I. Migraciones

A lo largo y ancho de la Europa continental, por última vez en la historia, las proclamaciones de guerra se acompañaron —musicalmente, pero también metafóricamente— de un toque de rebato. En ciudades como Friburgo, un trompetero y un oficial de policía hicieron una ronda por las plazas principales de la ciudad, en un automóvil renqueante, parando en cada una para comunicar las noticias. La mayoría de las naciones que acababan de entrar en guerra cumplieron la transición de la paz con una eficiencia ominosa. El teniente coronel Gerhard Tappen, jefe de operaciones de Moltke, admitió «sentir algo especial» cuando abría la caja fuerte de la oficina para retirar el «Plan de Despliegue 1914-1915» de Alemania, pero la movilización representó el mayor triunfo profesional en la carrera del jefe del Estado Mayor. Antes de que llegara la guerra, Berlín temía que las huelgas del ferrocarril, instigadas por los socialistas, pudieran causar disturbios, pero no llegaron a producirse. Entre los cuatro millones de hombres convocados a la bandera, hubo pocas ausencias.

Los planes de contingencia de los gobiernos iban mucho más allá de la mecánica de la movilización. Maurice Hankey[1], secretario del Comité Imperial de Defensa de Gran Bretaña, había producido anualmente, desde 1910, ediciones actualizadas del Libro de la guerra (The War Book). Se trataba de un volumen en cuarto, de cubiertas rojas, con el subtítulo dorado de «Coordinación de la acción departamental en CASO DE RELACIONES TENSAS Y UN ESTALLIDO DE GUERRA». La última edición, que se hizo circular por Whitehall el 30 de junio de 1914, contenía 318 páginas de dos tintas, gris y azul, que detallaban las responsabilidades de cada departamento de Estado; primero, en la «Fase de precaución»: «El ministro [de Asuntos Exteriores], previendo el peligro de que este país se vea envuelto en guerra en el futuro próximo, decide advertir al Gabinete a este efecto». El Libro de la guerra, con los circunloquios propios de un caballero, hacía hincapié en la importancia de la discreción: «El viceministro insta especialmente, a todo miembro de su Estado Mayor a quien pueda incumbir, a observar la mayor reserva con respecto a la existencia de relaciones tensas y todas las cuestiones relativas a las medidas de precaución».

A partir de aquí, el Libro catalogaba toda clase de pasos prácticos necesarios, como el envío al Parlamento de la ley para el control de extranjeros, la introducción de la censura, la captura de barcos mercantes enemigos, el corte de los cables telegráficos submarinos del enemigo, la formación de una milicia en las islas del Canal y el aviso a las potencias neutrales de un bloqueo inminente de los puertos enemigos. Al tratar la gestión del tráfico telegráfico, un apéndice afirmaba: «Con miras a señalar el mayor número de telegramas que requieren prioridad sobre todos los demás, se parte del supuesto… de que la guerra sería tal que el Reino Unido se hallaría ante la oposición inmediata de los tres países que forman la Triple Alianza». Se advertía al Ministerio de Guerra: «Serán necesarias ciertas medidas defensivas contra ataques traicioneros o sorpresivos». La dirección telegráfica del jefe de censura del Almirantazgo sería: «Scoured, Londres». El Ministerio del Interior debía alertar a los jefes de policía para que «prestaran especial atención a los movimientos de extranjeros sospechosos». Todo esto fue pasando durante los primeros días de agosto.

A los serbios les consternó que su país se viera obligado a movilizarse antes de haber reunido la cosecha, en lugar de esperar al otoño, como al comienzo de las dos guerras balcánicas anteriores, cuando los establos estaban llenos. No solo les consternaba ver partir a los hombres, sino también el espectáculo de ver que el ejército se llevaba los carros y bueyes, de gran valor para ellos. Sin embargo, Tadija Pejović comentó que, a su alrededor, todo el mundo cantaba, «porque es costumbre entre los serbios cantar cuando los soldados van a la guerra»[2]. Jóvenes y viejos, por igual, tenían poca idea de cuánto podría durar su aventura. Los niños, que no lo comprendían, preguntaban por qué sus familias se deshacían así.

La generosidad hacia el enemigo quedaría pronto vetada de toda la vida pública de los beligerantes, pero en agosto aún pervivían vestigios. El Consejo Nacional de la Iglesia Libre de Gran Bretaña adoptó una resolución que afirmaba: «Ha caído sobre la civilización europea el crimen y el horror de una guerra universal. Resulta inútil buscar distribuir las culpas amablemente». H. W. Nevinson, corresponsal en Berlín del Daily News, escribió que los jóvenes alemanes a los que había visto marchar con el ejército «son sin duda hombres de buena instrucción y hermosa constitución, de una estirpe muy similar a la nuestra más selecta». Daba su aplauso a los campos, bien labrados, a los niños, limpios y bien criados, y a todo lo que Alemania había aportado al progreso del mundo. Con el mismo ánimo, algunos académicos británicos se esforzaron por preservar el respeto hacia un país que ahora se había convertido en su enemigo mortal. «Solo la ignorancia puede permitirse burlarse de la cultura alemana»[3], escribió un teólogo de Cambridge.

Una maestra de treinta y un años que vivía cerca de Graz, y escribía un diario que firmaba simplemente como «Itha J.», era una nacionalista austríaca apasionada. Expresó su disgusto cuando su amiga Martha describió la amargura de algunos hombres llamados a la bandera. «Lo siento —interrumpió Itha secamente—, pero es incomprensible que haya hombres que se quejen. Yo lo llamo “cobardía”. No puede ser otra cosa.»[4] En esta época, la expresión casi universal de la formación cultural era el clasicismo. El joven Edonard Beer, uno de cuatro hermanos belgas que se unieron a las fuerzas armadas de su país, citó a Julio César con cierta autocomplacencia: «Omnium Gallorum fortissimi sunt Belgae» («los belgas son los más valerosos de todos los galos»)[5].

El escritor Sergei Kondurashkin estaba de vacaciones con su familia en el sur de Rusia, donde pudo atisbar todo un microcosmos de la vasta movilización de su país: «El omnipotente aparato del estado, de nombres y números, fue capaz de encontrar a la gente incluso en los desfiladeros remotos de las montañas caucásicas, bajo los glaciares de Amanaus. Llegaban mensajeros al galope con telegramas para los médicos, profesores e ingenieros: ¡todo el mundo a la guerra! Los viajes privados en ferrocarril se acabaron, el correo se volvió irregular y, durante un tiempo, se rechazaron los telegramas personales. Parecía que el modelo de la vida cotidiana que nos rodeaba, formado a lo largo de los siglos, se estaba deteniendo, rompiéndose sin hacer ruido, mientras la guerra establecía sus propias pautas»[6].

Las fuerzas movilizadas por Rusia sobre el papel —en la realidad, nunca se llegó al potencial completo— eran las más numerosas de todos los beligerantes, pero la mayoría de los llamados a la bandera tenían poca noción sobre la causa. Iván Kuchernigo describió una escena vivida en su aldea, tras la aparición repentina de un policía que fue llamando a todas las puertas para convocar a los campesinos a una asamblea. Se reunieron en un estado de confusión general, preguntándose los unos a los otros, en vano. De pronto, el más anciano del lugar exigió silencio: «¡Esto es lo que ha pasado, chicos! ¡Se ha presentado un enemigo! Ha atacado nuestra Madre Rusia (Matushku Rossiiu) y nuestro Padre Zar necesita nuestra ayuda. Nuestro enemigo, por ahora, es Alemania». Un murmullo recorrió la multitud: «¡Son los alemanes! ¡Los alemanes!». El anciano pidió silencio otra vez: «Bien, chicos, para no perder tiempo enredándonos con listas, quien se sienta sano y capacitado para servir a la Patria debe presentarse en la oficina del comandante militar del distrito, en Aleshka; os aconsejo llevar dos recambios de ropa interior, y allí os darán todo lo demás. Y ahora, ¡rápido!»[7]. La multitud se dispersó hacia sus casas, dejando de lado el trabajo en los campos. Kuchernigo escribió: «Dios mío, ¡cuántas lágrimas se derramaron cuando nos tuvimos que ir!». Su hija de cinco años se sentó en sus brazos, se apretó contra él y preguntó: «Papá, ¿por qué te vas? ¿Por qué nos dejas? ¿Quién va a ganar el dinero y nos va a conseguir el pan?». La niña abrazó y besó a su padre, que no tardó en llorar. «No pude dar respuesta a sus preguntas, y le respondí tan solo: “No tardaré en volver a casa, hija mía”».

En Francia, la movilización continuó durante quince días. Los reclutas se dividían por grupos de edades: primero se presentaban los más jóvenes, luego los mayores; la llegada al cuartel se procesaba con una velocidad asombrosa. Desde el momento en que se recibía a un hombre, en un plazo de veinte minutos se le quitaban las ropas de civil, se lo bañaba, uniformaba y enviaba a su unidad. Sumando los refuerzos de sus regimientos mercenarios coloniales, en su mayoría norteafricanos, Francia reclutó a 3,8 millones de soldados con formación específica; aproximadamente, los mismos que Alemania. El campesino de diecisiete años Ephraim Grenadou asistía a la vigilia posterior al funeral de un joven amigo, cuando unos gendarmes montados entraron en su pequeña ciudad de Saint-Loup (Eure y Loir) para colgar un cartel blanco y estridente: MOBILISATION GENERALE. «El maestro nos gritó que tocáramos a rebato. Todo el mundo se congregó en torno de la alcaldía, habiendo abandonado los campos a media cosecha». Se iban preguntando unos a otros: «Y tú, ¿cuándo te vas?». «Yo, el segundo día». «Yo, el tercero». «Yo me voy el 25». «Ah, tú no te irás nunca; para entonces ya habremos vuelto». Al día siguiente, Achilles, el pregonero de Saint-Loup, dio una vuelta por la comunidad anunciando la noticia precedida de toques de trompeta: «Todo el que tenga buenas botas, se las debe llevar. Os pagarán 15 francos»[8].

Dos coches de la policía llevaron la orden a la plaza de la iglesia de Valtilieu (Isère) a las 4.30 de la tarde del 1 de agosto. El campanero local convocó a la población de inmediato. El maestro de la aldea describió así el efecto: «Parecía que, de golpe, el viejo rebato feudal había regresado para acosarnos. Durante mucho rato, nadie habló. Algunos habían perdido el aliento; otros estaban mudos por la conmoción. Muchos llevaban horcas en la mano. “¿Qué puede significar? ¿Qué nos va a pasar?”, preguntaban las mujeres. Esposas, niños, maridos; todos estaban poseídos por la angustia y la emoción. Las esposas se aferraban a los brazos de sus maridos. Los niños, al ver llorar a su madres, también rompieron a llorar». En su mayoría, los hombres se desplazaron al café, para hablar de la cuestión práctica de cómo se podría acabar la cosecha. El ánimo general era de determinación[9].

El sargento Paul Gourdant expresó su consternación por dejar atrás a una esposa postrada en la cama y cuatro hijos; le angustiaba que la carga de cuidarlos recayera sobre sus padres, ya ancianos. Pero la religión le sirvió de apoyo: «Dios me dio fuerza para apartar mis miedos y ansiedades y pensar solamente en la defensa de mi país»[10]. Henri Perrin, dueño de una pequeña ferretería en Vienne, corrió por la ciudad saldando deudas, antes de instruir minuciosamente a su joven esposa sobre cómo debía administrar la tienda en su ausencia. Luego la familia se arrodilló y rezó en común. Los Perrin explicaron a sus dos hijos pequeños que «papá debe marcharse un tiempo, a trabajar por el país»[11]. En miles de estaciones de tren, había grupos de parientes estoicos, angustiados o francamente emocionados rodeando a cada uno de los hombres que subían al tren. Uno gritó con alegría: «¡Todos al tren de Berlín! ¡Y lo bien que lo pasaremos allí!». André Gide, que lo veía como espectador, comentó: «La gente sonreía, pero no aplaudía»[12]. Algunos campesinos tomaron la ocasión como unas vacaciones; eran jóvenes que nunca habían gozado de tal lujo. Unos pocos huyeron a esconderse en los bosques, pero las mujeres, con severidad, hicieron que la mayoría se presentara mansamente en el cuartel.

La vasta migración europea creó una correspondiente agitación social. «Son tantos los hombres que se han ido —decía un periódico regional francés, La Croix d’Isère— que en las pequeñas ciudades y aldeas del Delfinado impera una atmósfera de tristeza y condenación». El rector de la Academia de Grenoble escribió: «Por todo el valle, los gritos y las voces antaño familiares de los granjeros que iban al mercado, la animada “charla campesina” en los cafés y las plazas de los mercados, ha cedido el paso al silencio angustiado de las mujeres, los niños y los ancianos»[13]. Las máquinas estaban detenidas y había escasez de pan; los obreros cualificados se habían ido y el ejército se había apropiado de las reservas de gasolina. En Malleval, un conductor con afán de servicio público trasvasó de su automóvil el combustible preciso para que una trilladora pudiera funcionar durante dos días y acabar la cosecha.

Entre los beligerantes, solo Gran Bretaña carecía de un sistema de servicio militar universal; por eso, su ejército profesional era relativamente reducido —247 432 hombres— y además estaba disperso por todo el imperio. A diferencia de las potencias continentales, que reunieron a millones de reclutas con instrucción, los británicos solo hicieron uniformarse a otros 145 347 reservistas —exsoldados a los que, por contrato, cabía llamar a filas— y 268 777 hombres de la Fuerza Territorial, dedicados a tiempo parcial. Aunque el proceso experimentó pocos sobresaltos, algunos de los hombres respondieron con reticencia, e incluso truculencia, al verse arrancados de la vida civil. El honorable capitán Lionel Tennyson, de la Brigada de Rifles, nieto del poeta Tennyson y jugador de críquet con Inglaterra, que había pasado el invierno anterior realizando partidos de prueba en Sudáfrica, condenó a quince reservistas que mostraron síntomas de lo que más adelante se denominaría «bolchevismo» a veintiún días de arresto. Esto, según dijo, los «tranquilizó un poco»[14].

El ejército de Austria se formó, para la guerra que sus soberanos habían buscado, con la incompetencia propia de la Ruritania. Su punto fuerte eran los exóticos uniformes para desfiles y las espléndidas bandas de música. Parte de la artillería aún tenía los anticuados cañones de bronce de 1899. La clase gobernante de los Habsburgo quizá se entusiasmara con la idea de aplastar Serbia, pero en su mayoría, como era tradicional, habían rehuido el servicio militar, que dejaban para las gentes más humildes. Se envió al frente a hombres de edad relativamente avanzada, mientras que los más jóvenes y fuertes se quedaban atrás, para proteger puentes y estaciones. En las primeras listas de bajas se veía que, entre los muertos, había padres de familia de cuarenta y dos años, o más[15]. El llamamiento a filas de los médicos causó problemas graves, sobre todo en las zonas rurales de los Alpes, donde las comunicaciones eran deficientes y el ejército había requisado los caballos, carros y carruajes[16]. Conrad eligió expresamente, para el asalto a Serbia, formaciones reclutadas entre las minorías eslavas. Viena se engañaba al creer que una experiencia briosa de aplastamiento de sus hermanos raciales reforzaría la lealtad al imperio de tales súbditos de los Habsburgo.

Había cierta confusión en torno a qué naciones tomarían las armas en qué bando. Un japonés quedó asombrado al recibir un abrazo en una calle de Berlín, tras rumorearse brevemente que su país apoyaría a las potencias centrales. Lo mismo se dijo de Italia[17], por lo que, cuando unos obreros italianos emigrantes, de regreso a su país, se toparon con tropas imperiales que se dirigían al frente, los austríacos los saludaron con un entusiasta Hoch Italien!; los obreros replicaron con la misma simpatía: Eviva Austria! Pero el ejército de Italia se hallaba en un estado calamitoso. Durante la mayor parte de la crisis de preguerra, el país había estado sin jefe de Estado Mayor, porque el titular había muerto el 1 de julio y no se nombró sucesor —el conde Luigi Cadorna— hasta el 27. Cadorna prometió que Italia apoyaría a los alemanes, pero el ministro de Exteriores lo desacreditó. Italia solo se interesaba por la guerra para consolidar adquisiciones territoriales: ante todo, partes de Serbia y de las tierras habsburguesas de lengua italiana. Ello produjo un embrollo constitucional. El rey Víctor Manuel quería firmar una orden de movilización, a instancias de Cadorna, para luchar junto con Alemania y Austria; pero el 2 de agosto, el gabinete votó a favor de la neutralidad. Con ello, Italia se salvó, al menos temporalmente, del inminente baño de sangre, pero muchos austríacos y alemanes expresaron su disgusto con lo que entendían era una traición.

Entre tanto, Europa estaba repleta de civiles que viajaban con el intento de volver a sus países nativos. Geoffrey Clarke, exoficial de la Brigada de Rifles, que vivía a las afueras de París, tomó nota de una conversación con un ferroviario al que se encontró en el andén de su estación local[18]. Este francés, que iba a unirse a su regimiento, preguntó dónde se dirigía el inglés, quien reveló que regresaba a su país, para unirse a su ejército. «¡Ah!», replicó el francés con calidez, «alors, nous serons ensemble». Le tendió la mano y, cuando se la dieron, se despidió: «Au revoir, à bientôt». Medio millón de obreros emigrantes rusos tuvieron que abandonar sus trabajos de verano en Alemania. En Gran Bretaña, miles de empleados alemanes de los hoteles y restaurantes subieron a los transbordadores con rumbo a la neutral Holanda. En Berlín, cientos de maestros de inglés se vieron en apuros al quedar privados de metálico. Ochenta mil turistas estadounidenses se apresuraron a regresar a su país; algunos, en el vapor Viking, que compraron en común. En las estaciones de tren se apiñaban desesperados de muchas nacionalidades. George Galpin, encargado de una zapatería en Londres, tenía un vecino alemán en Wimbledon, que se marchó a su país justo antes de que la contienda estallara. Galpin acompañó al hombre a la estación de Victoria, donde su nuevo enemigo bromeó: «No se inquiete tanto. ¡Yo procuraré que usted y su familia reciban un buen trato cuando entremos en Inglaterra!»[19].

Peter Kollwitz, hijo menor de la pintora prusiano-oriental Käthe Kollwitz, había nacido en una familia dedicada al gran arte y con ideales de izquierda. La guerra lo encontró de vacaciones en Noruega, con tres amigos. Regresaron a su país resueltos a alistarse. En el tren que iba de Bergen a Oslo, los viajeros ingleses y franceses los avergonzaron con su amabilidad. Al llegar por fin a Berlín, «hablaban con emoción de su nueva identidad como guerreros, prendida de sensualidad y el estremecimiento de la batalla imaginada»[20]. No sin cierta discusión familiar, el padre de Peter firmó los papeles por los que consentía que su hijo se alistara siendo menor de edad; luego, él y su hermano Hans se marcharon al cuartel y dejaron a sus padres «llorando, llorando, llorando». Peter se marchó hacia el frente, y la tumba, llevando en su mochila el regalo de despedida de su madre: el Fausto de Goethe.

Algunos diplomáticos mostraron una despreocupación imprudente al continuar exhibiendo su condición protegida, en el mismo espíritu de las guerras de caballeros del siglo XIX. En París, el enviado bávaro fue visto cenando en el Ritz en la noche del 2 de agosto; el conde Szécsen, embajador austríaco, careció de la sensibilidad precisa para interrumpir sus comidas en el club de moda Cercle de l’Union, para pesar de sus miembros, que terminaron cerrándole las puertas. En Berlín, el embajador francés recibió, con recíproco malhumor, la orden alemana de no seguir enviando a su personal a cenar al hotel Bristol, porque resultaría difícil garantizar su seguridad. Cambon perdió los nervios: «¿Y dónde diablos quiere que coman? Hasta donde yo sé, la clientela del Bristol la forman personas de buena crianza»[21]. El embajador telefoneó al hotel y pidió que enviaran a la embajada la comida de su plantilla. El administrador replicó que no lo haría sin la autorización del Ministerio de Exteriores. Cambon pasó la tarde del 3 de agosto, y toda la mañana siguiente, en el laborioso proceso de quemar documentos secretos, hasta que él y su personal tomaron un tren hacia Dinamarca, neutral, para proseguir desde allí hacia su país.

En el mar hubo oleadas de emoción. Por ejemplo, cuando el crucero de combate Goeben y su compañero, el crucero ligero Breslau, cruzaron el Mediterráneo hacia el este, a la huida, frente a una torpeza colosal de la Marina Real británica, que enfureció a Winston Churchill. El periódico alemán Lokal-Anzeiger informó en tono de triunfo sobre cómo el Goeben zarpó de Mesina el 2 de agosto: «El humo de la chimenea se espesa; entre el silencio resuena el ruido de halar las cadenas de las anclas. Una multitud de miles de personas acude en tropel al puerto; entonces retumban claramente desde el Goeben las notas de Heil dir im Siegerkranz. Con la cabeza inclinada, los oficiales y la tripulación forman en los costados. Tres vítores vehementes en honor del caudillo supremo llegan hasta la costa, donde la muchedumbre continúa en silencio, impresionada por la alegre calma y confianza con la que los marinos alemanes se dirigen a la batalla. Más tarde llegan noticias [falsas] conforme se ha avistado el hundimiento de un barco británico. Una cosa está clara: ¡han pasado!».

Y en efecto, habían pasado, para disgusto del Almirantazgo en Londres, después de que la Marina Real fracasara lamentablemente en la persecución. Se permitió a los dos barcos pasar por los Dardanelos. Una vez en el Bósforo, los Jóvenes Turcos en el poder convencieron a Berlín de que los presentara, con todos sus hombres, ante la marina turca, en un coup de théâtre espectacular. El desafío exitoso del Goeben a la armada británica quizá influyera de forma clara en la decisión turca de incorporarse a las potencias centrales; pero fue más importante aún la amargura engendrada por décadas de desaires británicos hacia el Imperio Otomano, como la confiscación de Creta y Chipre. Además, los turcos odiaban y temían a los rusos.

Entre las manifestaciones más graves de la guerra estuvo el hundimiento del crédito, lo que creó una crisis enorme e inmediata en la City de Londres, capital financiera del mundo. Durante días, se corrió un riesgo cierto de derrumbe del sistema monetario global. Lo impidió tan solo la decisión del canciller, el 13 de agosto, conforme el Tesoro asumiría la presión: el Banco de Inglaterra compró letras de cambio pendientes por valor de 350 millones de libras. La suma era escalofriante, pero la intervención salvó el sistema financiero.