otomano, una monarquía constitucional que constituía el alma del movimiento paneslavo. Princip conocía bien Serbia, tras haber vivido allí durante dos años. Los Jóvenes Bosnios recibieron cuatro pistolas automáticas Browning y seis bombas, por iniciativa del comandante Vojin Tankosić, del Ujedinjenje ili Smrt, un movimiento terrorista apodado «la Mano Negra», que tenía sus orígenes en sociedades secretas alemanas e italianas.
El grupo lo dirigía el coronel Dragutin Dimitrijević, de treinta y seis años; era jefe del servicio de inteligencia militar y se lo conocía con el sobrenombre de «Apis» por el dios toro egipcio. Era la figura principal en una de las tres facciones implicadas en la lucha por el dominio nacional serbio. Los otros dos elementos estaban dirigidos respectivamente por Alejandro, el príncipe regente —que odiaba al coronel porque se negaba a tratar con deferencia a la familia real—, y Nikola Pašić, el primer ministro. Apis tenía el aspecto de un fanático revolucionario: pálido, calvo, robusto, enigmático, «como un mongol gigante», en palabras de un diplomático. No se casó nunca y dedicó toda su vida al movimiento, que se jactaba de contar con un rito iniciático encapuchado, y un sello con una bandera de huesos piratas, una daga, una bomba y veneno. Su cometido era asesinar: había destacado dentro del grupo de jóvenes oficiales del ejército que, en 1903, mató al rey Alejandro de Serbia y a la reina Draga en su propio dormitorio de palacio.
La influencia de la Mano Negra se dejó sentir en muchas instituciones serbias, y de forma especial en el ejército. Pašić, un hombre de sesenta y nueve años y apariencia venerable, con pelo y barba canos, era un enemigo acérrimo de Apis, al que algunos compañeros pensaron en asesinar en 1913. El primer ministro y buena parte de sus colegas veían en el coronel una amenaza para la estabilidad del país, e incluso para su existencia; el ministro del Interior, Milan Protić, calificó la Mano Negra ante un invitado, el 14 de junio, como una «amenaza para la democracia»[3]. Pero en una sociedad dividida por intereses encontrados, el gobierno civil carecía de autoridad para destituir o encarcelar a un Apis que gozaba de la protección del jefe del Estado Mayor del ejército.
Más allá de las pistolas, las bombas y las cápsulas suicidas de cianuro, no hay pruebas sólidas de qué otros apoyos o guía recibieron Princip y sus camaradas en Belgrado. Los asesinos se fueron a la tumba negando la complicidad oficial de Serbia. Parece ciertamente muy probable que la Mano Negra instase e instruyese a los Jóvenes Bosnios a asesinar al archiduque, pero lo único que sabemos con seguridad es que sus agentes les suministraron medios para perpetrar actos terroristas en territorio de los Habsburgo. Princip realizó prácticas de tiro en un parque de Belgrado, y el 27 de mayo disfrutó de una cena de despedida con los otros dos conjurados, Trifko Grabež y Nedeljko Čabrinović, antes de empezar lo que sería un viaje de ocho días a Sarajevo. Princip y Grabež realizaron parte del trayecto a pie, a campo traviesa, con la ayuda de un funcionario de fronteras instruido por la Mano Negra. Sin embargo, si de verdad Apis se había comprometido en cuerpo y alma con la trama del asesinato, resulta desconcertante que, poco antes de abandonar Belgrado, el futuro asesino tuviera que empeñar su abrigo a cambio de unos pocos dinares para pagarse los gastos.
¿Quién más sabía qué? El embajador ruso en Belgrado, Nikolai Hartwig, era un paneslavista fanático y amigo de la Mano Negra; es posible que formara parte del complot. Pero la afirmación de que San Petersburgo tuvo conocimiento previo del asesinato no solo carece de pruebas que la fundamenten, sino que cuesta de creer. El gobierno ruso era plenamente hostil a Austria-Hungría porque este perseguía a sus minorías eslavas, pero el zar y sus ministros no tenían razones plausibles para querer la muerte de Francisco Fernando.
El campesino bosnio que guió de vuelta a Princip y Grabež a territorio Habsburgo —el otro compañero, Čabrinović, viajaba de forma independiente— era un informador del gobierno serbio, que dio parte de sus movimientos y de las bombas y pistolas de sus equipajes al Ministerio del Interior en Belgrado. Su informe, leído por el primer ministro y resumido de su puño y letra, no hacía mención alguna de una trama contra Francisco Fernando. Pašić encargó una investigación y dio órdenes de que se detuviera la entrada de armas de Bosnia a Serbia, pero en eso quedó todo. Más adelante, un ministro serbio afirmó que Pašić había informado al gabinete, a finales de mayo o principios de junio, de que varios asesinos estaban de camino a Sarajevo para matar a Francisco Fernando. Sea o no cierto —no se recogían actas de las reuniones del gabinete—, al parecer Pašić dio instrucciones al embajador de Serbia en Viena para que transmitiera a las autoridades austríacas tan solo una advertencia vaga y de carácter general, quizá porque no deseaba brindar a los Habsburgo otro motivo de queja —y extremadamente grave— hacia su país.
Los serbios representaron un papel violento, en los márgenes del imperio de los Habsburgo, semejante al que algunas facciones irlandesas interpretaron en los asuntos británicos durante determinados períodos del siglo XX, aunque esta última sociedad ha demostrado tener mayor capacidad de resistencia. La crónica brutalidad serbia en contra de sus propias minorías —sobre todo, la musulmana— era una mala tarjeta de presentación para su Estado. Algunos historiadores creen que sus gobernantes tuvieron una implicación tan profunda en el terrorismo, y explícitamente en la conspiración contra Francisco Fernando, que el país debería ser considerado como un «estado canalla». De nuevo estamos ante una perspectiva que se basa en pruebas circunstanciales y conjeturas. Conociendo la enemistad entre Apis y Pašić, parece poco probable que hubieran forjado un frente común para provocar la muerte del archiduque.
Aún sin el aviso previo de Belgrado, las autoridades austríacas contaban con razones muy poderosas para prever una protesta violenta o alguna intentona de asesinato contra Francisco Fernando, quien, por su parte, reconocía plenamente el peligro que corría. El 23 de junio, él y su esposa partieron desde su hacienda de Chlumetz y se vieron obligados a iniciar su viaje a Bosnia en un compartimento de primera clase del expreso de Viena, porque los ejes de su automóvil se habían recalentado. Enojado, el archiduque dijo: «Nuestro viaje empieza con un augurio sumamente prometedor. Aquí se nos quema el coche y allí abajo nos lanzarán bombas». La época previa a 1914 se caracterizó por un terrorismo endémico, sobre todo en los Balcanes, que eran blanco del condescendiente humor británico; así, Punch publicó un chiste en el que un anarquista le pregunta a otro: «¿Qué hora marca tu bomba?». Saki escribió un cuento de humor negro acerca de un atentado, El huevo de Pascua, y tanto Joseph Conrad como Henry James escribieron novelas sobre terroristas.
Para los Habsburgo, eran cuestiones habituales. La emperatriz Isabel, esposa de Francisco José, pero ya separada de él, murió apuñalada por un anarquista italiano mientras subía a bordo de un vapor en Génova, en 1898. Diez años después, en Lemberg, un estudiante ucraniano de veinte años asesinó al gobernador de Galizia, el conde Potocki, mientras gritaba: «Este es su castigo por nuestros sufrimientos». El juez que presidía el proceso del croata que disparó a otro grande Habsburgo preguntó al terrorista —nacido en Wisconsin— si creía que matar estaba justificado. El hombre respondió: «En este caso, sí. En Estados Unidos, es la opinión generalizada, y tengo detrás de mí a 500 000 croatas americanos. Yo no soy el último de ellos… Estas acciones contra las vidas de los dignatarios son nuestra única arma». El 3 de junio de 1908, el joven bosnio Bogdan Žerajić trató de disparar contra el emperador en Mostar, pero en el último momento se echó atrás. En lugar de ello, viajó hasta Sarajevo, disparó varias veces contra el general Marijan Varešanin y luego —creyendo erróneamente que lo había matado— se suicidó con la última bala. Más tarde se dijo, aunque nunca se ha demostrado, que la Mano Negra le suministró el revólver. La policía austríaca le cortó la cabeza para conservarla en su museo negro.
En junio de 1912, un colegial disparó contra el gobernador de Croacia en Zagreb; erró el tiro, pero alcanzó a un miembro de la administración imperial. En marzo de 1914, el vicario general de Transilvania fue asesinado mediante una bomba de relojería que los rumanos le enviaron por correo. Pero Francisco Fernando era capaz de ver una parte graciosa en el peligro: mientras observaba una maniobra militar, su Estado Mayor cayó presa del pánico cuando una figura despeinada surgió de pronto desde detrás de unos matorrales, empuñando un enorme objeto negro. El archiduque estalló en una carcajada: «¡Oh, dejen que me dispare! Es su oficio; es un fotógrafo de la corte. ¡Permítanle ganarse la vida!».
Pese a todo, nada había de cómico en la innegable amenaza en Bosnia. La policía austríaca había detectado y frustrado varias conspiraciones anteriores. Se sabía que Gavrilo Princip estaba vinculado a «actividades contra el Estado». Pero cuando se registró en Sarajevo como nuevo visitante, no se hizo nada para controlar sus actividades. El general Oskar Potiorek, gobernador de Bosnia, era el responsable de la seguridad durante la visita real. El jefe de su departamento político le advirtió de la amenaza de los Jóvenes Bosnios, pero él se mofó de aquel hombre «que tenía miedo de unos niños». Luego se dijo que los funcionarios habían dedicado más energías a discutir los menús de las cenas y las temperaturas a las que se debían servir los vinos, que a la seguridad del huésped de honor. La negligencia oficial brindó la ocasión a Princip y a sus amigos.
La tarde del 27 de junio, Francisco Fernando y Sofía —cuya entrada en Sarajevo no estaba prevista hasta el día siguiente— siguieron un impulso y entraron en coche a la ciudad, una exótica comunidad semioriental de unos 42 000 habitantes, para visitar las tiendas de artesanía, incluido un puesto de alfombras, observados por una multitud entre la que se mezclaba Princip. La pareja se divirtió de lo lindo. Más tarde, en la ciudad termal de Ilidže, el doctor Josip Sunarić, destacado miembro del Parlamento bosnio que les había rogado que cancelasen la visita, fue presentado a la duquesa. Ella le reprendió: «Mi querido doctor Sunarić, después de todo, estabais en un error. Las cosas no siempre salen como anunciáis. Allí donde hemos ido, todo el mundo, hasta el último serbio, nos ha recibido con tanta simpatía, educación y calor que estamos muy complacidos con nuestra visita». Sunarić le respondió: «Su Alteza, ruego a Dios que cuando tenga el honor de verla de nuevo mañana por la noche, pueda usted repetir estas mismas palabras. Me descargaría de un terrible peso»[4].
Aquella noche se sirvió en el hotel Bosna, de Ilidže, un banquete para el archiduque; los invitados pudieron disfrutar de potage régence, soufflés délicieux, blanquette de truite à la gelée, pollo, cordero, buey, crème aux ananas en surprise, queso, helado y bombones. Lo regaron todo con vinos de Madeira, Tokay y el Žilavka bosnio. A la mañana siguiente, antes de partir a Sarajevo, Francisco Fernando envió un telegrama a su hijo mayor, Max, felicitando al joven por los resultados de su examen en la academia Schotten. Él y Sofía adoraban a sus hijos: el archiduque jamás se sentía tan feliz como cuando compartía con ellos los juguetes en la habitación infantil de Konopiště. Era el decimocuarto aniversario de boda de la pareja y una fecha preñada de un doloroso sentido para los serbios: el aniversario de su derrota en 1389, a manos de los otomanos, en Kosovo.
El archiduque se presentó con el uniforme de general de caballería: guerrera azul celeste, cuello dorado con tres estrellas de plata, pantalón negro con la banda roja, rematado por un casco con plumas verdes de pavo real. Sofía, una figura majestuosa y de gran busto, llevaba un precioso sombrero blanco con velo, un largo vestido de seda también blanco, con rosas de tela roja y blanca metidas en el fajín encarnado, además de una estola de armiño sobre los hombros. Avanzada la mañana del día 28, según el horario publicado, la caravana archiducal partió de la estación de Sarajevo. Siete asesinos de los Jóvenes Bosnios se habían desplegado para cubrir los tres puentes del río; Francisco Fernando tendría que cruzar por uno de ellos.
Los automóviles regios pasaron por lo que más tarde el arzobispo católico describió como «una auténtica avenida de asesinos». Poco antes de llegar a la primera parada prevista, una bomba lanzada por el impresor Nedeljko Čabrinović impactó en el coche de Francisco Fernando, pero rebotó sobre la capota plegada antes de explotar y solo hirió a dos miembros de la comitiva. Apresaron a Čabrinović y se lo llevaron no sin que antes protagonizase un desganado intento de quitarse la vida. Declaró con orgullo: «Soy un héroe serbio». Del resto de conspiradores, no hubo casi ninguno que lograse utilizar sus armas; más tarde presentarían toda una colección de excusas para justificar la flojera. El archiduque llegó al Ayuntamiento, donde manifestó una comprensible exasperación al verse obligado a escuchar pacientemente la lectura de un discurso de bienvenida. Cuando el grupo volvió a subir a los vehículos, dijo que deseaba visitar a los oficiales heridos por la bomba de Čabrinović. A la entrada de la calle Francisco José, el general Potiorek, en el asiento delantero del auto archiducal, protestó: el conductor iba en sentido contrario. El coche se detuvo. No disponía de marcha atrás, de modo que hubo que empujarlo para deshacer el camino hasta el muelle de Appel, justo al lado de donde se encontraba Princip.
El joven sacó la pistola, la levantó y disparó dos veces. Otro conspirador, Mihajlo Pucará, propinó una patada a un detective que había visto lo sucedido e intentó intervenir. Sofía y Francisco Fernando fueron alcanzados desde una distancia de tan solo unos metros. Ella se desplomó de inmediato y cayó muerta mientras él musitaba: «Sofía, Sofía, no mueras; vive, por nuestros hijos». Estas fueron sus últimas palabras; falleció poco después de las 11 de la mañana. Princip fue apresado por la multitud. Pucará, un joven extremadamente apuesto que había rechazado un papel en el Teatro Nacional de Belgrado para poder hacer carrera en el terrorismo, forcejeó con un oficial que intentaba atacar a Princip con su sable. Otro joven, Ferdinand Behr, también hizo cuanto pudo por salvar al asesino de las represalias.
La conjura para asesinar al archiduque era de aficionados, hasta un punto ridículo, y solo tuvo éxito porque las autoridades austríacas no adoptaron las precauciones elementales en un entorno hostil. Esto, a su vez, plantea otra cuestión: ¿representó el asesinato realmente el mejor empeño de Apis, el archiconspirador, o fue simplemente un ataque anárquico y poco más que casual contra el gobierno de los Habsburgo? No existe una respuesta concluyente, pero el juez de instrucción del Tribunal del Distrito de Sarajevo, Leo Pfeffer, pensó al ver por primera vez a Princip que «costaba imaginar que un individuo de aspecto tan débil hubiera podido cometer una acción tan grave». El joven asesino se esforzó por explicar que no había pretendido matar a la duquesa, además de al archiduque: «Las balas no van exactamente donde uno quiere». De hecho, es asombroso que incluso a tan corta distancia, la pistola de Princip matase a dos personas con dos disparos; a menudo, las heridas de revólver no son fatales.
En las primeras cuarenta y ocho horas posteriores a los asesinatos, se arrestó en Bosnia a más de doscientos líderes serbios, y se los trasladó, junto a Princip y Čabrinović, a la prisión militar. Se produjeron algunos linchamientos de campesinos en momentos de descontrol. A los pocos días, todos los conspiradores estaban bajo custodia, salvo el carpintero musulmán Mehmed Mehmedbašić, que escapó a Montenegro. A finales de junio, se había encarcelado a 5000 serbios; 150 de ellos fueron ahorcados cuando empezaron las hostilidades posteriores. Los auxiliares de la milicia austríaca del Schutzkorps se cobraron una venganza inmediata sobre muchos más musulmanes y croatas. En el juicio, que empezó en octubre, Princip, Čabrinović y Grabež fueron sentenciados a veinte años de cárcel; por ser menores, se libraron de la pena capital. Se dictaron penas de prisión para otros tres, y cinco fueron ajusticiados en la horca el 3 de febrero de 1915; hubo otros cuatro cómplices condenados también a penas de cárcel, desde los tres años a cadena perpetua. Nueve de los acusados quedaron en libertad, incluidos algunos de los campesinos a los que Princip afirmó haber obligado a colaborar.
La noticia de las muertes del archiduque y su esposa se extendió por todo el imperio aquel mismo día, y luego por toda Europa. En el aeródromo de Viena, la banda estaba tocando una pieza nueva, «La marcha del aviador», durante una exhibición de vuelo, cuando, a las 3 de la tarde, el acto se interrumpió de forma repentina al recibirse las nuevas de Sarajevo. El emperador Francisco José estaba en Ischl cuando Von Paar[*1], su ayudante general, le comunicó la noticia de los asesinatos. La recibió sin dejar traslucir emoción, pero aquel día decidió comer solo[5].
El káiser participaba en la regata de Kiel. Una lancha se acercó al yate real y Guillermo le hizo señas para que se apartase. Haciendo caso omiso de la advertencia, Georg von Müller, jefe del gabinete naval imperial, siguió acercándose; el almirante metió una nota en su pitillera y la lanzó a la cubierta del Hohenzollern, donde la recogió un marinero que se la llevó a Guillermo. Este cogió el estuche, leyó la nota y empalideció mientras murmuraba: «¡Todo tendrá que empezar de nuevo!». El káiser estaba entre los pocos hombres de Europa a quienes Francisco Fernando caía bien; su relación con él era emocional y se sintió sinceramente dolido por su fallecimiento. Así las cosas, dio orden de abandonar la regata. El contraalmirante Albert Hopman, jefe del Estado Mayor central de la marina alemana, se encontraba también en Kiel, después de concluir una comida a la que se había invitado al embajador británico, cuando le llegó la información sobre la «repentina muerte» de Francisco Fernando. Al anochecer, conocedor ya de las circunstancias exactas, escribió que era «un acto atroz que tendrá unas consecuencias políticas incalculables»[6].
Pero en la mayor parte de Europa, las noticias se recibieron con más serenidad, porque los actos terroristas eran ya un fenómeno habitual. En San Petersburgo, los amigos del corresponsal británico sir Arthur Ransome despacharon los asesinatos como «un acto típico del salvajismo balcánico»[7], igual que la mayoría de gente en Londres. En París, Raymond Recouly, periodista de Le Figaro, constató una idea general según la cual «la crisis en curso pronto se reduciría a la categoría de las peleas balcánicas, como las que se repetían cada quince o veinte años, y que los propios pueblos balcánicos arreglaban entre ellos sin necesidad de que ninguna de las grandes potencias se viera envuelta». El presidente Raymond Poincaré estaba en las carreras de Longchamps, donde la información de los disparos en Sarajevo no le impidió disfrutar del Gran Premio. Al cabo de dos días, en la escuela prusiana, Elfriede Kühr y sus compañeras de doce años inspeccionaban en el periódico las fotografías del asesino y su víctima. «Princip es más guapo que ese cerdo gordo de Francisco Fernando», apuntó ella maliciosamente; las otras niñas desaprobaron su frivolidad[8].
El servicio fúnebre del archiduque, bajo el sofocante calor de la capilla del palacio de Hofburg, duró solo quince minutos, tras lo cual Francisco José reanudó sus curas en Ischl. El viejo emperador no fingió una gran aflicción por la muerte de su sobrino, aunque hervía de cólera por la forma en que había sucedido. Los sentimientos —o tal vez la ausencia de ellos— eran compartidos por la mayoría de los súbditos. El 29 de junio, en Viena, el profesor Josef Redlich anotó en su diario: «En la ciudad no se respira dolor. La música ha estado sonando en todas partes»[9]. The Times de Londres informó del funeral el 1 de junio, con una mesura que llegaba a producir somnolencia. Su corresponsal en Viena afirmó que «por lo que a la prensa respecta, hasta la fecha se observa una llamativa ausencia de cualquier inclinación a que la monarquía en su conjunto se vengue de los serbios por los delitos de lo que se cree es una pequeña minoría… Con respecto a la prensa serbia, sus declaraciones también son, en su conjunto, considerablemente comedidas».
Los observadores extranjeros se sorprendieron de que el duelo vienés por el heredero al trono imperial fuera tan superficial y evidentemente falso. Resultó, por tanto, irónico que el gobierno imperial apenas dudase antes de tomar la determinación de aprovechar los asesinatos como justificación para invadir Serbia, aún a costa de provocar un enfrentamiento armado con Rusia. Y Princip había matado al único hombre del imperio comprometido con evitarlo.