Algunas personas respondieron con serenidad a las nuevas circunstancias del conflicto europeo. En Schneidemühl (Prusia), Elfriede Kühr, de doce años, preguntaba a su abuela si Alemania vencería. La mujer aseguró con orgullo: «En toda mi vida, nunca hemos perdido una guerra; así que esta tampoco la perderemos»[22]. La nieta quedó desconcertada porque aquel acontecimiento, supuestamente trascendental, apenas afectaba de forma inmediata su vida cotidiana: «Tomamos panecillos blancos y carne de calidad, y salimos a pasear como si nada hubiera sucedido»[23]. Es tan solo un mito que, en su mayoría, los beligerantes esperaban que la guerra fuera corta. Hubo personas ignorantes, e incluso algunas mejor informadas, que participaron de tal engaño en parte porque los economistas, con su habitual falta de juicio, les aseguraron que Europa no tardaría en quedarse sin dinero. Pero muchos soldados reflexivos de todas las naciones reconocieron que un conflicto europeo general podía durar mucho tiempo.
En París, aún se podía ver Fausto en la ópera, y la prensa encontraba espacio para informar de la muerte de un niño atropellado por una furgoneta de reparto de la leche; una conferencia futurista continuaba debatiendo sobre las ventajas de excavar un túnel bajo el Canal. Pero el 2 de agosto, la capital francesa declaró el estado de sitio mientras durase la guerra: el municipio cedió a los militares toda la responsabilidad sobre el orden público, con poderes de entrada draconianos y restricciones a la asamblea y el entretenimiento. Tres días después se aprobó una ley para «reprimir las indiscreciones de la prensa en tiempos de guerra», que prohibía publicar toda información militar que no hubiera sido autorizada por el gobierno o el alto mando. Se vetó que los periodistas entraran en las zonas de combate. En los meses posteriores, Joffre, como comandante en jefe del ejército de tierra, ejerció poderes casi iguales a los de una dictadura nacional, lo que provocó la envidia de su homólogo alemán, Moltke, coartado por el káiser. En las puertas de los negocios de París abundaban los signos en los que se afirmaba, con una mezcla de pesar y orgullo: «Maison fermé à cause du départ du patron et des Tageblatt sous le drapeau français». Los cafés y bares cerraban ahora a las 8 de la tarde; los restaurantes, a las 9.30. La caballería instaló un campamento en los bulevares y ataba las monturas a los castaños. A las 10 de la noche, la ciudad más vibrante de Europa estaba casi muda.
El 5 de agosto, el Parlamento alemán acordó aportar un préstamo de guerra de 5000 millones de marcos, con el apoyo socialdemócrata, aunque la mayoría de sus miembros se oponía al conflicto. La guerra se había convertido en un hecho consumado y, por ende, el patriotismo se imponía a las convicciones anteriores, como ocurría también en Gran Bretaña y Francia. Los socialistas, heridos por la pulla conservadora según la cual no eran sino Vaterländslose Gesellen («gente sin patria»), se sintieron obligados a formar bajo la bandera. Además, el miedo y la aversión a Rusia eran tan apasionados en la izquierda como en la derecha. La mayoría de los alemanes creía, sinceramente, que su país estaba rodeado de enemigos. El Münchner Neueste Nachrichten reflexionaba con amargura, el 7 de agosto, sobre la renovación de una hostilidad extranjera demasiado conocida, un «odio a la alemanidad, que en esta ocasión procede del este». En el oficioso Kölnische Zeitung se leía: «Ahora que Inglaterra ha mostrado sus cartas, todo el mundo puede ver a qué se está jugando: es la conspiración más potente de la historia del mundo».
El Neue Preußische Zeitung fue el primero en emplear la palabra Burgfrieden para describir la nueva tregua política de Alemania. Derivaba de una costumbre medieval, que prohibía las luchas personales en el interior de las murallas de un castillo en combate. Ahora, la Burgfrieden volvió a ser moneda común. En Francia, con el mismo espíritu, el primer ministro acuñó el 4 de agosto un concepto que pasó a la lengua común, l’union sacrée: «Dans la guerre qui s’engage, la France… sera héroïquement défendue par tous ses fils, dont rien ne brisera devant l’ennemi l’union sacrée». («En la guerra que se avecina, Francia será heroicamente defendida por todos sus hijos, cuya unión sagrada ante el enemigo será indisoluble»). En la prensa había mucha belicosidad. El clerical Croix d’Isère afirmó que la contienda era la guerre purificatrice, y Francia debía superar esa purificación como castigo a los pecados cometidos durante la Tercera República. Según escribió otro contemporáneo: «Esa era la idea que estaba en todas partes: que la guerra limpiaría el aire y haría que, una vez acabada, las cosas que nos rodeaban fueran más agradables». El periódico socialista Le Droit du Peuple adoptó como lema: «la guerra por la paz».
En Gran Bretaña la reconciliación también se convirtió en un tema predominante. El 11 de agosto, el gobierno recibió con alivio la excusa para perdonar todas las condenas de cárcel de las sufragistas. Entre la famosa familia Pankhurst, Sylvia siguió pidiendo la paz, pero su hermana Christabel y su madre Emmeline denunciaron «el peligro alemán». La ejecutiva del Congreso de Sindicatos Británicos aseveró que identificaba la guerra con «la preservación y el mantenimiento de un gobierno democrático libre y sin restricciones». No fueron pocos los que creyeron —al igual que hacen hoy algunos historiadores modernos— que las hostilidades con Alemania evitaron una colisión violenta entre los obreros, los patronos y el gobierno británicos.
John Redmond, líder de los partidarios de la autonomía irlandesa (Home Rule), hizo un gesto conciliador de suprema inteligencia al declarar en la Cámara de los Comunes: «En Irlanda hay dos grandes cuerpos de voluntarios. Uno de ellos ha surgido en el sur. Digo al gobierno que mañana mismo pueden retirar de Irlanda todas sus tropas. Digo que los hijos de Irlanda defenderán sus costas frente a una invasión extranjera; y, para este fin, los católicos nacionalistas del sur que han tomado las armas se alegrarán de sumarse a la batalla junto con los protestantes armados del Ulster, en el norte». Cuando Redmond se sentó, el aplauso fue ensordecedor; pero con estas palabras perdió su condición de portaestandarte del nacionalismo irlandés y destruyó su carrera política.
El ejecutivo del Daily Mail Tom Clarke escribió en su diario el 5 de agosto: «El simulacro de guerra del Ulster ya se ha olvidado. La gente habla de ello con susurros avergonzados. La historia de los días más recientes es una pesadilla… Ahora que nos hemos echado de cabeza, uno ya se siente mejor… [El pueblo británico] es consciente de que nos esperan tiempos duros. Tienen confianza, pero sin chulería. Hoy todo el mundo está pensando en el mar del Norte. La batalla decisiva se podría librar allí, incluso esta misma noche»[24]. Un editorial de The Times se expresaba con más romanticismo escolar que rigor intelectual: «[El pueblo de Gran Bretaña] siente y sabe que se los ha llamado a desenvainar [la espada] en la vieja causa; que, una vez más, con las palabras que el rey Guillermo inscribió en su estandarte, ellos “mantendrán las libertades de Europa”. Es la causa por la que luchó Wellington en la Península y Nelson en Trafalgar; la causa de los débiles contra los fuertes, de los pueblos pequeños contra sus vecinos apabullantes, de la ley contra la fuerza bruta»[25].
La guerra dio lugar a muchos actos de generosidad personal. Algunos fueron útiles, y otros no; en la mayoría pudo haber abusos. Un grande de Francia, que donó su querido automóvil al servicio de la nación, se enfureció al verlo en la rue de Rivoli unos días después, ocupado por la amante del ministro de Guerra. Alois Fürst zu Löwenstein-Wertheim-Rosenberg era un rico aristócrata alemán con escaso interés en los asuntos militares, que anteriormente había rehuido el servicio. Pero ahora, como muchos de su clase, ofreció un espléndido automóvil al ejército de Baviera, junto con sus propios servicios como conductor, para así aportar «una pequeña parte al sacrificio personal». También convirtió su castillo de Kleinheubach en un hospital, que se consideró adecuado para diez oficiales y veinte soldados de la tropa, y costeó todos los gastos. Se le concedió el grado de teniente y, tras quince días de demora, mientras su sastre, agobiado por el trabajo, completaba los uniformes, partió hacia el frente.
Los ricos a los que no se había llamado a exponerse a las balas y proyectiles ofrecieron a cambio dinero para el bien común. El nombre del rey Jorge V encabezaba una lista de donantes al Fondo de Socorro Nacional de Gran Bretaña, con una aportación de 5000 libras esterlinas, a las que la reina añadió 1000 guineas. Sir Ernest Cassell y lord Northcliffe dieron 5000 libras cada uno, lord Derby, otras 2000, y personas de menor fortuna, cantidades menores; pero nadie pudo decidir de inmediato a qué fin cabía aplicar dignamente aquel dinero. Se estableció un Fondo de Socorro de Serbia que, en septiembre, había recaudado 100 000 libras. El duque de Sutherland comenzó un proyecto por el que la aristocracia permitía que sus vastas residencias de campo se usaran como hospitales, pero hubo que descartar muchas de las 250 residencias ofrecidas por la inadecuación de su alcantarillado. El duque fue entonces más allá y anunció que también podía entregar un hospital de convalecencia en Londres, con una plantilla al completo, listo para recibir pacientes. Un oficial del Almirantazgo acudió a investigar, no sin escepticismo, y quedó asombrado al constatar que en efecto el duque tenía una instalación de apoyo médico en Victoria Street: se había fundado en nombre de los Voluntarios del Ulster, en previsión de una guerra civil irlandesa.
Millones de alemanes empezaron a aportar Liebesgaben, donaciones de caridad que incluían alimentos, bebida, tabaco y ropa para los soldados; pero a veces, se entendía que había excesos en el entusiasmo por ayudar a los soldados. El Norddeutsche Allgemeine Zeitung[26] aconsejó a las mujeres acaudaladas que no invitaran a su hogar a los hijos de los pobres, porque si se acostumbraban a un nivel de vida tan superior al propio, era probable que los más humildes cayeran en la insatisfacción. Algunas empresas comerciales abrazaron nuevas oportunidades. La compañía textil Courtaulds anunciaba un crespón negro impermeable que permitía llevar «duelo a la moda». Burberry empezó a comercializar «equipos de servicio activo»: «Todo oficial querrá su impermeable Burberry». Los sastres de Thresher y Glenny ganaron mucho dinero con los uniformes, y en Ross se vivió una explosión en las ventas de prismáticos. Un fabricante de coches rápidos de dos asientos los vendía como idóneos «para oficiales y otros». En París, las tiendas de géneros de punto empezaron a ofrecer prendas tan poco veraniegas como medias y ropa interior gruesa, adecuada para la campaña[27]. En Londres hubo quejas porque la armería de Webley y Scott cobraba ahora 10 libras por un revólver que en julio habían vendido por tan solo cinco guineas.
Estos casos de «especulación» provocaron la ira pública. El acaparamiento de comida hizo que algunas tiendas alemanas bajaran la persiana, y casi todas subieron los precios. En Múnich, el precio de las patatas se multiplicó por dos; la sal, por tres; la harina subió un 45%. En Hamburgo, un grupo de mujeres asaltó el establecimiento de un supuesto especulador y fustigó a su propietario con sus propias salchichas. El Deutsche Volkszeitung informó de un altercado por causa de unas patatas, entre unos clientes y una verdulera que pedía doce peniques por kilo, en lugar de los seis o siete de costumbre. La vendedora exclamó con tono de desafío: «Bueno, pues si no os gusta el precio, ¡ya le venderé mis patatas a los rusos!». Hubo ciudadanos que respondieron con furia y la policía tuvo que intervenir para rescatar a la verdulera.
Entre tanto, las revistas llenaban sus páginas con fotografías y dibujos de soldados y equipos militares. Los periódicos traían noticias de guerra, principalmente falsas, y excluían casi todo lo demás. En las clases de matemáticas se enseñaba a los niños a sumar y restar soldados y barcos. Se escribieron incontables poemas bélicos, casi siempre espantosos por igual: «Úsame, oh, Inglaterra, / en tu hora de necesidad», escribió Elizabeth, hija del poeta laureado Robert Bridges. «Da, pues, Inglaterra, / si mi vida has menester / un don aún más bello / que es la muerte no temer». En Londres, el museo de cera de Madame Tussaud trasladó la estatua del káiser de la Galería Real a la Cámara de los Horrores. El famoso sentido del humor británico padeció la guerra desde el primer minuto: Bernard Shaw se vio en problemas tras componer un artículo en el que instaba a ambos bandos a fusilar a sus oficiales y regresar a casa[28]. Bibliotecas y librerías retiraron de sus estantes las obras de Shaw, mientras el archipámpano de las letras J. C. Squire pedía que lo untaran de alquitrán y emplumaran. Shaw no se corrigió, y se mofó diciendo que, si en verdad los aliados querían aplastar Alemania, el método racional pasaba por matar a todas sus mujeres[29].
El 2 de agosto, una compañía del regimiento de los Sherwood Foresters entró en las atarazanas de Armstrong en el río Tyne y se desplegó en torno de un acorazado casi acabado. Estaba destinado a ser el orgullo de la flota de Turquía y quinientos marinos del sultán aguardaban ansiosamente a bordo de un viejo buque de pasajeros, río abajo. Pero Winston Churchill decretó al respecto que la Marina Real tenía precedencia; y, a las pocas semanas, el Reshadieh, rebautizado como Erin, se unió a la Gran Flota en Scapa Flow; un segundo acorazado, el Sultán Osmán I, se convirtió en el Agincourt. Aunque Gran Bretaña ofreció a los turcos 1000 libras al día por el uso de los barcos, más la devolución de los mismos, o de todo su valor, al concluir las hostilidades, la opinión turca se sintió indignada por la pérdida de dos barcos que se habían financiado en parte por suscripción pública. Este sentimiento de ultraje contribuyó poderosamente a que Constantinopla decidiera, a los pocos días, dar la bienvenida a los Goeben y Breslau. A todas luces, la neutralidad turca era precaria.
Europa batallaba por ajustarse a las nuevas lealtades y animadversiones. En Viena, Francisco José intentó exhibir la solidaridad del sindicato monárquico al rechazar una propuesta de su Ministerio de Guerra, que pedía que el 27.o regimiento de infantería renunciara a su título «del rey de los belgas»; el 12.o de húsares de Austria siguió siendo conocido como «del rey Eduardo VII». Pero la familia real británica se apresuró a privar a sus parientes alemanes de los honores de Gran Bretaña: el káiser envió al palacio de Buckingham sus uniformes como almirante de la flota y mariscal de campo. El Jardín del Rey de Wurtemberg, en Niza, pasó a llamarse plaza de Alsacia-Lorena. El Gran Café de Berlín se convirtió en el café Unidad; en sus paredes mostraba un mapa de guerra constantemente actualizado y los clientes podían escuchar la lectura en voz alta de los últimos partes del frente. Muchos restaurantes alemanes eliminaron de sus cartas las palabras y los sintagmas franceses e ingleses, lo que confundió a los comensales, que no podían comprender qué estaban pidiendo cuando los platos se describían en su propia lengua[30]. Entre tanto, en Francia, la cerveza de tipo Pilsner se etiquetó como «Bière de la Meuse».
La fiebre del espionaje se apoderó de Europa. En Münster, una ciudad notablemente católica, los civiles detuvieron a varias monjas a las que acusaban de ser espías rusas; la policía arrestó en cuatro ocasiones al jefe de los jardineros de la ciudad, porque le gustaba vestir un traje que parecía ser de corte inglés[31]. La prensa británica informó desde Bruselas: «Se ha detenido aquí a cinco espías alemanes disfrazados de sacerdotes». Se decía que unos agentes rusos habían bombardeado puentes alemanes y envenenado reservas de agua, lo que obligó a la policía muniquesa a patrullar por las calles para tranquilizar a la gente con respecto a la calidad del agua del grifo. En Belgrado, se detuvo a varios hombres acusados de realizar señales luminosas desde el hotel Moskva a unos artilleros austríacos destacados en Zemun[32].
El hotel Astoria de París cerró entre acusaciones de que su administrador, alemán, había instalado en el techo aparatos para interceptar comunicaciones de radio francesas; el embajador británico oyó el rumor de que se había fusilado sumariamente a aquel hombre, y, aunque no le dio crédito, escribió con aire resignado que esperaba que «habría buen número de tueries»[33]. En The Times se publicó una carta que alertaba a los lectores del riesgo que, para la seguridad nacional, suponía que hubiera en Gran Bretaña destacados residentes de origen teutónico: «Durante el último cuarto de siglo, varios extranjeros muy bien situados, algunos naturalizados y otros no, que se sabe mantienen una estrecha comunicación con círculos financieros y alemanes, han comprado el acceso a la sociedad británica». El autor de la carta instaba a espiar las conversaciones telefónicas y vigilar de cerca a aquellos «simpatizantes muy bien situados», y terminaba con una advertencia ominosa: «No quiero ser alarmista, pero sé de qué hablo». Esta desagradable misiva estaba firmada solo con la inicial S[34].
En Berlín, la famosa actriz de origen danés Asta Nielsen bajaba caminando por el bulevar Unter den Linden cuando, de manera súbita e incomprensible, la denunciaron: «Me arrancaron el sombrero para que se me viera el pelo negro. “¡Una rusa!”, oí que alguien gritaba detrás de mí, y una mano me agarró del pelo. Chillé, presa del dolor y el miedo. Ante mí se presentó un hombre que me reconoció, y chilló mi nombre a los excitados que estaban detrás de mí; me soltaron y empezaron a maldecirse unos a otros. Uno de ellos empezó a agitar los brazos como si se hubiera vuelto loco y alcanzó a uno de los otros en la cara. Lo hizo sangrar. “No te puedes quedar aquí”, dijo mi salvador. “Esta gente ha perdido del todo la cabeza. Ya no saben qué están haciendo”»[35].
En todas partes, la sed de información era insaciable. Los periódicos se arrancaban de las manos de los vendedores, en cuanto llegaba una nueva edición, y los clientes de los cafés se dirigían a perfectos extraños. Los rumores no tenían freno. En San Petersburgo se dijo que el emperador Francisco José había muerto. En Mostar, unos soldados austríacos oyeron que en Francia había estallado la revolución y se había asesinado al presidente de la República[36]. En las terrazas de Niza había sabihondos que auguraban que el hambre obligaría a Alemania a abandonar la guerra al cabo de unas pocas semanas. Un residente local escribió el 5 de agosto: «No hay noticias genuinas de la guerra; sean de tierra o de mar, todo lo que aparece en la prensa es una invención». En Alemania, aquella semana, el Hannoverscher Courier publicó una denuncia injuriosa: «¡Animales!… En el día de ayer, un cirujano francés y dos oficiales franceses de incógnito han intentado envenenar las fuentes con bacilos del cólera. Se les ha formado consejo de guerra y se los ha fusilado»[37]. También se suponía que había hordas de belgas asesinando a civiles alemanes: los soldados de Moltke aseguraron haber capturado a un belga con los bolsillos repletos de dedos de alemanes a los que pretendía robar los anillos.
Los rusos se amontonaban en las estaciones de tren, donde era más probable recibir primero las noticias: los periódicos de Moscú tardaban varios días en llegar a las áreas remotas y, cuando lo hacían, incluían poca información sustanciosa. Los habitantes de las zonas rurales salían a las carreteras para preguntar a los viajeros cuanto pudieran saber. «Uno quedó encantado de encontrar a un simple cosaco», escribió Sergei Kondurashkin en el Cáucaso, «y escuchó con ansiedad sus palabras ingenuas, esperando pacientemente a que las piedras de moler de su memoria se pusieran poco a poco en movimiento.»[38] Cuando, con retraso, llegaban los periódicos de dos días, la familia Kondurashkin y los amigos se apiñaban en la galería de su dacha de vacaciones, hasta sumar veinte personas, entre los ocho y los sesenta años, incluidos niños, estudiantes, funcionarios, maestros y médicos. Se eligió a uno como el lector más claro y se le invitó a leer los artículos en voz alta para el grupo, en un momento muy chejoviano. Él enfilaba entonces la funesta retahíla de noticias: declaraciones de guerra, incursiones de Alemania en Polonia y de Rusia en la Prusia oriental, la llegada a Varsovia de los primeros prisioneros de guerra.
Hubo conjeturas intensas, casi siempre escasamente fundamentadas, sobre cómo sería el conflicto. Los expertos alemanes ofrecían predicciones particularmente optimistas. Así, un autor del Braunschweigische Anzeigen aseguraba que las tácticas y el armamento modernos reducirían las bajas: «Sin duda, algunos choques quizá sean aún ciertamente graves, pero está claro que las pérdidas generales serán inferiores. Las vastas multitudes que ahora se movilizan no se enfrentarán a experiencias tan violentas como mucha gente imagina. La batalla no será ninguna masacre». (Die Schlacht wird kein Schlachten)[39]. En Gran Bretaña había mucho temor a la amenaza de una supuesta invasión alemana, lo que movió a muchos civiles a incorporarse a clubes de tiro locales. La gente quedaba admirada ante la vista de los cañones antiaéreos que se estaban montando en el Arco del Almirantazgo y los puentes de Londres; la marina instó al Ministerio de Guerra a desplegar algunos aviones en Hyde Park.
Estos miedos tuvieron su reflejo al otro lado del mar del Norte. Anna Treplin, que vivía en el puerto alemán de Cuxhaven, se sintió alarmada por la perspectiva de que los buques de guerra británicos bombardearan el puerto y, con este, la residencia costera que ocupaban ella y sus tres hijos. Al igual que, en la preguerra, los lectores británicos se habían emocionado con la electrizante novela de Erskine Childers sobre la amenaza alemana, El enigma de las arenas, muchos alemanes leyeron el bombazo paralelo, titulado 1906. Esta obra de 1905, de un autor que firmaba con el seudónimo Seestern [«Estrella de mar»] —en realidad, un periodista llamado Ferdinand Grauthoff— preveía que las fuerzas marítimas anglo-francesas asaltarían Cuxhaven y se produciría un duelo de artillería entre los barcos de guerra aliados y las fortalezas costeras[40]. Frau Treplin levantó el campamento y se fue a Hamburgo con los niños y los nervios.
La leyenda de que Europa recibió el conflicto con los brazos abiertos está hoy muy matizada, si no desacreditada. Las comunidades rurales de todas las naciones quedaron conmocionadas y profundamente consternadas; la mayoría de los que lanzaban vítores en las calles eran los jóvenes urbanos, aún sin responsabilidades. La gente reflexiva estaba horrorizada. Michel Corday, un destacado funcionario francés, escribió: «Todas las ideas y los hechos causados por el estallido de la guerra llegaron como un golpe amargo y mortal contra la gran convicción que albergaba yo en mi corazón: el concepto del progreso permanente, de estar avanzando hacia una felicidad cada vez mayor. Nunca pensé que pudiera ocurrir algo como esto».
Pero algunos románticos y nacionalistas sí la acogieron con entusiasmo, como la austríaca Itha J., quien describió con lirismo «la magnificencia de nuestra época… el soberbio espectáculo de un mundo que arde en llamas»[41]. Incluso mientras gimoteaba en la estación el 2 de agosto, despidiendo a su esposo, un teniente, hablaba extasiada sobre «esta maravillosa [generación] de jóvenes que parte a la batalla y la muerte con risas y alegrías. Nadie tiembla, nadie gime, ¿acaso un ejército así no está destinado a obtener la victoria?». Alemania experimentó la euforia más vistosa, por influencia del recuerdo del glorioso triunfo contra Francia en 1870. Su Cruz Roja tuvo que instar a la gente a dar menos chocolate a los soldados, porque los estaban haciendo enfermar. El 2 de agosto, un periodista escribió en el Tägliche Rundschau: «Lo que ha vivido Alemania en los días recientes ha sido una propia renovación milagrosa, en la que se ha liberado de todo lo secundario y extraño; ha supuesto un reconocimiento sumamente poderoso de nuestro propio yo».
En la sesión del Reichstag del 4 de agosto, Bethmann Hollweg aseveró que aquella fecha perviviría para siempre entre las más excelsas de Alemania. Falkenhayn le dijo al canciller: «Incluso si cayéramos por esto, ha sido hermoso», y muchos compatriotas asintieron. El 14 de agosto, Riezler, secretario de August Bethmann, exultaba así: «Guerra, guerra, el pueblo se ha puesto en pie: es como si antes no hubiera habido nada ahí y ahora, de pronto, es algo potente y en movimiento… en la superficie, la mayor confusión, y sin embargo, el orden más significativo; ya son millones los que han cruzado el Rin»[42]. Una joven, Gertrud Baumer, escribió —con la sentimentalidad empalagosa que caracterizaba el momento en Alemania— que la guerra incrementaba las reservas de amor en el mundo «pues enseñaba a amar al prójimo más que a uno mismo»[43].
En Gran Bretaña, por el contrario, mientras en el Almirantazgo Norman Macleod reconocía una «sensación de confianza en la marina y el ejército de tierra, y la resolución de emprender este gran asunto lo mejor posible, ciertamente no hay ardor marcial. Por descontado, los hombres se están alistando y presentando voluntarios con la suficiente rapidez, y todo el mundo se ha convertido en un experto naval y militar; pero se nota la ausencia del gozo por el combate —la gloria de la batalla— que era tan perceptible al empezar la guerra de los bóers y poco antes; se deja de lado casi por completo el ánimo a lo Kipling y no se pierden de vista, ni por un momento, los horrores de la guerra»[44]. En The Economist se hacía hincapié en la grave importancia de los acontecimientos en curso y sus consecuencias para la civilización: «Desde la última semana, millones de hombres han sido retirados de los campos y las fábricas para matarse unos a otros por orden de los caudillos de Europa. Es quizá la mayor tragedia de la historia humana… En la opinión de muchos jueces inteligentes, la consecuencia segura será una sublevación social, una revolución tremenda. Quizá sea esta la última ocasión en la que las clases trabajadoras del continente permitirán que se las haga marchar hacia la destrucción al dictado de la diplomacia y por orden de sus caudillos»[45]. La revista expresaba sus dudas sobre cómo responderían a la llegada de la guerra la clase trabajadora de Gran Bretaña, ya descontenta, y los súbditos irlandeses distanciados. «Se ha constatado con claridad», decía uno de sus corresponsales, «que en el norte de Inglaterra aún se da un alto grado de apatía».
Y en efecto, era así. Decenas de miles de voluntarios corrieron a ofrecerse para el ejército, pero muchos más reclutas potenciales decidieron quedarse en casa. Cierto señor Doyle de la Casa Manor de Birtley, en el condado noringlés de Durham, escribió al Yorkshire Post: «Debería empezarse verdaderamente en serio con la importante obra de instruir al público al respecto de la relevancia de la guerra. Hace unos pocos días, al pasar por una de las aldeas mayores, me paré a ver a una docena o así de jóvenes que, habiendo recluta en un campo inmediato, se habían sumado a la bandera. Eran seis veces más numerosos los que estaban mirándoselo pasivamente, apoyados en una cerca. Le pregunté a uno de ellos —un joven atlético y fornido— por qué era espectador y no participante. Me miró a los ojos y dijo: “Porque no vale la pena; no serviríamos de nada durante seis meses, y para entonces, ya no habrá enemigo; Alemania habrá desaparecido del mapa”. Otro joven opinaba: “Esta guerra extranjera no es asunto nuestro. Deberíamos dejar que lo resolvieran Austria y Serbia. Alemania no ha querido entrar hasta que le ha obligado Rusia, y nosotros deberíamos habernos mantenido al margen. Como sea, estamos bien; la flota nos mantendrá a salvo”».
Pero otros se sentían con ganas de vestir el caqui. El escritor A. P. Herbert, que era un iconoclasta nato, escribió sin embargo mucho después en contra del musical satírico Oh, What a Lovely War!, que sugería que él y los de su generación se vieron «embaucados para alistarse por damiselas que cantaban canciones patrióticas o la intimidación de pósteres imperiosos»[46]. Herbert afirmaba seguir pensando que Gran Bretaña había ido a la guerra por una causa justa y no se arrepentía de su propio compromiso de batallar por ella. La opinión de los intelectuales británicos, en su mayoría, era coincidente. Thomas Hardy creía que «por una vez, Inglaterra era inocente… la guerra había empezado porque los alemanes querían luchar»[47]. Sir Walter Raleigh, profesor de historia en Oxford, le confió a un amigo: «A menudo he sabido que esto iba a pasar, cuando he oído a los alemanes hablar sobre su destino y sus planes para realizarlo. Me alegra haber vivido para verlo y me enferma no poder participar»[48]. Muchos hombres idealizaron la perspectiva del servicio militar, como hizo C. E. Montague en su novela autobiográfica Rough Justice: «Tener siempre solo algo fácil, y no duro, que hacer; ser libre para entregarse… a días enteros de basta salud, para dejarse ir, con voluntad, al paso de la marcha, los bailes regulados de la instrucción… mientras los clarines entonan llamadas festivas o graves que te dirigen a través de los días fáciles y ocupados». Un amigo dijo de Montague que era «el único hombre cuyo pelo se había tornado negro de la noche a la mañana por medio del valor». A la edad de cuarenta y siete años, aunque en principio se oponía a la guerra, se tiñó el pelo cano de negro para poder unirse a la Guardia de Granaderos.
En Gran Bretaña, pocas familias abrazaron el advenimiento de la guerra con tanto entusiasmo belicoso como la de Robert Emmet. Era un estadounidense rico de la costa este del país, de cuarenta y tres años, que desde 1900 vivía y cazaba el zorro en Warwickshire. A sus reuniones festivas de varios días de duración, en Moreton Paddox, asistían sobre todo oficiales de la reserva y caballería, «que acogieron con una angustia feroz» la posibilidad de que el gobierno rehuyera una declaración de guerra «que parecía la respuesta natural, e incluso inevitable, a la gratuita invasión alemana de Bélgica»[49]. El teléfono no dejaba de funcionar para preguntar por las últimas noticias a los porteros de los clubes masculinos de Londres. El martes siguiente, Emmet, que había servido como teniente de la Guardia Nacional de Nueva York en la guerra hispanoestadounidense, se llevó a toda la familia a Londres. Tras instalarse en su cuartel habitual del hotel Claridge, se dirigió a su esposa y tres hijos adolescentes. Les dijo que él solo veía dos posibilidades: desaparecer y volver, sin hacer ruido, a la seguridad de los Estados Unidos neutrales, o quedarse y luchar. Dejó clara su propia preferencia e invitó a votar a la asamblea. Los tres hijos no vacilaron en quedarse; «su madre, a su vez, tuvo el coraje de votar igualmente que sí, y mi voto final hizo unánime la decisión. Mi ánimo quedó libre de un gran peso».
En la misma semana del estallido de la guerra, el comandante Emmet regresó a Warwickshire e izó en la hierba la bandera de las barras y estrellas. Pretendía transmitir un gesto de solidaridad con Gran Bretaña, pero los vecinos, por desgracia, se lo tomaron a mal. El cuñado lo telefoneó para decirle que, si no arriaba la bandera, cabía la posibilidad de que le incendiaran la casa; la gente suponía que pretendía proclamar su propia neutralidad y proteger sus propiedades en el caso de una invasión alemana. Emmet se sintió indignado y mantuvo el desafío durante tres días, antes de arriar prudentemente los colores. Al poco tiempo, cedió Moreton Paddox como hospital, lo que fue durante toda la guerra, mientras él se dedicaba a instruir reclutas de la caballería y sus propios hijos se alistaban.
Por toda Europa, las familias ajustaron la economía doméstica a la perspectiva de una nueva austeridad. La urgencia con la que se despidió al personal auxiliar causó muchas penurias[50]. Muchas sirvientas alemanas perdieron su puesto y pronto se hallaron apiñándose en las ollas comunes de la ciudad. Violet Asquith se quejó a Venetia Stanley de la conducta grosera de lord Elcho, en cuya casa ella y su padre habían pasado una semana. Este par «planteó un ultimátum abrupto a todos sus empleados, sirvientes, etc.: o se unían al ejército o los despedía; y luego se ha marchado a Londres dejando a la pobre lady Elcho —que tiene “muchos años de servicio como amante de Arthur Balfour”— lidiando con la situación que él ha creado sin consultarla de ningún modo. Es demasiado cruel, porque aquí la gente apenas sabe nada de la guerra»[51].
La escasez de materias primas obligó a muchas fábricas a reducir o detener la producción, de modo que, en Alemania, el desempleo ascendió del 2,7% de julio a un 22,7% en agosto. Los comerciales que trabajaban a comisión vieron desvanecerse sus ingresos. Un pastor del barrio obrero de Moabit, en Berlín, comentó que el entusiasmo por la guerra era un lujo que solo podían permitirse los intelectuales. Según el Rheinische Zeitung, «en los barrios de nuestra clase trabajadora, a última hora del día, impera un ánimo tenso. No hay ruidos, no hay canciones. Se oyen gemidos y se ve a los hombres con el gesto grave… no hay lemas patrióticos estridentes, no hay hurras, sino trabajo y sacrificio». Un periodista que visitaba Hoxton, en el East End londinense, «que siempre ha sido un bastión de la penuria», halló que su gente estaba «amenazada por una angustia genuinamente desastrosa, con la conmoción de la guerra»[52]. La miseria era especialmente dura en Lancashire, donde en uno de cada cinco telares de algodón se interrumpió el trabajo, y en uno de cada siete, quedó reducido a una dedicación parcial. Había más de 100 000 trabajadores del algodón en paro; de golpe, medio Burnley estaba desempleado, y un tercio de Preston.
El historiador judío Gustav Mayer encontró a su padre, el 12 de agosto, lamentando la ruina del negocio en su pañería del Zehlendorf berlinés[53]. En Friburgo unos 10 000 hombres, buena parte de la mano de obra de la ciudad, se unieron al ejército, por lo que una empresa tuvo que renunciar a 154 de sus 231 obreros; la fábrica de muebles de Ditler perdió a 45 hombres, un tercio de sus empleados; y un editor local se quedó sin un centenar, en su mayoría, impresores. El sector de la construcción se vino abajo casi de la noche a la mañana. Los productores textiles y de cuero sufrieron mucho por la carestía de materia prima.
Resulta difícil exagerar el impacto económico y social de la movilización masiva de caballos, que creó dificultades no solo a la agricultura, sino a todas las formas de transporte. Aunque el mundo no tardaría en motorizarse, en 1914 el medio habitual de transporte de los bienes y las personas, allí donde no alcanzaban los trenes, eran aún los caballos y los bueyes. En las zonas rurales próximas a Halle, en Alemania, un pastor aseguró que los granjeros estaban más preocupados por la requisa de sus animales y carros que por la recluta de sus jornaleros[54]. En Inglaterra también hubo una requisa implacable de caballos, aunque con unas compensaciones generosas: 40 libras por un caballo de la tropa y 60 por un corcel de oficial, lo que permitió a varios propietarios reciclar caballos de caza sin especial valor. El teniente Guy Harcourt-Vernon, de la Guardia de Granaderos, escribió a casa exhibiendo una mezcla de optimismo, confusión y oportunismo: «Esta guerra debería terminar en cuanto los rusos marchen sobre Berlín, digamos de 4 a 6 meses, pero confío en que no discutirán por los despojos, como en la guerra balcánica. Me pregunto si, después de todo, nos enviarán a nosotros. ¿Están requisando caballos? De ser así, deja que se lleven a Child, pero exígeles 60 libras, si las van a dar. Probablemente, es más de lo que podría rentarme de cualquier otro modo»[55]. En la Torre de Londres había largas filas de los caballos comprados, atados en el foso.
En los campos cosecheros de la vasta hacienda de Sledmere, en Yorkshire, el 5 de agosto, se entregaron los documentos de movilización a los carreteros. Tras haber servido en Sudáfrica, sir Mark Sykes, parlamentario y grande del lugar, se había persuadido de que una futura guerra revelaría una escasez de medios de transporte del ejército. Por ello, convenció al Ministerio de Guerra de aprobar un plan por el que se alistaría, como conductores voluntarios, a trabajadores agrícolas suyos y de sus vecinos. Estos hombres no recibían ninguna instrucción militar, pero estaban sometidos al llamamiento. Sykes reunió a varios conductores a sus propias expensas, y les repartió graduaciones como «carretero», «capataz» y «maestro de vía», con sus respectivas insignias de solapa, de latón. En 1913, el Ministerio de Guerra asumió la responsabilidad de pagar a los hombres recompensas anuales de entre uno y cuatro soberanos. Los carreteros solían llamar a esta moneda «la paga tonta», porque parecía ganarse con gran facilidad: realizando una carrera cronometrada en torno a una pista de obstáculos, en forma de ocho, de Sledmere. A las 8 de la tarde del 5 de agosto, más de ochocientos hombres de esa condición se habían congregado en el cuartel del Army Service Corps [Cuerpo de Servicio del Ejército] en Bradford, donde les dieron uniformes y recibieron un poco de instrucción apresurada[56]. A las pocas semanas, la mayoría estaban conduciendo en Francia.
La guerra no se había precipitado por efecto del fervor nacionalista popular, sino por las decisiones de grupos muy reducidos en el seno de siete gobiernos. En la mayoría de los países, antes de que se iniciaran las hostilidades, la asistencia a las manifestaciones probeligerancia era muy escasa; y tampoco hay pruebas de que tales reuniones influyeran en las decisiones adoptadas. Al revés, fue el hecho del conflicto lo que precipitó el despliegue de patriotismo y congregó a las sociedades en sus causas respectivas. Muchas personas que se habían opuesto con determinación a la batalla decidieron que la fase de los debates había concluido y que la solidaridad nacional se había convertido en un deber. Un clérigo protestante de la Selva Negra comentó que los católicos que hasta el momento habían hecho caso omiso de su existencia, lo saludaban ahora con un «Hola, pastor»[57]. Elfriede Kühr, la niña de doce años que vivía con sus abuelos en Schneidemühl, escribió el 3 de agosto: «Debemos aprender nuevas canciones sobre la gloria de la guerra. En nuestra ciudad, el entusiasmo crece hora tras hora. La gente pasea por las calles en grupos, gritando: “¡Abajo Serbia! ¡Larga vida a Alemania!”. Todo el mundo lleva borlas negras, blancas y rojas en sus ojales, o lazos negros, blancos y rojos»[58].
El mariscal de campo lord Roberts, el Bobs tan apreciado por la opinión pública británica, escribió en The Times el 6 de agosto: «“Mi país, con razón o sin ella, y con razón o sin ella, mi país” es el sentimiento más preciado en el pecho de todo aquel que es digno de ser llamado “hombre”». Incluso el pacifista y exlíder laborista Ramsay MacDonald aseveró que «los que pueden acudir a filas, deben hacerlo, y los que trabajan en las fábricas de munición, deben poner en ello todo su empeño». En comunidades de toda Francia se llevaron a término reconciliaciones políticas rituales. El 4 de agosto, se leyó en París un mensaje del presidente Poincaré ante una Cámara de los Diputados llena a rebosar, en el que pedía poner fin a las peleas de clase y de facciones que habían dividido la Tercera República. Se lo recibió con un aplauso exaltado, tras lo cual los enemigos políticos se dieron la mano. En muchas bocas se oía el sintagma la patrie en danger como manifestación de la union sacrée. En Francia, como en Alemania, tal solidaridad se interpretó como un triunfo de la derecha política, reflejo del eclipse de los socialistas que se habían opuesto a la beligerancia.
En los primeros días de agosto, el Partido Laborista patrocinó reuniones contra la guerra en varias ciudades y poblaciones británicas. La fabiana Beatrice Webb asistió a una de ellas, en la plaza de Trafalgar, donde hablaron Keir Hardie y George Lansbury. No se sintió conmovida ni por sus formas ni por su mensaje, y luego escribió: «Ha sido una exhibición fútil e indigna, este entonar “La bandera roja” y aprobar resoluciones radicales ya gastadas a favor de la paz universal»[59]. Comentó con aprobación que incluso muchos pacifistas extremos «están mostrándose de acuerdo en que no debíamos abandonar a Bélgica». Sin embargo, a Webb la echaba atrás «el desagradable abuso de la religión» como estímulo del patriotismo. Quizá estuviera pensando en el obispo de Londres, que había afirmado: «Esta es la mayor batalla jamás librada por la religión cristiana… debemos elegir entre la mano o el puño: la mano con los clavos de Cristo, o el amenazante puño en alto»[60].
En las estaciones de tren de Nikolaevsky, Baltiysky y Varshavsky, en San Petersburgo, miles de hombres encendieron velas en las vías mientras partían a unirse a sus regimientos. El arzobispo católico de Friburgo presentó ante su rebaño la guerra como una Heimsuchung: un azote enviado por Dios para poner a prueba a los creyentes[61]. Un capellán proclamó estentóreamente: «Ruge sobre Alemania, tú, gran guerra santa de libertad. Derriba todo lo que está podrido y enfermo, cura las heridas del cuerpo de nuestro pueblo alemán y permite que crezca una raza, una nueva raza, colmada de reverencia por Dios, lealtad al deber y amor fraternal». En el imperio de los Habsburgo, el obispo de Sekau exultaba en la creencia de que la guerra introduciría un nuevo orden (espiritual): «Este es el fin de la cultura sin Dios y sin Cristo, [y de] la alta política sin religión».
Los despliegues más espectaculares de apoyo, en apariencia espontáneo, a la guerra se dieron en Rusia. El 4 de agosto, la embajada alemana en San Petersburgo fue saqueada por una multitud que causó la muerte de un desdichado conserje. Según el corresponsal británico Arthur Ransome, un ruso parafraseó la vieja sentencia romana sobre la perdición de Cartago: Germania delenda est[62]. Dos días más tarde, en la capital, un cuarto de millón de personas se reunieron para cantar canciones patrióticas. Incluso en las ciudades de provincia, lejos de la élite metropolitana, había muchedumbres en las calles; algunos llevaban retratos de Nicolás II, decorados con banderas. «¡Larga vida al zar y al pueblo!», gritaban[63].
Ahora bien, pese a tales despliegues de fervor en algunas ciudades, pocos rusos se engañaron creyendo que la guerra les haría algún bien: pocas guerras habían hecho tal cosa. En los sectores inferiores de la escala social se intensificó el escepticismo o, mejor dicho, el cinismo. El historiador Allan Wildman ha escrito que, para los campesinos de Rusia, era «una aventura estéril de las clases altas, que deberían pagar ellos»[64]. Menshikov, el columnista principal de Novoe Vremya, escribió: «Hoy en día, entre las masas no hay nada de la fe, de la capacidad de prender, que había en los días de Suvorov y Napoleón»[65]. En Riga, además de enseñas celebradoras aparecieron otras que proclamaban: «¡Abajo la guerra!».
En algunos lugares hubo disturbios en contra de la recluta forzosa, o, al menos, rabia desatada contra la incompetencia con la que se estaba llevando a cabo. Un oficial telegrafió desde Tomsk: «Los reservistas están causando desórdenes en casi todas partes… En Novosibirsk, una muchedumbre de reservistas saqueó tiendas y empezó a saquear el bazar, y se detuvo la algarada con la ayuda de [soldados]… La chusma les arrojó piedras»[66]. Cuando alguien disparó un tiro que hirió a un soldado, la tropa abrió fuego contra la multitud, y mató a dos civiles e hirió a otros dos de gravedad. Entre tanto, los reservistas saqueaban licorerías en varias aldeas; algunos se manifestaron con furia para exigir alimentos, y en contra de la requisa de sus caballos, indispensables para la actividad agrícola.
En París, el artista Paul Maze acudió a los Inválidos para ofrecerse voluntario para el ejército, y descubrió que ya no se aceptaba a más hombres de forma inmediata. Un sargento viejo y canoso despidió al joven alicaído con las palabras: «¿A qué preocuparse? Tendrá todo lo que espera antes de que esto acabe». Maze, que era bilingüe, se unió como intérprete a la Fuerza Expedicionaria Británica, que desembarcaba en El Havre, y terminó siendo un oficial condecorado. Muchos jóvenes de todos los países, y en especial los artistas y escritores, sentían menos entusiasmo que curiosidad ante la perspectiva de ver un campo de batalla. El vienés de nacimiento Ludwig Wittgenstein, que contaba veinticinco años, la vio primero como una posibilidad de huir de sus propias confusiones e incertidumbres filosóficas, intensificadas tras estudiar en Cambridge con Bertrand Russell. Se presentó voluntario para el servicio militar y, en su diario cifrado, expresó el placer que sintió al ser recibido amablemente. «Y ahora, ¿seré capaz de trabajar?», se preguntaba el 9 de agosto. «¡Siento curiosidad por mi vida futura! Las autoridades militares de Viena han sido extraordinariamente corteses. Los oficiales, que tenían que tratar con miles de hombres cada día, respondieron a mis preguntas con amabilidad y por extenso. Esta clase de cosas me alegra sobremanera; me recuerdan la forma en que se hacen las cosas en Inglaterra.»[67] Al cabo de unos pocos días, sin embargo, Wittgenstein se desanimó. Destinado como operador de un reflector a bordo de la pequeña embarcación armada Goplana, en el Vístula, halló que la compañía de los marineros rasos era, más que poco grata, repulsiva: «¡Los hombres son unos cerdos deprimentes! ¡No muestran ningún entusiasmo, sino una brutalidad, estupidez y maldad increíbles! Así, es falso que una gran causa compartida —la guerra— ennoblece a la humanidad»[68].
El alemán Paul Hub, un joven de veinticuatro años de Stetten, una vecindad próxima a Stuttgart, se presentó voluntario tras comprometerse con su novia, María, de veintiún años. Partió al frente el 4 de agosto, y escribió a sus padres: «Por favor, guardad la ropa limpia un poco más, hasta que os la pida. Entre tanto, deshaced mi maleta… Las cartas de María están en el maletín de compromiso, junto con mis leontinas y otros recuerdos que me traen a la memoria los tiempos felices pasados con ella. Por favor, cuidad de ellos. Confío en volver»[69]. Como muchos otros, Hub quedó decepcionado.
El conflicto creó algunas lealtades inesperadas. En los últimos días de julio de 1914, el novelista y funcionario civil británico Erskine Childers cometió alta traición: navegó con su yate Asgard hasta el puerto irlandés de Howth y entregó a militantes nacionalistas un cargamento de rifles traído clandestinamente de Alemania. Pero un mes más tarde, Childers, de cuarenta y cuatro años, fue reclutado por el primer lord del Almirantazgo, Winston Churchill —que ignoraba las aventuras del Asgard— como oficial de la reserva naval, para que aconsejara sobre la costa alemana del mar del Norte. Childers había estado navegando varios años en las islas Frisias, antes de escribir su electrizante novela de 1903, El enigma de las arenas, cuya trama se centraba en una conspiración para que Alemania invadiera Gran Bretaña. Ahora, el autor esbozó un memorando para el Almirantazgo, donde proponía tomar las islas de Borkum y Juist como plataformas desde las que lanzar un asalto anfibio sobre Alemania. «El plan de invasión que sube por el valle del Ems… me parece, en este momento, la mejor ocasión de concluir la guerra con un golpe decisivo», escribió. Y concluyó: «El autor se aventura a confiar en la posibilidad de tener el honor de hallar empleo, si el servicio lo permite, bien en la obra aeronáutica o en cualquier otra instalación, si alguna de las operaciones esbozadas en este memorando se lleva a cabo»[70].
El 20 de agosto, Childers subió, como oficial de inteligencia, al portahidroaviones HMS Engadine, donde sus camaradas irlandeses quizá se habrían sorprendido al verlo, dos días después, saludando al vicealmirante sir John Jellicoe y dando la mano a Winston Churchill, en su visita al barco. Escribió: «La atmósfera de a bordo es de optimismo alegre. Resultaría ridículo, aunque quizá más preciso, calificarla de pesimista; tan confiada y jovial es la previsión de cierta fatalidad en nuestro yate de pacotilla, con sus pistolas de juguete y sus delicados aviones mariposa. Pero de hecho, ningún ser humano puede predecir nuestro destino, porque toda la empresa es nueva en la guerra: un experimento incalculable»[71]. Childers estuvo entre el limitado número de hombres de todas las nacionalidades que se emocionaron con la idea de tener un papel propio en el primer gran conflicto del siglo XX, que puso en marcha sus máquinas más nuevas y excitantes, como alfombras voladoras hacia el cielo.