II. La «bestialidad alemana»

Un aspecto relevante y ciertamente desagradable de las primeras semanas de la campaña alemana en el oeste fue el mal trato que su ejército dio a los civiles, aprobado al más alto nivel. La política de crueldad institucionalizada que los invasores iniciaron en Lieja se amplió luego a todas las zonas que ocuparon. Condicionados por las experiencias de 1870-1871 en Francia, cuando se toparon con guerrillas de civiles, en 1914 se mostraron obsesionados con la supuesta amenaza de los francotiradores, contrarios a las leyes de la guerra. Un soldado anotó en su diario, cerca de Andenne, el 19 de agosto: «En los pueblos disparan una y otra vez contra nuestras patrullas de caballería, dicen. Ya son varios los pobres tipos que han perdido la vida por eso. ¡Qué infamia! Una bala honrada en una batalla honrada; de acuerdo, entonces uno ha derramado su sangre por la patria. Pero que te disparen emboscados, desde la ventana de una casa, con el cañón del arma escondido entre las macetas, no: esa no es la bonita muerte de un soldado»[51].

En una carta de un oficial, publicada en el periódico Deutsche Tageszeitung el 19 de agosto, se decía: «Tenemos que cañonear hasta arrasar prácticamente cada ciudad y pueblo… porque los civiles, sobre todo las mujeres, disparan a las tropas al paso. Ayer, unos civiles dispararon contra la infantería desde la torre de la iglesia, en X, y eliminaron a media compañía de bravos soldados. Se apresó a los civiles, se los ejecutó y se dejó el pueblo en llamas. Una mujer cortó la cabeza de un ulano herido. Se la atrapó y tuvo que llevar la cabeza hasta Y, donde la mataron. Mis hombres son magníficos y desbordan coraje. Arden en deseos de venganza. Protegen a sus oficiales y, cada vez que atrapan a francotiradores, los cuelgan de un árbol en el margen del camino». Aunque el relato parece de lo más fantástico, la paranoia por las guerrillas era general. Un alemán garantizó a unos prisioneros franceses que estarían a salvo, porque «todos los soldados son camaradas», pero luego blandió la bayoneta amenazadoramente y añadió: «Pero en cuanto a los francotiradores…»[52].

Los informes sobre la conducta del enemigo en Bélgica —la «bestialidad alemana»— pronto ocuparon titulares en todos los periódicos aliados. Un soldado irlandés herido, que estaba en el hospital de Dover, dijo a Asquith, el primer ministro, que había visto con sus propios ojos cómo los alemanes situaban por delante de sus tropas una pantalla de mujeres y niños. Tales incidentes ocurrían, pero a veces, quizá los testigos vieran tan solo a refugiados huyendo espontáneamente por delante de los atacantes. Algunos relatos, sin embargo, se exageraron grotescamente: hubo historias de bebés empalados por bayonetas «hunas», o manos de madres cortadas por los granaderos prusianos. El cadete naval británico Geoffrey Harper escribió en su diario el 24 de agosto, tras tener noticias de atrocidades cometidas en Bélgica: «Es una mamarrachada decir que los alemanes son “una raza culta” o una raza civilizada. Si el grueso de su ejército es capaz de hacer lo que está haciendo, el resto de la raza debe ser igual. Desde ahora, miraré a todos los alemanes —hombres, mujeres y niños, del káiser abajo— no como pobres salvajes sin educación, sino como salvajes deliberados»[53].

En los periódicos alemanes hubo una polémica feroz al respecto de si la propia población civil debía ofrecer resistencia en el caso de una invasión. H. G. Wells y sir Arthur Conan Doyle defendieron que sí, pero un corresponsal de The Times se mostró en absoluto desacuerdo y se refirió a la futilidad de la resistencia civil belga, que no hacía daño a los alemanes, pero sí provocaba represalias salvajes: «Que nadie dude de cuáles serían las consecuencias. Deberíamos poder ver el espeluznante y enloquecedor espectáculo de los pueblos en llamas, ejecuciones brutales y todos los horrores indescriptibles que suele suponer la venganza de una soldadesca exasperada».

No tardó mucho en saberse que algunas informaciones sobre la conducta alemana en Bélgica se habían exagerado, o incluso inventado por completo, para fines propagandísticos. Se produjo una reacción violenta. Un día, un estadounidense entró en las oficinas del Foyer Franco-Belge de París, un grupo al que André Gide estaba prestando ayuda, y ofreció en son de burla una generosa donación si el personal le podía presentar a un solo niño que hubiera sido mutilado por los invasores alemanes[54]. Este incidente fue posterior a la publicación de un artículo de prensa en el que Jean Richepin afirmaba que, en los territorios ocupados, el enemigo había cortado las manos a 4000 niños.

Muchos soldados británicos —al menos, en las etapas iniciales de la guerra, antes de que el gas y la masacre prolongada endurecieran las actitudes— respetaban a los alemanes como «adversarios honorables». Se disgustaban con las noticias atroces de la prensa, que no encajaban con su propia experiencia. El comandante Bertie Trevor escribió en septiembre una carta a casa en la que aplaudía a un enemigo deportivo: «Luchamos contra el cuerpo de la guardia… buena gente… Las (supuestas) atrocidades de los alemanes contra los heridos se han exagerado mucho»[55]. El New Statesman proclamó su escepticismo al respecto de la supuesta brutalidad del enemigo contra los civiles: «Parece darse el caso, universalmente, de que, si nuestro enemigo no comete atrocidades, uno se las inventa para poder odiarlo tanto como se necesita odiarlo»[56]. Bernard Shaw comparó desdeñosamente la pasión de la prensa por los relatos de barbaridades con «un combatiente herido de muerte que pide morfina a gritos»[57].

Años más tarde, en 1928, el parlamentario laborista Arthur Ponsonby publicó un libro titulado Falsehood in Wartime, donde afirmaba que las «atrocidades» de 1914 eran invenciones deliberadas de los gobiernos aliados, concebidas para fomentar el odio contra el enemigo. Fue una obra aclamada por la opinión pública liberal, que cobró gran popularidad, como era de esperar, en Alemania, donde luego la reeditaron los nazis. Por toda Europa, hasta el día de hoy, mucha gente cree que la denuncia de los crímenes de guerra alemanes apenas tenía base real. La cuestión se entrelazó con la convicción de posguerra, entre los liberales británicos, de que todos los beligerantes compartían la responsabilidad política y moral por la catástrofe que se había vivido, y que todos eran igualmente culpables de crímenes contra la humanidad.

Este punto de vista choca con las pruebas contemporáneas. La investigación moderna ha demostrado que, aunque algunas noticias de prensa eran mentiras, en Bélgica y Francia el ejército alemán se comportó en efecto con una inhumanidad sistemática. Los soldados británicos y franceses ejecutaron a algunos civiles inocentes, franceses y belgas, a los que tomaron por espías; pero en contra de los aliados occidentales no hay noticias, ni acusaciones siquiera, en la escala de las masacres alemanas. Con la obsesión de los francotiradores, el ejército del káiser asesinó a un gran número de civiles y rehenes. Los cronistas recientes más autorizados de los crímenes de guerra alemanes, John Horne y Alan Kramer, han escrito: «Podemos afirmar categóricamente que no hubo ni una resistencia civil colectiva ni la acción militar de unidades de francotiradores [a diferencia de lo que ocurrió durante la guerra franco-prusiana de 1870-1871]. Hubo unos pocos casos aislados de civiles que, a título personal, dispararon contra los alemanes, pero ninguno de estos incidentes provocó ejecuciones colectivas como las de Dinant, Lovaina o Lieja, en Bélgica, y otras de Francia»[58].

Desde los primeros días de agosto, los rumores de la actividad de francotiradores, con detalles de sus supuestas atrocidades, se extendieron febrilmente entre las formaciones alemanas. Tales infundios alimentaron la disposición de los soldados a, por un lado, creerse lo peor cada vez que oían disparos por detrás del frente, y, por otro, vengarse de forma sumaria. Desde el nivel más alto se aprobó una política de severidad extrema. El 9 de agosto, el káiser escribió: «La población de Bélgica… se condujo de un modo diabólico, por no decir bestial, en nada mejor que el de los cosacos. Torturaban a los heridos, los apaleaban hasta la muerte, mataban a los médicos y sus auxiliares, disparaban en secreto… contra hombres que estaban en la calle sin causar daño… El rey de los belgas debe ser notificado acto seguido que, como su pueblo se ha situado fuera de la observancia de todas las costumbres europeas… recibirá la misma clase de trato».

Veamos una muestra de los incidentes que provocaron respuestas alemanas espantosas. En la provincia belga de Luxemburgo, la noche del 12 de agosto, una mujer de Arlon segó accidentalmente el cable de un teléfono de campaña al abrir los postigos de la ventana. La denunciaron por sabotaje; el comandante local ordenó arrasar el pueblo y el pago de una indemnización. Un oficial de policía, al que se tenía como rehén, fue ejecutado a la noche siguiente, después de que la caballería alemana afirmara haber recibido disparos. En Jarny, Luxemburgo, el 10 de agosto, un italiano mató a tiros a su propio perro en cumplimiento de un edicto alemán sobre el control de mascotas; ello hizo que se informara de supuestas actividades de francotiradores, lo que comportó el fusilamiento de quince italianos. Los contratiempos tácticos del campo de batalla derivaban, a menudo, en letales despliegues de odio contra los civiles. El 11 de agosto, después de que los dragones alemanes tuvieran que retirarse bajo el fuego rival, afirmaron haber sido atacados por los habitantes de Bazailles; se fusiló a veinticinco y se prendió fuego a cuarenta y cinco casas. En Visé, el 16, unos pioneros de Königsberg, en estado de embriaguez, denunciaron un ataque; se fusiló a veinticinco habitantes y se deportó a 631 a Alemania; se saqueó la ciudad y se incendiaron seiscientas casas.

Algunas unidades alemanas castigaban a las tropas enemigas por ofrecer resistencia. Así, cuando el 19 de agosto dos regimientos belgas frenaron una ofensiva sobre Aarschot, los invasores, afrontados, mataron a veinte prisioneros y arrojaron sus cuerpos al río Demer. Aquel mismo día, algo más tarde, cierto coronel Stenger, comandante de una brigada, murió por efecto, probablemente, del «fuego amigo»; como represalia, un capitán llamado Karge ordenó fusilar acto seguido a sesenta y seis rehenes varones, en tandas de tres, y a lo largo de la noche se incendió y saqueó la ciudad. El 28 de agosto, otro millar de habitantes de la ciudad fueron transportados hasta Lovaina y, al llegar aquí, se fusiló a algunos; a otros cuatrocientos se los deportó a Alemania, incluidos varios monjes del monasterio local, de la orden del Sagrado Corazón. En total, fallecieron 156 habitantes de Aarschot.

Al parecer, incluso algunos de los propios oficiales alemanes sentían recelos ante tales acciones. Después de que, en Andenne-Seilles, se asesinara a 262 civiles de ambos sexos y todas las edades, el nuevo comandante de la ciudad, el capitán Becker, ordenó celebrar un «festival de reconciliación» el 28 de agosto, que los habitantes locales interpretaron como prueba de la incomodidad de los germanos. Pero los incidentes relativos al uso de civiles como escudos humanos siguieron siendo relativamente frecuentes, incluido uno, durante la toma de Namur, en el que dos sacerdotes murieron cumpliendo esa función. También en Namur, que fue ocupada al caer la noche del 23 de agosto, se reunió a cuatrocientos rehenes en una escuela de equitación, y un oficial alemán se dirigió a ellos en un francés vacilante: «Han disparado contra nuestros soldados. Haremos como hicimos en Andenne. Andenne [está] acabada… Los habitantes intentaron envenenar a nuestros soldados, dispararon contra nuestros soldados… A vosotros también os fusilaremos, porque acabáis de disparar a nuestros soldados, aquí mismo, en la Grand Place. Y los belgas también les habéis cortado a nuestros soldados la nariz, las orejas, los ojos y los dedos»[59]. Pese a todo, el resultado fue de lo más inusual, ya que a última hora se liberó abruptamente a los rehenes.

La catástrofe incendiaria que sacudió la vieja ciudad de Lovaina fue provocada por una serie de disparos repentinos e inexplicados a las 8 de la tarde del 25 de agosto. Los soldados entraron en las casas, sacaron a los hombres para apalearlos y, en algunos casos, los mataron a tiros. Aquella noche, a las 11.30, unos soldados entraron en la biblioteca de la universidad y le prendieron fuego; luego impidieron que los bomberos belgas apagaran el incendio, que destruyó 300 000 volúmenes. Los tiros e incendios se prolongaron hasta el 26, destruyendo unos 2000 edificios. Se sacó de la ciudad a unos 10 000 habitantes y se deportó a 1500 a Alemania.

Los ocupantes estaban convencidos de que los clérigos belgas tenían un papel destacado en la incitación a la resistencia. Un joven jesuita, el padre Dupierreux, estaba entre los cuatrocientos académicos y sacerdotes de Lovaina a los que se reunió en un campo a las afueras de Bruselas y se registró en busca de armas. A Dupierreux se le halló un diario en el que había escrito un pasaje que sus captores leyeron en voz alta: «Decididamente, no me gustan los alemanes. Uno estudiaba que, hace siglos, los bárbaros prendían fuego a ciudades sin fortificar, saqueaban casas y asesinaban a los vecinos inocentes. Los alemanes han hecho exactamente lo mismo… Esta gente puede estar orgullosa de su Kultur»[60]. Ejecutaron al sacerdote allí mismo.

«Los habitantes de Seilles atacaron a nuestros pioneros, que construían un puente sobre el Mosa, y mataron a veinte de ellos», escribió el Graf Harry Kessler en su diario, el 22 de agosto. «Como castigo, a unos doscientos ciudadanos se les formó consejo de guerra y se los fusiló. No queda ni una casa con techo o ventanas; una calle tras otra solo hay paredes desnudas y quemadas y, más terrible aún: efectos del hogar, fotografías familiares, espejos rotos, mesas y sillas tiradas… Hay una familia sentada en los adoquines, delante de una casa que aún arde: la miran, llorando y llorando, hasta que caen las últimas vigas… Todos los convoyes [alemanes] que encontramos entre Seilles y Bierwart traían botín… nuestros soldados se han acostumbrado a beber y saquear. En Lieja, secciones enteras se embriagan cada día con el vino y el aguardiente de las casas reducidas a cenizas. Será difícil parar algo así.»[61]

En Leffe, a las afueras de Dinant, el 23 de agosto, las tropas alemanas llegaron a la convicción de que se enfrentaban a una resistencia civil generalizada. El cabo Franz Stiebing describió qué ocurrió a continuación: «Nos abrimos paso casa por casa, mientras nos disparaban desde casi todos los edificios, y arrestamos a los hombres, que iban casi todos armados. Se les ejecutó sumariamente en la calle. Solo se perdonó la vida de los niños menores de 15 años, los ancianos y las mujeres… No vi que nadie de mi batallón resultara muerto o herido en este combate callejero; pero vi los cadáveres de, por lo menos, 180 francotiradores»[62]. Entre los 312 habitantes de Leffe que murieron, a cuarenta y tres hombres se les ejecutó después de sacarlos de la iglesia.

No será necesario seguir detallando esta clase de episodios. Kramer y Horne registran 129 atrocidades «graves» documentadas durante las primeras semanas de la guerra: 101 en Bélgica y veintiocho en Francia, en las que se mató a sangre fría a un total de 5146 civiles. También constan 383 incidentes «menores», con menos de diez muertes cada uno, que suman otras 1100 personas. Durante las operaciones de 1914, se sabe que los alemanes mataron deliberadamente a un total de unos 6427 civiles. Cerca del 65% de los incidentes «graves» respondían a acusaciones de fuego de francotiradores civiles. Las matanzas fueron obra de hombres de todos los ejércitos alemanes. Las atrocidades solo menguaron claramente cuando el frente se estabilizó, en octubre.

Es interesante comparar estas estadísticas con las del frente oriental. En un informe oficial alemán se hizo constar que, durante la invasión rusa de Prusia oriental, murieron 101 civiles. Solo constaban dos «incidentes graves»; uno el 28 de agosto, en Santoppen (Sątopy), donde se ejecutó a diecinueve alemanes; y otro en Christiankehmen, el 11 de septiembre, donde murieron catorce civiles. El informe alemán concluía así: «Las atrocidades rusas… han resultado ser una gran exageración… Se informa de que las tropas rusas se han portado con corrección hacia los habitantes, en todas partes. Cuando se han arrasado pueblos y ciudades, ha sido, casi sin excepción, durante duelos de artillería»[63]. Erich Ludendorff intentó oponer el comportamiento supuestamente «aberrante» de los belgas para con el ejército del káiser al hecho de que «en Prusia oriental, muchos de los soldados rusos mostraron una conducta ejemplar».

Nos hemos ocupado aquí con cierta extensión del tema de las atrocidades porque tuvo un papel importante en la evolución de la opinión pública aliada en torno de la guerra, junto con mitos y leyendas asociados. Desde las primeras semanas, algunos escépticos, dentro del bando aliado, denunciaron que las historias del «espanto» alemán eran mera propaganda. Seis corresponsales estadounidenses en Alemania, encabezados por Irving S. Cobb, del Saturday Evening Post, enviaron un cable conjunto a la agencia Associated Press, el 7 de septiembre, desacreditando las informaciones sobre los horrores: «Nos unimos en el ánimo de demostrar infundadas las noticias de atrocidades alemanas, en lo que nos sea posible… Tras pasar dos semanas con las tropas, y en compañía de ellas, remontando más de 150 kilómetros, nos ha sido imposible constatar ni un solo ejemplo no provocado».

Esta ingenua proclamación no era coherente con ciertas notas de la propia prensa alemana, como la publicada en el Kölnische Zeitung cuatro días antes; lejos de negar las historias de represalias salvajes, lo que intentaba era justificarlas: «Nuestros valientes compatriotas no estaban preparados para la resistencia de los habitantes de las ciudades y los pueblos que estaban obligados a ocupar. ¿Cómo podían esperar que se les disparase desde las ventanas y los sótanos? Al principio, quedaron petrificados de horror por tales crímenes, y solo cuando los oficiales lo ordenaron así, adoptaron medidas punitivas, quemaron casas, ejecutaron civiles». Los investigadores modernos han reunido pruebas cuya veracidad parece difícil poner en duda. En Bélgica y Francia, durante el mes de agosto de 1914, el ejército del káiser fue presa de la histeria, a lo que se unió la determinación de imponer su supremacía de forma rápida e implacable. También, entre algunos soldados, había un deseo de vengarse de las bajas y los contratiempos del campo de batalla en cualquier víctima que tuvieran a mano. En todos los ejércitos y todas las guerras se cometen fechorías no autorizadas, pero en este caso la jerarquía alemana refrendó formalmente la legitimidad de la conducta de sus soldados.

Muchas personas bien intencionadas, tanto soldados como civiles, tras descubrir que algunas de las graves acusaciones contemporáneas eran falsas, concluyen que no hay que dar crédito en general a las «historias de atrocidades» del ejército alemán. Esta idea prendió especialmente entre los británicos, debido a su respeto por la cultura alemana de preguerra. Pero era una convicción ingenua. Sus enemigos, sin duda, perpetraron en Bélgica y Francia, en 1914, acciones indignas de una sociedad civilizada. En defensa del comportamiento alemán, a veces se alega que entre las otras naciones europeas, y sus ejércitos, también hubo algunas conductas bárbaras. Los rusos perpetraron toda una serie de barbaridades contra los judíos polacos en 1914-1915. El comportamiento de los belgas en su colonia del Congo fue terrible por sistema. La trayectoria de las fuerzas de seguridad del Imperio Británico en la India y África quedó empañada por excesos contra los civiles, igual que hicieron los franceses en sus posesiones de ultramar. En ocasiones, los británicos también actuaron de un modo deplorable durante los combates por la independencia de Irlanda, en 1920-1921.