II. Sir John se desespera

Entrado el otoño de 1914, Lloyd George, el ministro de Economía británico, sostuvo una conversación con Castelnau, al mando del 2.o Ejército. En el debate acerca de las dificultades a las que se enfrentaban los aliados, el galés hizo alguna referencia al militar más señero de Francia: «¡Ah, Napoleón, Napoleón!», reflexionaba el general. «Si estuviese aquí ahora, habría sabido ver el “algo más”»[14]. Pero luego, cuando le preguntaron si Francia podría expulsar a los alemanes, Castelnau solo se encogió de hombros: «Il le faut!». Su afirmación de que eliminar a los invasores no era una opción, sino una necesitad imperiosa, suponía reconocer la difícil situación estratégica en que vivió Francia desde finales de agosto de 1914 hasta el armisticio, más de cuatro años después. Ponía de manifiesto el hecho de que Alemania ocupaba grandes áreas de los territorios francés y belga. En adelante, los aliados tuvieron que mantener operaciones ofensivas para despojar a los ejércitos del káiser del territorio conquistado.

¿Pero cómo? Más tarde, los admiradores de Gallieni defendieron que el gran cambio de fortuna que el ejército francés vivió en septiembre de 1914 era mérito suyo; entre otras razones, porque Joffre había caído muy bajo. En las primeras semanas de guerra, el comandante en jefe había presidido una sucesión de masacres que costaron la vida a más de cien mil jóvenes, en los intentos de llevar a cabo el Plan XVII. El comandante en jefe había entendido mal, en su totalidad, los despliegues y las intenciones alemanas y guió a los ejércitos de su país hacia el desastre. Si Joffre hubiera muerto el 1 de septiembre, la historia solo le recordaría como un incapaz y un carnicero. Más adelante volvería a errar en sus cálculos y sería responsable de otros costosos fracasos que precipitaron su despido en diciembre de 1916.

Sin embargo, durante unas breves semanas, a finales de agosto y en septiembre de 1914, aunque el general no se ganó el derecho a ser considerado uno de los militares excepcionales de la historia, sí tuvo un momento de grandeza. Su primer éxito notable fue que, tras los desastres de las «batallas de las fronteras», no sufrió ningún ataque de nervios. Los generales europeos de su generación estaban condicionados de entrada a prever grandes pérdidas en cualquier enfrentamiento armado; lejos de quedar traumatizados por las listas de bajas, la mayoría de los oficiales de alto rango contemplaba la respuesta estoica como una medida crucial de su virilidad. Pero esto no impidió que, en el otoño de 1914, varios comandantes de ambos bandos sucumbieran a la desesperación.

Joffre no lo hizo. Aunque con retraso, este hombre lento, pesado y fuerte comprendió la intención del enemigo. Mantuvo la propia disciplina cuando otros —franceses, británicos y alemanes por igual— perdieron la suya de forma evidente; demostró una calma olímpica y una voluntad de hierro que resultaron decisivas a la hora de impedir el triunfo de los ejércitos del káiser. La transición de Joffre —desde su papel como encargado del matadero en las batallas de las fronteras al de salvador de los aliados— empezó el 25 de agosto, el día en que dio comienzo a un gran traslado de fuerzas en dirección norte, desde Alsacia-Lorena. Confiando en que las formidables fortificaciones francesas de preguerra podrían contener a gran número de alemanes, reubicó a veinte divisiones de infantería y tres de caballería en el centro y la izquierda de la línea aliada. El movimiento requería una organización ferroviaria de enorme complejidad y no se habría completado hasta el 1 de septiembre. Mientras tanto, la izquierda de los aliados seguía en retirada, pero en el centro del frente, los ejércitos franceses lanzaron algunos contraataques importantes y efectivos; el 25 de agosto, por ejemplo, se enfrentaron a fuerzas alemanas en ruta hacia Nancy. Castelnau, que estaba al mando de aquel sector, demostró una notable habilidad para dirigir la defensa contra el avance del príncipe Rupprecht desde Morhange.

En aquellos días, Joffre, aún con su apariencia tan poco ágil, demostró una energía considerable. Odiaba comunicarse con el mando por teléfono. En comparación con Moltke, que no abandonó nunca el cuartel general hasta el 11 de septiembre, el francés recorrió cientos de kilómetros por carreteras polvorientas, obstruidas por las tropas y los refugiados, para reunirse con sus generales. Su coche lo conducía, a una velocidad de vértigo, el antiguo piloto de carreras Georges Bouillot, que ganó el puesto al imponerse en las ediciones de 1912 y 1913 del Grand Prix de Francia; el veloz convoy del comandante en jefe se convirtió en una visión habitual en la retaguardia de los ejércitos.

Los británicos continuaron replegándose, aproximadamente al mismo ritmo que los tres ejércitos franceses que, retirándose por su derecha, protagonizaron algunas acciones de retaguardia mucho más feroces y costosas que Mons o Le Cateau. Lanrezac aún creía que el II Cuerpo británico había sido destruido, en efecto, en la batalla del día 26, lo cual reforzó el desprecio de su equipo por sus aliados anglosajones. Joffre se vio obligado a permitir que la retirada continuase, porque el nuevo 6.o Ejército que estaba empezando a formar en el flanco extremo izquierdo tardaría una semana en estar listo para el combate. Estaba claro que el plan original, trazado en su Instruction Générale No. 2 del 25 de agosto, era impracticable, porque las posiciones identificadas para el contraataque ya estaban cayendo en manos alemanas. Pero ¿seguía siendo válido el concepto de una gran ofensiva en el norte? El comandante en jefe británico y sus oficiales permanecían indiferentes; solo les preocupaba salvar a su pequeña fuerza de lo que consideraban un desastre francés. El 28 de agosto, los aliados se habían replegado al sur del Somme. Tres días después, empezaron a cruzar el Aisne y los paisajes del champán, dejando atrás Reims.

Nuevos contratiempos envenenaron más las relaciones entre los aliados. La tarde del día 30, el equipo de Lanrezac envió un mensaje al cuartel general en el que indicaba a los británicos que debían volar un importante puente sobre el Oise, en Bailly. Una partida de zapadores, con sus explosivos, se demoró varias horas en salir. En la oscuridad, el camión cometió un terrible error al entrar en el puente sin advertir que los alemanes ya habían tomado posesión de él; todos los ingenieros murieron y el paso quedó intacto. Al día siguiente, el 31, la retirada del 5.o Ejército continuó bajo un sol abrasador. Los franceses necesitaban desesperadamente la ayuda de la caballería de Allenby para proteger su flanco izquierdo. Louis Spears recurrió a una imaginativa solución: telefoneó a una serie de jefas de oficinas de correos en lugares donde era probable encontrar tropas británicas. Al final, una de ellas le dio una respuesta positiva y fue a buscar a un gendarme de lo más efectivo, quien, a su vez, llevó hasta el teléfono a un húsar inglés con el que el oficial de enlace había servido en cierta ocasión. Este oficial le prometió que pasaría el mensaje e intentaría, por su cuenta, conseguir que una parte de la caballería se desplegara en la brecha entre los dos ejércitos; aun así, no pasó gran cosa.

Mientras tanto, el cuartel general estaba casi incomunicado; con el desplazamiento constante hacia el sur, había caído en el mutismo. Sir John y su equipo, según Spears, ahora «demostraban poco interés en los acontecimientos que no afectaban directamente al ejército británico»[15]. El día 31 fue de importancia capital, porque el comandante en jefe británico fue demasiado lejos. Envió un telegrama a Londres en el que daba rienda suelta a la repugnancia que le provocaban los franceses y la campaña que debía compartir, por obligación, con ellos. «No sé por qué se me debería pedir que corriera de nuevo el riesgo de un desastre absoluto, para salvarlos por segunda vez. No creo que imaginen ustedes el deplorable estado del II Cuerpo y cómo esto paraliza mi capacidad de ataque», escribió.

Esta exhibición de irritabilidad por parte del militar que dirigía el único ejército británico en el campo de batalla dejó asombrado al gabinete. El telegrama de sir John llegó a Londres en un momento crítico. Durante casi todo el primer mes de guerra, los grandes acontecimientos que tuvieron lugar en el continente, y la parte que había representado su pequeña fuerza en ellos, habían quedado envueltos en el misterio y las informaciones erróneas. Los primeros artículos de prensa eran escasos, pero indefectiblemente alentadores. El 17 de agosto, The Times mostraba un titular optimista: «Los alemanes, expulsados de Dinant». Siguiendo la tradición, muchos oficiales de la Fuerza Expedicionaria Británica escribían a casa quitándole hierro a la ordalía. Harry Dillon, un capitán de treinta y un años en la infantería de los Ox and Bucks, decía entusiasmado el 29 de agosto: «Me encuentro muy bien y todo va de primera. Hemos hecho una gran marcha: ha sido un trabajo terrible, veinticinco horas casi sin parar, y así llevamos, sin apenas descanso, durante días. Los pies llegan a doler tanto que es casi insoportable. Nos hemos encontrado con la flor y nata del ejército alemán y los hemos abatido por miles… Los cerdos están haciendo todo tipo de vilezas. Una vez, llevaban a civiles, mujeres y niños, por delante de ellos… En otra ocasión, se vistieron con uniformes franceses y aparecieron gritando… Les hemos dado su merecido en todas partes».

Aparte de este tipo de absurdos, pensados para subir el ánimo de la propia familia, incluso el primer ministro vivía en una despreocupada ignorancia con respecto a la magnitud de las batallas que estaban librando los franceses, que eclipsaban la experiencia británica. Asquith leyó dos veces de arriba abajo el telegrama que informaba de la acción en Mons antes de señalar, con resignación, a Kitchener: «Supongo que estáis haciendo cuanto podéis». Hizo referencia en repetidas ocasiones a la supuesta falta de voluntad combativa de los franceses, citando la convicción, típica del ejército británico, de que sus aliados tenían «canguelo». En la reunión ministerial del 24 de agosto, se produjo un breve debate acerca de una posible evacuación de la FEB por la vía de Dunkerque. Sin embargo, al final los ánimos acabaron templándose un poco. Maurice Bonham-Carter, miembro del equipo de Downing Street, escribió a Violet Asquith el 28 de agosto con una autocomplacencia nacionalista característica: «Nuestro pueblo ha hecho maravillas y pienso, de verdad, que a los franceses les hemos salvado la situación»[16]. El propio Asquith manifestó un sentimiento similar el 29 de agosto: «Los belgas… son gente francamente valerosa —hasta ahora, mucho más que los franceses— y ahora están reuniendo sus fuerzas»[17]. El líder británico parecía no tener ni idea de la magnitud de los sucesos en marcha, militares y de otra índole. Aquel mismo día escribió a Venetia Stanley, hablándole, con absoluta tranquilidad, de la posibilidad de que los rusos enviasen a Francia a tres o cuatro cuerpos del ejército, por la vía de Arcángel: «¿No te parece una buena idea?». Dos días después, añadió unos garabatos que encabezó con la advertencia de «secreto»: «Los rusos no pueden venir. ¡Tardarían cosa de seis semanas en llegar hasta Arcángel!».

Asquith era un hombre muy inteligente y sensible, pero escribía acerca de asuntos estratégicos vitales como si hablase de la irremediable, pero fastidiosa ausencia de algunos invitados a una recepción al aire libre. Durante el mes de agosto, con su país en guerra, recuperó la costumbre de pasar los fines de semana en el campo. De regreso de uno de tales idilios en Kent, se encontró con un motorista que había sufrido una avería y remolcó amablemente su vehículo hasta el pueblo más cercano. En ese mismo viaje, recogió a dos niños pequeños que volvían de un día de vacaciones en Margate, y los llevó a la tienda de Lewisham donde vivían, uno de ellos sentado en las rodillas del primer ministro.

No hay razón para ver hipocresía en estos detalles de buena intención. Ninguno le reportó ocasión de salir en una foto populista; eran, tan solo, el reflejo de un carácter bondadoso y paternalista. Pero cuesta imaginar a Winston Churchill, en su calidad de líder nacional durante la gran guerra posterior, comportándose de este modo en el fragor de las vitales urgencias de una crisis similar. Casi todo lo que Asquith dijo e hizo en 1914 fue el reflejo de la conducta de un hombre comedido que respondía comedidamente al desarrollo de una catástrofe europea descomedida. No tenía capacidad ni vocación para ejercer el control de las operaciones militares, tarea que dejó en manos de Kitchener y el Ministerio de la Guerra. Que no fuera un guerrero no supone un descrédito para su figura. Pero, en una emergencia de tales dimensiones, dejó de ser un líder nacional adecuado, como sucedería con Neville Chamberlain en 1940.

Mientras tanto, el pueblo británico tenía aún menos conocimiento de la situación en Europa. The Times afirmó con seguridad, el 18 de agosto: «Lo único claro es que el ejército alemán aún no ha entrado en la ofensiva con la radicalidad e impetuosidad que nos habían inducido a esperar los expertos militares». Al cabo de tres días, se vio que la verdad era la contraria; el Chronicle refirió a sus lectores: «La tremenda batalla que, con toda probabilidad, decidirá el destino y remodelará el mapa de Europa ha empezado ya, sin duda alguna». Luego, durante diez largos días el público quedó privado de noticias importantes, lo cual alimentó una apatía generalizada, sobre todo entre los «órdenes inferiores», social y políticamente desafectos.

El rector de Eton, Edward Lyttelton, en una carta publicada en The Times el día 24, manifestó su consternación ante lo que él consideraba debilidad moral de aquella gente: «Muchos de nuestros obreros parecen creer que, si Alemania gana, ellos no estarán peor que ahora. Si no se combate esta idea, podríamos estar perdidos». Tras una fiesta de fin de semana en el campo, el jurista parlamentario Hugh Godley escribió a Violet Asquith, el mismo 24 de agosto: «Es extraordinario pensar lo poco que la gente de los distritos rurales parece saber u opinar de todo lo que está pasando… Realmente, están mucho más interesados en sus propios asuntos»[18]. Ese mismo día, la combinación del supuesto triunfo ruso en Prusia oriental y las victorias serbias sobre los austríacos provocó un arranque de optimismo desenfrenado en la prensa. Se vaticinó que las fuerzas del zar pronto tomarían Königsberg y luego pondrían rumbo a Danzig. El charlatán Horatio Bottomley tocó la cima del sentimentalismo sensiblero al proclamar en la revista John Bull: «Que todo británico contemple con sosegada confianza y firme resolución el Dorado Atardecer en que los sonidos de la batalla serán silenciados y, junto con las mujeres y los niños, nos congregaremos para hablar de la victoria de nuestros bienamados camaradas perdidos y del nuevo mundo en el que el Príncipe de la Paz será el Rey».

Pero entonces, las noticias sobre las desgracias francesas empezaron a filtrarse por Whitehall y Westminster. El funcionario del Almirantazgo Norman Macleod escribió irritado en su diario el 24 de agosto: «Si los franceses no pueden defender su propio país, parece inútil ayudarlos»[19]. Al día siguiente, el corresponsal militar de The Times predijo —no sin acierto, aunque dos días después de que el suceso tuviera lugar— que, en Mons, el ejército británico se vería obligado a unirse a la retirada francesa hacia el sur. Ese mismo 25 de agosto, Norman Macleod sostuvo una sombría conversación con el cuarto lord del mar, el capitán Cecil Lambert, «que veía la situación con terrible pesimismo; en su opinión, el ejército francés no resistiría bien: “Me temo que dejarán pasar a los alemanes”». Pero Macleod comentó que, esa misma tarde, Lambert se había animado: «Nuestros hombres han actuado estupendamente bien y han acabado con pocas bajas en total; la situación es más esperanzadora»[20].

El redactor del Daily Mail escribió en su diario, el día 26 de agosto: «Publicadas las primeras bajas británicas. Más de 2000. Parecen tantísimas, y la guerra acaba de empezar. Todo el mundo habla de ellas entre susurros, horrorizado»[21]. Durante aquellas primeras semanas, The Times publicó breves biografías de los oficiales caídos, hasta agotar el espacio: «El teniente Claude Henry nació en 1881 y se unió al regimiento real de Worcestershire en 1903… Desde 1909 hasta el pasado julio trabajó con la fuerza de frontera del África Occidental… El capitán Dugald Stewart Gilkinson nació en 1880 y se unió a los fusileros escoceses en 1899. Sirvió a las órdenes de sir Redvers Buller en el ejército de socorro de Ladysmith». Estas reseñas aparecían acompañadas de fotografías, algunas del todo inapropiadas, como la del teniente A. F. H. Round, del regimiento de Essex, al que se veía vestido con el equipo de fútbol. En la misma línea, después de que el acorazado Amphion fuera víctima de una mina en el mar del Norte, The Times publicó una lista completa de los centenares de tripulantes que se habían salvado, un tipo de sutileza que pronto hubo que abandonar.

Un anuncio en el periódico es reflejo de la impresionante ingenuidad que seguía reinando en el país, en lo relativo a las batallas libradas en el continente: «La magnífica lealtad de la India en un momento de necesidad del Imperio ha despertado la admiración del mundo. Los príncipes indios y los campesinos indios, las tropas y el tesoro, todos se ponen al servicio de Gran Bretaña con una devoción conmovedora. Usted, a cambio, puede hacer un pequeño gesto a favor de la India, y beneficiarse con él. Utilice en casa Puro Té de la India; insista en que en los restaurantes y teterías le sirvan Puro Té de la India».

La política de franceses y británicos, que impedía a la prensa acercarse a los ejércitos, tuvo muy malas consecuencias. El público se angustiaba con la falta de información sobre el destino de sus soldados. Como los corresponsales no tenían más fuentes de noticias que los escasos boletines oficiales, se dispusieron a explorar el frente por su cuenta. A la mayoría, los rechazaron; corría una historia —que posiblemente no fuera inventada— de un grupo de reporteros a los que detuvieron de camino al campo de batalla y llevaron ante Horace Smith-Dorrien. Uno afirmó ser el enviado de The Times, a lo cual el general respondió con aspereza que esperaba que su jefe, lord Northcliffe, recompensaría generosamente al periodista por su empuje y celo; pero que él, por su parte, mandaría al grupo de reporteros bajo custodia a Tours, para retenerlos allí hasta haber acabado con la guerra[22].

A falta de despachos del frente, los expertos volvieron a quedar limitados a las conjeturas y chismorreos militares. Los editores empezaron a publicar las cartas que los soldados mandaban a sus familiares y que luego esposas y madres, encandiladas por las hazañas de sus hombres, reenviaban a los periódicos. Pronto salió a la luz que muchas de aquellas memorias eran florituras o mentiras descaradas. La brigada de fusileros se enfureció al descubrir que uno de sus hombres, cierto Curtis, había escrito una carta que tuvo mucho eco en la prensa, en la que daba detalle de su propio heroísmo durante la retirada. En realidad, el hombre era un rezagado que se escabulló a la retaguardia sin participar en la acción.

Mientras tanto, el Illustrated London News del 29 de agosto calificaba de «victoria» la actuación de las tropas británicas en Mons. Su retirada, según afirmaba en tono reconfortante Charles Lowe, guardaba parecido con la del ejército de Wellington en Quatre Bras, en 1815: «Solo era cuestión de un peu reculer pour mieux sauter y el resultado fue Waterloo… Entonces les dieron una lección a los franceses y ahora —casi en el mismo sitio— les están dando ejemplo». Ante tan increíble condescendencia, apenas sorprende que Joffre y sus subordinados se exasperasen.

Luego, el 29 de agosto, los lectores del periódico sufrieron un contundente shock: noticias absolutamente inesperadas de que la campaña en el continente iba en verdad muy mal. The Times publicó un informe de un corresponsal, fechado en Amiens el 28 de agosto: «La situación en el norte parece ser muy grave». En medio del caos de la retirada, al final los periodistas pudieron hablar con algunos soldados, que les describieron un panorama deprimente. Luego fue aún peor: el reportero de The Times Arthur Moore iba en bicicleta por la carretera cuando se encontró con unos rezagados de la FEB. Tras escuchar sus relatos, regresó a escribir una noticia detallada de la penosa situación del ejército británico, que causó sensación al aparecer publicada en una edición especial del 31 de agosto. Retrataba la FEB como si hubiera sufrido una derrota total: «Es importante que la nación tome ahora conciencia de algunas cosas», escribió Moore. «Verdades amargas, pero podemos afrontarlas. Tenemos que reducir nuestras bajas, evaluar bien la situación, apretar los dientes… No vi miedo en los rostros de nadie. Era un ejército roto y en desbandada, pero no uno de hombres acorralados… Nuestras bajas son muy elevadas. He visto los restos deshechos de muchos regimientos… En resumen, el primer gran esfuerzo alemán ha tenido éxito. Debemos encarar el hecho de que la Fuerza Expedicionaria Británica, que recibió el grueso del golpe, ha sufrido pérdidas terribles y exige un refuerzo inmenso e inmediato». Concluía afirmando que el ejército alemán también había padecido considerablemente: «Es posible que haya llegado a su límite».

The Times publicó un editorial rimbombante: «El ejército británico ha superado toda la gloria de su larga historia y ha ganado un nuevo e imperecedero renombre… Pese a que tuvo que batirse en retirada ante la abrumadora fuerza y tenacidad del enemigo, conserva una línea intacta, aunque maltrecha». Es difícil exagerar el impacto del artículo en la opinión pública. Su aparición encolerizó al resto de la prensa británica, que había obedecido las indicaciones del gobierno de mantener la moral a base de insulseces. Asquith denunció la historia y descartó la conclusión de Moore de que el ejército estuviera deshecho. Pero la tormenta de la noticia aún rugía cuando llegó el telegrama secreto en el que el comandante en jefe describía las condiciones de la FEB de una forma muy semejante a la del corresponsal de prensa «sensacionalista». Ambos estaban en un error y exageraban una barbaridad. Pero el derrotismo de French amenazaba con tener graves consecuencias: informaba al primer ministro de que se proponía retirarse más allá del Sena y establecer una nueva base logística en el puerto de La Rochelle. El comandante en jefe, sin duda, se veía como sir John Moore en España un siglo antes, cuando salvó a su pequeña y aguerrida fuerza retirándose a La Coruña.

En Londres circulaban los rumores más disparatados, dando una imagen cruel e injusta del ejército francés. Norman Macleod anotó en su diario noticias de un desplome absoluto; del comandante en jefe británico, que, supuestamente, amenazaba con retirar a la FEB a Inglaterra; de una división de la caballería francesa que, al parecer, se negaba a respaldar a unidades británicas en apuros, «porque decían estar cansados»; de una FEB que luchó durante once días, sin tregua, hasta que «el cuerpo no daba más de sí». El cuarto lord del mar le dijo a Macleod, con aire cansado, que al parecer Gran Bretaña tendría que salvar, una vez más, a los franceses a pesar de ellos mismos, como hiciera antaño Wellington con los españoles. Al día siguiente, este dignatario confesó: «A los franceses se les ha dicho que o luchan o se van al infierno»[23].

Así de revuelto estaba el ánimo en Whitehall y Westminster cuando el gabinete recibió el telegrama de sir John. El hecho de que el comandante en jefe del ejército británico en el campo de batalla recomendase lavarse las manos con respecto a la campaña —que era lo que venía a decir la propuesta— era un asunto de una gravedad sin parangón. La idea de que la Fuerza Expedicionaria Británica renegase unilateralmente del ejército francés amenazaba con desencadenar terribles consecuencias para la causa aliada. El gabinete tomó una decisión crucial y, en modo alguno, inevitable: la solidaridad anglofrancesa debía quedar por encima de cualquier otra consideración. No se haría caso del mariscal del campo. Se le daría orden directa de mantener a la FEB en el frente, al lado de los ejércitos de Joffre. El ministro de Guerra, lord Kitchener, fue enviado a París para asegurarse de que sir John cumplía con lo que se le decía. El comandante en jefe debía abandonar su intento —desvergonzado y vil— de huir de Francia.